martes, julio 21, 2015

Dublín



Dublín está lleno de estudiantes este verano, grupos de jóvenes italianos y españoles que desfilan por el Trinity College sin levantar la vista de los móviles, adolescentes a los que se ha facturado para lograr una tregua familiar  y para que aprendan  algo de inglés,  si es posible, lo que es una paradoja porque este país, Irlanda, se construyó contra Inglaterra, logrando costosamente la independencia del poderoso vecino, lo que debía servir, entre otras cosas, para recuperar el idioma gaélico, cosa que no consiguió, pues intentar gobernar las lenguas contra su deriva y, sobre todo, contra la  voluntad de los hablantes es causa perdida y fuente de dolor, de hecho estos chicos que pasean por Dublín se pasan  enseguida a su lengua y se ríen entre ellos, excitados, sin saber que son parte del negocio de este pequeño país que también fue rescatado hace 33 meses y que ahora mira a Grecia con sorpresa, como a un niño travieso, encogiéndose un poco de hombros:  33 meses en los que ha hecho los deberes sin grandes protestas ni aspavientos, este es un país pequeño, un poco derrotista y a la vez muy socarrón, no tiene, en realidad, nada de la altivez británica, aquí todo es más modesto y amable y los días  son incluso más nublados, hasta el punto que se podría decir que hay dos Dublines: el de allí fuera, y el recogido Dublín de los pubs que proliferan por todas partes, algunos desde hace siglos, como templos, y que son esa otra ciudad donde  estar a salvo, lejos de la intemperie de esta isla, en un ambiente tibio y enmoquetado, donde todo el mundo parece feliz y le brillan un poquito los ojos. Este es el lugar que ha dado a luz  a los grandes escritores de Irlanda y del idioma inglés, desde Swift a Wilde y los de hoy,  tipos que  mientras veían bajar  la espuma de una pinta escribían la vuelta al mundo de Ulises por las calles y puentes de  Dublín, lo mismo que   en España la mejor prosa se hacía en los viejos cafés y las tertulias, otros tiempos. Ahora la gente viene y va por la calle, se oyen voces en italiano y en francés y al fondo, indefectible, se lamenta una gaita. 
(Publicado en DN 20 julio) 

lunes, julio 20, 2015

Chester Beatty

He bajado en Dame Street, en Dublín, y he andado despacio hasta Castle sorteando gente -la ciudad está atestada estos días- y he entrado en la Chester Beatty library solo, dispuesto a demorarme en estas salas donde reposa el mundo, pues todo está en los libros y he visto las figuras en perfil del Libro de los muertos, las historiadas letras de De natura rerum,  las  inconfundibles ilustracione Durero; he seguido la trama de la caligrafía islámica, esa rama de la  mística, pues no en vano  al copiar las palabras del Corán se están copiando las exactas palabras de Dios  y en un párarfo perfecto, estaba escrito en un solo trazo que  la pureza de la escritura procede de la pureza del corazón.
En el segundo piso, el  de las religiones, se exponían fragmentos del evangelio en griego y copto, rollos etípopes de plegarias con Los secretos nombres de Dios, las ilustraciones multicolores del famoso cuento de Oeyama, en Japón,  en el que el guerreo Kaiku vence al demonio Roji y rescata a su amante secuestrada. Después de todo esto,  he pensado que ya era suficiente y  he bajado al café como quien vuelve de un viaje en que se han dejado muchas cosas sin ver. Puede que el libro, tal como hemos conocido, he pensado,  ya no exista. Pero nos quedan bibliotecas como esta del magnate Chester Beatty, quien, en el momento preciso,  compró por todo el mundo durante 60 años  estos libros preciosos,  iluminados: los que comienzan con una inicial historiada y hecha en oro, los que  se demoran en  ilustraciones que replican al texto, haciendo de la palabra escrita, donde reside todo el poder -el de las ideas,  las creencias y los saberes-  algo bello.
 Pienso en esta biblioteca dentro de muchos años,   vagando en un planeta que brilla en la oscuridad,  como un mensaje que espera respuesta.

viernes, julio 17, 2015

Escritores

El escritor Petros Makaris

Ya no vienen los que antes venían. Como aquel Arthur Miller, por ejemplo, con su mujer, la fotógrafa Inge Morath, y con el nobel antillano Walcott, que pasaron en 1997 por aquí, no muy impresionados, la verdad,  por los sanfermines, hasta el punto que algún día prefirieron irse a Zugarramurdi, en busca de brujas, lo mismo que Hemingway, según parece,  iba al Irati en busca de truchas.  Ahora se cumplen 100 años del nacimiento de Miller, de quien todo el mundo sabe que estuvo casado con Marilyn Monroe y escribió ese drama soberbio que hemos visto sobre todo en el cine: Muerte de un viajante. Miller había leído Fiesta pero evitó juzgarla. Ese libro, en realidad, lo cambió todo. De Fiesta se rodó hace mucho una película venerable, en blanco y  negro, pero no aquí sino en Morelia, Méjico, y ni Ava Gardner ni los demás pasaron por Pamplona, una pena. Ya no vienen escritores de relumbre a sanfermines, aunque sí cocineros y puede que esto signifique algo. Un escritor de lejos entiende poco de lo que ocurre, porque aquí funciona cada vez más lo centrípeto, en vez de lo centrífugo, por decirlo así. Aquí, tal vez debiera haber venido el griego  Petros Makaris, el del inspector Janitos, a quien todo el mundo quiere entrevistar ahora, que ya profetizó en alguna de sus novelas negras -nunca mejor dicho- la salida de Grecia del euro, a la que seguían, por cierto, Italia y España. Más que drama, tragedia. Makaris no se engaña sobre su país ni admite paños calientes. La culpa de lo que está ocurriendo no es del resto de Europa, sino de nosotros mismos, los griegos, dice. A su juicio, Tsipras terminará aceptando un acuerdo peor que el que más o menos rechazaron en el referéndum, donde no se sabía  bien qué se votaba. Seguro que Makaris, incluso el sagaz inspector Janitos, de haber estado en Pamplona el 6 de julio, se hubieran sorprendido mucho, pero no por la colocación de la ikurriña, que es una vieja lata,   sino por la bandera griega que también se vio en un balcón, como si fuera un ejemplo, un modelo a  seguir, una declaración de principios.  Pobre de mí.
(Publicado DN 13 julio)

lunes, julio 06, 2015

Acordeón


Intenté dormir un rato más, antes de que todo empezara, pero  al poco vi que no iba a ser posible porque justo debajo de mi ventana, en el banco que queda a la sombra, había comenzado a tocar el acordeonista itinerante que aparece cuando nadie lo espera,  que ya debía haber  llegado para las fiestas, y se puso a ejecutar –el chiste es obvio- su escuálido repertorio: ya no estas más a mi lado, corazón, bésame mucho, clavelitos, etc. una y otra vez, sin caer en el desaliento pese que el calor y la hora y la fecha eran, sin duda,  las peores para que nadie le hiciera caso  y, sin que pudiera ya pegar ojo, le oí repetir una y otra vez su canción, como una noria que sube y baja -la gran noria que este año no ha venido-, y ensartar sus sonidos machacones como cuentas de un collar, y poco a poco me fui pese a todo adormilando, enredándome en un sueño en que yo iba en un tren que daba vueltas y vueltas sin parar, en una montaña rusa que se aceleraba y paraba al son de la música, hasta que algo me hizo despertar. ¿Qué ha pasado?, me dije, y caí en cuenta que el acordeón había parado, que era el silencio lo que me había desvelado. Era como ese temible silencio que se hace en medio de la batalla, o de un bombardeo.  Puede que estemos en un nuevo momento, pensé entonces, adormilado, puede que dentro de poco cambie de una vez el gobierno, que Grecia venza a todos, o pague sus deudas como quien invita a otra ronda, puede que incluso mañana el orden cósmico se interrumpa y los tendidos de sol aplaudan al palco, mientras los de sombra permanezcan circunspectos, pero es imposible que esta música repetitiva haya parado, me dije; es más, recordé, esto es solo el comienzo de lo que viene y, enseguida, como si me hubiera oído, el acordeón volvió a las andadas y atacó la música de los pajaritos, que sonaba rara, como si no tuviere fuelle,  y mientras miraba la hora en la mesilla, en la que alguien había dejado un pañuelo rojo,  oí a lo lejos  un estampido y luego un fragor parecido a un lamento o un  grito de guerra que crecía y se llevaba al acordeón y a todo por delante, como un tsunami.
(Publicado DN 6 de julio)