lunes, marzo 24, 2014

Lumbre

Cuando muere, o está a punto, alguien como Suarez, los periódicos y televisiones desempolvan las necrológicas que tienen preparadas,   y en esos resúmenes de una vida tan intensa, que ha tenido la paradoja de desaparecer del todo en la memoria de su protagonista, hemos podido ver la figura de un Suarez que en todo este tiempo apenas ha cambiado de talla de traje, y que casi siemrpe sale fumando, echando humo en esas reuniones con Carrillo junto a una mesita, o en aquellas del consejo de ministros en las que sobre la mesa había una decena de muertos de Eta, un general secuestrado, y un montón de airados brazos en alto,  por no hablar  de sus tiempos de camisa azul, cuando todo lo que pasaría después era inimaginable,  o con esa expresión  tensa  que se convirtió en un suspiro de alivio, cerrando los ojos, cuando las cortes franquistas acuerdan su defunción, así, una tras otra desfilan en la pantalla esas imágenes en las que reparte sonrisas, o departe con un rey que parece un primo más alto y rubio, hasta  su aparición el día que dimite por la tele, desencajado, tras la cual, siempre, inevitable, llegan las tomas del 23F en las que se niega a tirarse al suelo cuando Tejero lo ordena, algo que todavía lo sigue engrandeciendo, como bien contó Javier Cercas en su libro sobre aquellos días, en los que se le hace por fin justicia.  De ese 23F  le he oído ahora hablar a Suarez en una entrevista que han repuesto,  en la que dice que no se tiró al suelo porque eso  no puede hacerlo un presidente y en la que explica que ese día, estando retenido,  para medir si conservaba cierta  autoridad sobre los guardias que le custodiaban, se levantó, como no, para pedir tabaco -aunque yo llevaba tabaco, aclara- y como el guardia no dijo nada, se levantó otra vez a por lumbre -aunque llevaba lumbre, dice- y tampoco el guardia le dijo nada. En ese juego de hacer un movimiento para ver la reacción; en ese tentar la suerte y tomar nota,  puede que esté  toda la sabiduría política de Suarez, que se arriesgó a dar pasos mirando de soslayo a todos los que le vigilaban, implacables, como si avanzara por un campo de minas.
(Publicado DN marzo 2014)

viernes, marzo 21, 2014

Calor



Esta es la historia de un verano en el que hizo en Londres un calor espantoso durante muchos días, la hierba amarilleaba y la gente iba sofocada a todas partes, y este calor opresivo es el marco sofocante de una trama  donde  en las primera página vemos cómo un tipo recién jubilado se despide de su esposa para ir a comprar el periódico, como todos los días,  y desparece sin dejar rastro,  no se vuelve a saber de él; esto es un buen detonante para una historia,

porque da lugar a que aparezcan los distintos personajes, en este caso los tres hijos que vuelven a encontrarse con su madre, y de los que vamos descubriendo su pasado,  la red de afectos y desencuentros que el tiempo ha ido tejiendo entre ellos: es claro que el padre ha sido un hombre metódico, cumplidor en su trabajo, pero un tanto ausente, como suelen serlo los padres,  apenas se habla de él en la novela, los que aparecen son  la madre: una enérgica mujer irlandesa muy católica, que  no entiende lo que los hijos han hecho con su vida, y los tres hermanos que ahora vuelven a encontrase y recordar el tiempo pasado, las distintas maneras en que sobrellevaron a esa madre un poco excesiva  por la que sentían vergüenza y que se vino abajo cuando dio a luz a la tercera hija, una niña que no paraba de llorar, inadaptada, agresiva,  llena de  problemas desde el principio, de los que la hermana mayor  intentó proteger a la  madre, mientras el chico iba  a lo suyo. Se trata de una historia familiar, cualquier historia en realidad lo es, nuestro destino se juega en ese entramado,  en lo que hacemos con ello, pero es difícil contarlo con la agudeza y profundidad con que lo hace Maggie O´Farrel en “Instrucciones para una ola de calor”, un libro lleno de detalles certeros y de sentimientos creíbles, muy lejos de la impostura habitual. Leyendo a O´Farrel he pensado si la suya no tendría que ver con una forma femenina de contar las cosas, de detenerse en aquello en lo que un hombre no suele reparar, de fijarse  en lo que hay detrás de lo que nos deslumbra.  

martes, marzo 18, 2014

Conocer a una mujer


Henning Mankel dijo que le gustaría escribir un libro policiaco en que no hubiera crímenes. Este es un  libro de un espía que ya no espía,  tan solo recuerda algun detalle de su ultima misión frustrada. Ahora vive en un barrio de Tel Aviv con tres mujeres: su hija, su madre y su suegra, a quienes apenas conoce. Es un libro de hace años donde se leen bellos nombres hebreos: Ramat Lotan, Metula, Yoel. Oz es de Jerusalén y perdió un hijo en la guerra del Líbano. Leyéndolo, he pensado que se nota que  el libro está escrito por un hombre, que tiene algo estrictamente masculino. Conocer a una mujer, esa es la cuestión.

lunes, marzo 17, 2014

Crocus

Hace unas semanas A. me envió la foto de un crocus que había visto en el pirineo y que, según él, anunciaba la cercana primavera. Hacía mucho frío entonces, y por el monte, cerca del crocus, todo estaba nevado. Pero esta flor parece ser una especie de heraldo, una anunciadora de la estación de las flores. Me pregunto que anima al crocus a arriesgarse y aparecer
Luego, A. me avisó de que en Pamplona, cerca del Planetario, los crocus habían colonizado una ladera. Hasta hoy no he podido ir a verlos. Amarillos, blancos, fucsias, los humildes crocus se desparraman sobre la hierba. Un poco más allá, los árboles del jardín japonés, junto al estanque, han optado por el rosa chillón, como si fueran de boda.  Un escándalo que   atrae a los abejorros. 

jueves, marzo 13, 2014

Gabas

Esqui de montaña.

Seymour

Nada más conocer la noticia de que el gran Philip Seymour-Hoffman, ese actor gordo de piel rosácea, había sido tan aguafiestas como para morirse en el baño de su casa con una jeringuilla clavada en el brazo, pensé en aquella película de Lumet en que trabajó: “Antes de que le diablo sepa que has muerto”, que  a pesar de tener este título imposible era una auténtica tragedia griega donde dos hermanos atracan la joyería de sus padres y las cosas van de mal en peor, y  allí el de Seymour  es un papel oscuro, el de un ejecutivo con deudas que manipula y abusa de su hermano pequeño y  que trata de escapar de la realidad inyectándose heroína, algo que a día de hoy parece una premonición, como si su vida real se hubiera trasladado hace tiempo a la pantalla, que es donde  este actor distinto, hipnótico, ha brillado durante un tiempo demasiado corto. Recuerdo cómo logró empequeñecerse y afilar su voz para parecerse a Capote, o cómo encarnó a ese cura repleto de ambigüedad en “La duda”, donde no sabíamos si se trataba de un abusador o éramos nosotros, como Meryl Streep los que nos pasábamos de listos. Ahora Seymour ha muerto en un retrete por una sobredosis de heroína, como si todas esas cosas en las que ciframos nuestros deseos: la fama, el prestigio, los premios, el dinero,  no sirvieran  nada;   como si justamente  tenerlo todo  fuera el peor de los negocios. Cómo explicar, si no, que Seymour apostara todo lo que tenía contra un goce mortífero más potente que cualquier otra cosa, como si fuera  uno de esos personajes que bordó, llenos de dobleces, atormentado, tan débil detrás de su fachada de autosuficiencia, que sale a la calle de pronto a por una papelina de heroína para abandonarse y olvidar. Creíamos que el caballo era una droga pasada de moda, la de los viejos heroinómanos de los 80,  esos santos mártires yonkis que cantaba Berrio, que murieron de sida o de sobredosis, pero ahora vuelve por sorpresa con este tipo brillante en la cima de todo que sonríe desde la pantalla, su mechón rubio, sus pequeñas manos moteadas,  para siempre.
(Publicado DN)

miércoles, marzo 12, 2014

La gran belleza

La gran belleza: una forma de decir adiós a un año amargo, he leído en algún sitio sobre la película de Sorrentino que ahora puede verse en los cines (mejor en versión original),  una especie de Dolce vita puesta al día, con fiestas que recuerdan a Berlusconi, monjas visionarias, enanas, jirafas, paseos por el Tíber, o esos flamencos que levantan el vuelo desde la terraza frente al Coliseo; guiños a Fellini pero también a Pasolini, y un personaje desengañado que  pasea por la noche de Roma, sus palacios, sus fuentes, sus azoteas; un tipo sesentón de vuelta de todo, que ha desperdiciado su talento en nimiedades, sin emprender nunca nada sólido, posponiendo, viviendo solo de noche, yendo de fiesta en fiesta, para descubrir que en el corazón de toda fiesta, en realidad, anida una gran tristeza,  que en el centro de la juerga no hay nada que celebrar salvo el puro exceso, envoltura, purpurina, esos trenes en que se enganchan unos a otros los invitados y que son los mejores, como dice el cínico Jep Gambardella, el nuevo Mastroniani, porque no van a ninguna parte. Hasta aquí hemos llegado en el tren del 2013 que no iba tampoco a ninguna parte, repudiado por todos, hasta que ha desembocado en este 2014 que ya se estrena con otro aire, ha hecho falta que cambiáramos un 3 por un 4 para que todo cambiase y a la vez siguiera igual, en plan gatopardo, y de pronto las cifras mejoran como si fueran el regalo sorpresa oculto en el zapato, parte del guión previsto: ahora toca ya otra cosa, las calles rebosan de gente estos días,  esperanzadas. Por las vacías calles de Roma  Jep busca una última oportunidad,  aspira a una suerte de pureza perdida, un primer amor, algo por fin verdadero. Hay en esta película una fuerza conmovedora en las imágenes, una mezcla de lo sublime y lo zafio, una suerte de exceso que viene del barroco y el catolicismo romano, tan nuestros, la mezcla de lo santo y lo pagano, las fiestas, las cabalgatas y las santas que comen raíces. Se fue 2013. Nunca ha habido una noche tan larga que dejara sin aurora al mundo.
(Publicado DN)