martes, agosto 29, 2006

Plutón

Plutón, señores, ha dejado de ser planeta. Justo cuando Stephen Hawking (ese prodigio en silla de ruedas) acaba de presagiar que el hombre deberá irse a vivir al espacio en el futuro, dado que la tierra no tardará mucho en desintegrarse. Según él, el peligro no es la caída de meteoritos (la posibilidad de que necesitemos los servicios de Bruce Willis, dice, es pequeña) sino de nuevo una posible guerra nuclear, el cambio climático o incluso la emisión de un virus modificados genéticamente. Como colofón a sus augurios de autodestrucción, ciertamente temibles, (la historia humana, si es posible hablar así de alegremente, le avala) Hawking confía en que quizás la ingeniería genética nos haga más sabios y menos agresivos. Que ya es confiar, por cierto. En todo caso la supervivencia a largo plazo de la especie humana, a su juicio, solo estará a salvo solo si los terrícolas nos vamos a vivir al espacio. Todo esto desde luego me marea, como le mareaba, salvando las distancias, a Pascal la contemplación de los espacios infinitos. En todo caso, cuando uno contempla las cosas a esta escala lo demás pierde de inmediato su importancia. La entrevista entre Pepiño Blanco y Chivite, por ejemplo, para dilucidar donde se posa por fin el dedo me preocupa ya mucho menos, y eso que estoy conteniendo hace días la respiración. Por no hablar de las cuestiones que se abren ante una inevitable partida a los espacios siderales. ¿Seguirá en ese caso habiendo patrias? ¿Tendrán los planetas equipos de fútbol? ¿Acabará con esto la inmigración? ¿Quién pagará el viaje? ¿Los de Aralar irán con la ikurriña? Tonterías que se me ocurren para no obsesionarme con el futuro. En estas frescas noches de agosto salgo al balcón a mirar las estrellas y a añorar al pequeño y lejano Plutón, despechado por la ciencia. He ahí el lugar y el destino que aguarda con suerte a mis nietos, me digo al contemplar el parpadeante cielo, como quien contempla el comienzo de unas nuevas crónicas marcianas.

(Publicado en DN 28-8-06)

martes, agosto 22, 2006

Piratas


Fui con mi hijo a ver Piratas del Caribe, 2ª parte: un enorme despliegue de medios, una sucesión de peripecias, persecuciones, peleas, apariciones y sorpresas al servicio de nada. No hay historia. No hay valores en pugna. No hay personajes. Todo es enrevesado, traído por los pelos, caricaturesco. Por supuesto hay patas de palo, loros, e islas desiertas, pero es igual, lo mismo podía haber naves espaciales y perros lanudos, porque esos elementos son puro decorado, clisés que no están al servicio de una buena historia que nos llegue adentro. Una pena. Los piratas son un género mayor, el de John Silver bebiendo ron camino de la Isla del tesoro, el del cine de rebelión a bordo y el motín de la Bounty, el de los viejos piratas que corren en Tahití tras las complacientes nativas. Un género que navega por un mar donde los balleneros persiguen a Moby Dick y donde los navíos se baten con astucia. Generaciones de niños han gozado con estas historias, han intuido el reto de la vida en la metáfora del mar abierto, han soñado con desplegar las velas y salir al mundo a la busca de aventuras, se han identificado con un personaje romántico, rebelde y finalmente noble del pirata. Todo esto ha dado paso al gran espectáculo, al no va más de los efectos especiales y los kilos de maquillaje, a los inevitables monstruos marinos y los zombis deformes. Miré a la gente a la salida del cine: estaba aturdida, noqueada a causa de escenas trepidantes y del bombardeo de estímulos. Nuestro sino es haber construido un mundo de objetos, imágenes y propuestas cada vez más excesivas para intentar impactar a un espectador que, como un drogadicto, pide más y todo le sabe cada vez a menos. Entre las muchas crisis que nos aquejan, una de las más preocupantes es la falta de imaginación. Faltan buenas historias, faltan guionistas, falta talento. Marchando, cantaba Serrat, una de piratas. Pero de las de antes, please.

(Publicado en DN 21-VIII-06)

jueves, agosto 10, 2006

Masaje

Como tenía los ojos cansados y el cuello dolorido de mirar tanto al mar (mantener la mirada sobre el mar es un ejercicio de rara intensidad) me he hecho dar un masaje por una china que venía recorriendo la playa buscando un cliente con contracturas varias. Estando boca a bajo, con los ojos cerrados, he notado que cada nudo que la china me soltaba en la espalda mediante un golpecito de karate, parecido a un aplauso, era un pequeño conflicto que se iba deshaciendo, una hora de angustia que se evaporaba, una frustración superada. Al final de la sesión me he incorporado y la mujer me ha friccionado el entrecejo con un bálsamo creo que de tigre, de tal forma que cuando he abierto los ojos he visto un mundo distinto, amarillento, un tanto anticuado, y he descubierto que justo al lado, el vecino de toldo estaba leyendo, curiosamente, una voluminosa biografía de Mao. Después del masaje he sentido en un extraño equilibrio, y he podido repasar mis últimos meses de vida con una serenidad cercana a la clarividencia y tras este examen de conciencia me he sentido como alguien que sale renovado de un largo ayuno, dispuesto a ingerir poco a poco alimentos, y he comprendido que ya estaba de nuevo en condiciones de afrontar todos los retos, tareas, emboscadas, errores, obsesiones, miedos, y conflictos del próximo invierno y de registrarlos penosamente en una espalda totalmente renovada. Luego, sin poder evitarlo, me he dormido, y he tenido varios sueños breves, tumultuosos, ligeramente eróticos, llenos de espadas, dragones, kimonos y flores de loto. Cuando he despertado el mar se había agitado y apenas quedaba nadie en la playa. El sol estaba ya muy alto y sobre la arena, a contraluz, he visto pasar de nuevo a la masajista china con su gorra visera y su bolsita de plástico. Le he saludado, y ella ha hecho un gesto de despedida, como si me esperase para dentro de un año, en verano. Ni siquiera estoy seguro de que fuese la misma.

(Publicado en DN el 7-VIII-06)

domingo, agosto 06, 2006

Tierra a la vista


Para salir un poco del agua en estos días he leído ¡Tierra, Tierra!, memorias del escritor húngaro Sándor Márai,o segunda parte de su memorias, que se centran en el final de la 2ª guerra mundial y la llegada de los rusos -esa fuerza biológica en movimiento- al país. Puede que hoy en día prefiramos las memorias, el relato de la realidad a la pura ficción porque la ficción, por decirlo de alguna forma, ya no resulte creíble, y justamente lo real haya ocupado ya todo el campo de la imaginación. Aquí Marai es un escritor de carne y hueso que camina consternado por los cafés de Buda retratando la brutalidad dominante, la soberbia mentira comunista, la humillación del ciudadano y el fin de la vida libre, y por ende de la posibilidad de escribir o incluso callar impunemente. Lo que en tiempos llamábamos un auténtico reaccionario.
Marai apunta alto, se mide con el tiempo y con el Tiempo, retrata un momento y hace del momento una especie de vaticinio, un drama real y una enseñanza. En todo caso, hay alguna palabra recurrentes, algunos hitos, algunas apuestas alrededor de las cuales se levanta Tierra, Tierra. (La reivindiccaión de la burguesía, el valor de los libros, o el mismo idioma húngaro, finalmente la única patria posible para él, ese viejo idioma magiar de origen uralo-altaico, sea lo que esto sea.) Otra de esas palabras- clave es humanismo. Sí, huamnismo. Estuvo de moda hace tiempo, ¿alguien se acuerda? El existencialismo, se dijo, también era un humanismo. El asunto es que después de la experiencia de los nazis, y cuando parece que las cosas van de guate mala a guate peor, cuando el comunismo se cierne sobre Hungría y cien millones más de personas de Europa del Este, ante la indiferencia del resto de la Europa occidental, Marai, aún con cierto pudor, aún de pasada, habla del humanismo, lo reivindica, lo añora. ¿Qué es el humanismo? (O tal vez convenga decir ¿qué era el humanismo?)Marai, también con cierta vacilación, viene a responder que el viejo humanismo es una tradición específicamente europea (se nos ha olvidado ya, pero Europa era una promesa, un destino valioso hace unas décadas), que se puede resumir en la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, que no puede pasarse por alto, a la hora de conducir la sociedad, de dominar la realidad, de llevar a cabo proyectos y acciones, supuestamente en su beneficio, sedicentemente en pro de su liberacion, (no me liberen, por favor, podría ser un clamor que recorre la historia) al hombre concreto. ¡Qué extraordinaria menudencia!, podríamos decir. Nada menos que el destino, el sufrimiento, los ridículos o valiosos desos del hombre concreto. Contar con el individuo. Hacer las cosas respetando el derecho y la opinión del hombre concreto. O lo que sería lo primero: escucharle. Tal vez los escritores sirvan para algo así: para recoger la palabra del hombre concreto. Pero los escritores y sus escritos, en esta época, ya valen muy poco, como explica también Marai en este libro. Como hombre concreto, Marai se escapó de la tupida tela de araña tejida en su país, que todo lo iba axfisiando. Su libros estuvieron prohibidos en su patria todo el resto de su vida. Se fue. Abandonó. Prefiero que me coman los gusanos, a comer yo los gusanos, dijo. Había nacido el año 1900, como cierto siglo terrible. Se suicidó en 1989, unos meses antes de que cayera el muro, que es donde se despeñó ya ese mismo siglo. Años antes él ya gritó, ¡Tierra!

Ameba

Iba camino de la playa, para ver nuevamente el mar este año, pero el temible sol allí arriba, el ardiente calor de estas fechas me ha ido derritiendo poco a poco, de tal forma que cuando he llegado a la orilla ya me había deshecho totalmente y convertido en una mancha oscura y viscosa. Como una mancha de aceite me he desparramado hasta el mar y he comenzado a flotar sobre las olas, subiendo y bajando como un corcho, adentrándome mar adentro. El agua del mar estaba tibia, parecía un caldo y apenas me ha refrescado. Desde la superficie del agua he visto una reunión de medusas que no sabían que camino seguir, un bonito del norte que había decidido hacerse catalán (Maragall ha sido tan convincente estos años) y una especie de besugo con ojos desorbitados que creo que se había tragado un preservativo. Encima del agua he cerrado los ojos y me he sentido bien. Por un momento me he visto a mí mismo como una ameba, como un organismo más sencillo, sin piernas ni apenas cerebro, que es una situación óptima para el verano, en el que no suelen utilizarse ese tipo de protuberancias. Hasta he sonreído recordando un relato de Roth, en el que un comerciante judío se convierte para pasmo general en un gran pecho. La verdad es que como metáfora del verano prefiero la ameba, que es asexuada pero lleva una vida horizontal y sin complicaciones. A lo lejos he escuchado la sirena de los barcos pesqueros que volvían a la subasta del puerto con las sardinas y los lenguados, y por si acaso he reptado sobre el agua nuevamente hacia tierra, que es mi medio, pues he recordado que estábamos invitados a una barbacoa y no era cosa de llegar tarde. Al salir del agua me he llenado de arena y he tenido que estar un rato bajo el riego por aspersión del vecino. Luego he entrado en la recepción de un hotel que tiene aire acondicionado y bajo el chorro de aire gélido me he ido recomponiendo poco a poco, recuperando mi forma habitual, alejándome de la ameba y he vuelto a casa como un rosa.

(publicado en DN 31 julio 06)