martes, noviembre 29, 2016

Agradecimiento


Oliver Sacks
La muerte de Fernando Redón a los 87 años, después de una vida larga y cumplida, apasionada por tantas cosas, y  que deja la sensación de que alguien se ha ido  después de vivir a fondo, y que el viaje ha merecido la pena,  me ha hecho recordar  las páginas que dejó escritas Oliver Sacks, un conocido neurólogo americano, además de buen  escritor,  autor de libros como “El hombre que confundió su mujer con un sombrero”, quien con un pié en el estribo nos dejó un último libro para darnos las gracias.  Cuenta Sacks cómo un  día descubre con sorpresa que ha cumplido 80 años y siente que todavía se encuentra muy bien, feliz de estar vivo, satisfecho de seguir trabajando en lo que le gusta, de poder pensar,  escribir y hacer ciencia.  Reconoce que ha pedido vigor, que es más lento y que se le olvida casi  todo, pero que también hay días que se descubre muy creativo y  lleno de energía. A los 80, parece tener  todavía mucha vida por delante. Al mirar atrás,  confiesa que solo se arrepiente de haber perdido mucho el tiempo, una queja muy común, por cierto,  entre  los que han hecho mucho;  también de ser muy tímido,  a pesar de ser viejo y de hablar una sola lengua. Poco tiempo después, a los 81, le  descubren un cáncer incurable de hígado y le dan unos pocos meses de vida. “No puedo decir que no tengo miedo”, escribe Sacks, pero enseguida añade que lo que domina en él es, sobre todo,  un sentimiento de gratitud. “He amado y he sido amado. He recibido mucho y algo he logrado devolver. He leído, viajado y escrito. Sobre todo  he sido un ser consciente, un animal pensante sobre este planeta bellísimo, lo que supone un gran privilegio y una grandísima aventura”. Lo dice alguien que fue un joven homosexual en una familia que no le aceptó,  alguien que ha vivido lo suficiente para apurar también la copa del dolor y las frustraciones que conlleva vivir.  Es, desde luego, un bello testamento que nos reconcilia con nuestro destino, sobre todo  en una época como ésta, tan lejana de ese viejo saber sobre la muerte,  y donde nada parece bastarnos. 
(Publicado Diario Navarra 28/XI)

lunes, noviembre 21, 2016

Trifulca

Protesta en Alsasua por las detenciones.
Ya no se habla de los hechos de Alsasua en sí, sino de que la juez ha decidido considerarlos terrorismo y van a ser juzgados en la Audiencia Nacional, lo que puede ser discutible pero da lugar a que se presente a los autores como víctimas, tratando de disculpar o de quitar importancia a una conducta que pone los pelos de punta, y que nos descubre de pronto cómo en muchos sitios la cultura del odio, sembrada durante años, todavía persiste. Esta operación ya empezó hace días, por medio del calculado uso de las palabras,  que  nunca son inocentes, llamando a la paliza a dos guardias civiles y sus mujeres “trifulca”, palabra  castellana que se refiere a lío, desorden, riña entre varios, como si se tratase de una pelea tumultuaria, una reyerta de todos contra todos, sin duda para encubrir que se trata de una agresión en grupo a dos hombres indefensos  y sus parejas  por el hecho de ser policías. No es una pelea de gamberros, sino una paliza deliberada de unos  energúmenos, que es una palabra sonora y griega que viene al caso, con la cabeza llena de serrín ideológico. Como los que han atacado estos días a un repartidor de pizzas en Inglaterra, por ejemplo, por ser pakistaní. No es trifulca y hay que decirlo, porque se empieza cediendo con las palabras y se termina cediendo en las cosas. Cuando una banda de energúmenos dan un  paliza a un musulmán  o a un  gay por serlo, cuando se prende fuego a un mendigo o se tiran monedas riéndose a unas gitanas,  no hablamos de una trifulca porque cometeríamos el pecado de llamar a las cosas por los nombres que no son, lo que es una de las peores formas de mentira, como acertó a expresar bien aquella madre coraje, la de Pagaza.  Cuando uno elige la palabra trifulca, lo que intenta es pasar de puntillas por encima de la verdad, y contar lo que no fue, lo que nos hace un flaco favor a todos, en especial a quienes se intenta disculpar, a los que se les impide enfrentarse a sus propios actos y darles la oportunidad de cambiar. Será lo que sea, pero no trifulca.
(Publicado Diario Navarra 21/XI)

lunes, noviembre 14, 2016

Cohen

Ha muerto Leonard Cohen. “Estoy listo para morir. Solo espero que no sea muy incómodo”, había dicho hace poco. Siempre fue muy certero con las palabras. Cuando recogió el premio Príncipe Asturias hizo un buen discurso en el que contaba como se hizo cantante gracias a un guitarrista callejero español, que se suicidó,  y cuando le dieron el Nobel a Dylan, a pesar de que  puestos a elegir un cantante quizás él se lo mereciera más,  dijo que  era como si le hubieran puesto una medalla al Everest. Tras anunciar su propia muerte no le creyeron, porque la muerte es de por si increíble y tuvo que aclarar que había exagerado. En nuestro inconsciente,  todos somos inmortales. El caso es que cumplió su palabra y se fue  poco después, justo cuando Trump llegaba a la gloria, como si tirara la toalla ante alguien con el que no tiene nada que ver, no solo por su ideas, que posiblemente las cambie si le conviene,   sino por el contraste ante un modelo de masculinidad  tan distinto al suyo, un retorno de un hombre más primario, mucho más ostentoso, en el fondo el retorno  del padre temido y  brutal pero lleno de certezas, al que uno admira y odia  a la vez. Un hombre de una pieza  para quien las cosas son blancas o negras, que detesta la ambigüedad sexual y que proclama unos valores que él mismo, como suele ocurrir,  se cuida de no seguir. Puede que  Trump sea el triunfador del momento, pero en realidad es un hombre del pasado,  un poco de mentiras, sobreactuado; uno que puede llevarse a las mujeres que quiera con la chequera, pero que sabe  que el que  de verdad las enamora es alguien como Cohen, capaz de sentirse frágil sin miedo y de expresar lo que siente y susurrarlo al oído.  Ser como Trump, además,  es agotador. No es fácil defender  una reputación así a todas horas.  Es imposible hallar allí un poco de serenidad. Cohen se arruinó, vivió en un monasterio budista y luego volvió a la carretera a cantar de aquí para allá y se apagó de pronto, como había anunciado.  Parecía que el éxito era una molestia que no podía evitar. “El amor no tiene cura, pero es la única cura para todos los  males”, dejó escrito.
(Publicado Diario de Navarra 14-XI)

lunes, noviembre 07, 2016

Baroja

Aguas de Menorca. Garcus.
Cuando volvía a casa, después de escuchar una conferencia sobre Baroja, muerto hace 50 años, recordé a J., una de las personas más generosas que he conocido, y aquella vez en que, tras una desgracia impeorable, como dijo alguien, nos invitó a su casa de Menorca, y allí, después de pasarse todo el día trajinando de aquí para allá, asando en la barbacoa pimientos y berenjenas, hinchando la barca, yendo a Mahón a por pescado, sopesando una langosta de Fornells, dando órdenes, navegando, pelando gambas, finalmente se iba a la cama, donde él caía redondo y los demás descansábamos,  pero a la mañana siguiente siempre  era el que amanecía primero, y por mucho que yo madrugara para tratar de ganarle, cuando salía al porche lo encontraba allí sentado frente al mar, mirándome por encima de la gafas con un libro de Baroja sobre las rodillas, al que volvía enseguida, después de sonreírme, como si le hubiera interrumpido,  mientras el sol comenzaba a subir en el cielo impoluto. Recuerdo un  día lluvioso en el que  dimos un largo paseo por la isla, entre aromas de manzanilla y pino, y otro día que pasamos a la tarde junto a un chalet y vimos a los componentes del grupo Deep Purple, a quien yo había escuchado con furor en mi juventud, sobre todo aquel disco “Made in Japan”, que todavía retumba en mi cabeza, arrastrándose  a duras penas por el  jardín.   Recuerdo muchas cosas de aquel viaje: las risas y los silencios, la botella de ginet,  la luna a la noche reflejada sobre el agua,   pero sobre todo recuerdo  la imagen de J en el jardín,   bajo la luz azulada del amanecer, atrapado por la prosa desmayada de Baroja que  lo mismo presenta a  un tipo en dos brochazos, que dice de una calle que era larga y olía a pan, y con eso basta; le veo  allí  leyendo tranquilamente mientras la casa duerme y el día espera;  veo cómo levanta la vista,  mira a lo lejos  y vuelve enseguida al libro -si junto a tu jardín, dejó dicho Cicerón,  tienes la biblioteca, lo tienes todo- y  si pudiera elegir un momento o pensar en la felicidad, no  se me ocurriría algo  mejor.
(Publicado Diario de Navarra 14/XI)