miércoles, junio 27, 2018

Día de gloria


"Esto es la gloria literaria", me dijo el editor mientras conducía, o más bien seguía parado en la carretera de Extremadura, camino de Prado del Rey, mirándome por el retrovisor, al verme comer un bocadillo de jamón que yo había comprado a toda prisa en Atocha, donde paramos un momento, y aunque el camarero tuvo que cortar con tino las lonchas del pernil y hacerme el bocata de dimensiones considerable, pues uno más pequeño no cabía en su planes, apenas fueron un par de minutos lo que el editor tuvo que esperarme en segunda fila antes de salir pitando. Ese día de gloria era  un día de calor infernal, con citas que iban comiéndose unas a otros, y  había comenzado muy de mañana, cuando tomé el tren en Pamplona. La noche anterior un pirómano dio fuego a los coches que encontró aparcados en un callejón junto a mi casa, entre ellos el mío, que quedó totalmente calcinado y me hizo perder toda la jornada en trámites, policías y lamentos. Luego, la mañana de la partida, de madrugada, cuando cerré los ojos en el asiento,  una voz informó que el tren no podía salir debido a un atropello en la vía, a varios kilómetros. "Están esperando el juez", dijo un revisor encogiéndose de hombros, lo que auguraba lo peor. Había un muerto en la vía, bajo un mercancías que estaba parado y no se podía pasar. Demasiados obstáculos. Yo había quedado con el editor a la 1, tenía tiempo suficiente, me dije, pero un escalofrío me recorrió al espalda, y sentí pánico ante el día que me esperaba: entrevista en la radio, grabación de medios, y presentación en una librería, y sentí  frío dentro del tren aunque hacía calor. ¿Cuánta gente, de la mucha que había avisado, le daría por ir a la cita? ¿Sería un buen día? ¿El calor o  el mundial de fútbol supondrían mucho enemigo? "Siempre es mundial cuando se trata de libros", me había dicho  un amigo que me había prometido ir. Era verdad. Lo de menos, le había dicho yo a alguien hace poco,  que además no me creyó, es escribir un libro; lo más laborioso hoy en día viene después: presentaciones, firmas, convocatoria, intentos desesperado de que la gente acuda, que se venda algún libro, que se comente el acto, subirlo a Facebook, difundirlo aquí y allá. Todo esto me tenía frito. Totalmente sobrepasado. "Tienes lo merecido", me decía una voz interior, esa que nos empuja a quedarnos quietos. Todo aquello iba contra mi comportamiento natural que, si bien es capaz del esfuerzo, la voluntad y la ambición y tiene la necesaria dosis de vanidad,  no está preparado para la insistencia y la mercadotecnia, y tiene cierto pudor a  mostrarse ante los demás. Es más difícil gustar a unos pocos, que gustar a muchos, recordé.   En un pequeño círculo es difícil complacer a todos. Una masa ante un libro que dicen que es bueno no es tan crítica. Ahora, en el tren, demasiado tarde, pensé que aquello había empezado con mal pie, y me hundí en el asiento. Al rato, el revisor pasó de nuevo y comentó en petit comité que iban  a intentar anclar el tren al de Barcelona y utilizar una vía alternativa, por la Rioja, para llegar, dando un rodeo, a Castejón. Al poco el tren partió y efectivamente dio una vuelta enorme por Vitoria, luego a Logroño y finalmente  hasta el nudo de Castejón, por una suerte de lógica ferroviaria que no está al alcance de cualquiera, de tal forma que lo que debía haber durado 40 minutos nos llevó más de dos horas y media. Una vez en Madrid   tomé el cercanías y  fui a la cita con el editor -que aun tardó otra media hora en llegar-. Luego,  tuve que dictar 114 caracteres sobre mi obra para Twiter, grabar en frío  3 minutos sobre el libro y otros 3 minutos sobre una película, a mi elección. Elegí Ciudadano ilustre, que es la historia de un escritor argentino a quien dan el premio nobel y se convierte en una momia gloriosa, incapaz de volver a escribir, un tipo hosco que rechaza invitaciones y homenajes y que, contra todo pronóstico,  acepta viajar a su pueblo, Salas, un lugar remoto e inhóspito de donde salió hace muchos años (es lo mejor que he hecho en mi vida, dice)  y  donde nunca quiso volver. Allí es recibido como una gloria, pero pronto empiezan las hostilidades. La envidia soterrada, la frustración de que el escritor no siga el juego, la evidencia de que su obra ha retratado el pueblo como un lugar sórdido y gris y a sus gentes como simples y embrutecidas. El horror de la patria chica. La necesidad  cortar amarras. El puro vacío de la cultura oficial.  La verdad es que me salió bien. Después de eso es cuando cogimos el coche hacia Prado del Rey y me comí el bocadillo, no todo,  porque al llegar aun me quedaba la mitad y noté que había llenado el coche de migas, así que lo envolví con cuidado y lo dejé en el asiento. Dentro, grabamos una entrevista y después, en el programa, habló un descendiente de Jardiel, el gran humorista, a quien el domingo iban a hacer un homenaje en el que la gente debía ir con un imperdible. Al terminar, mientras tomábamos un café de máquina hablamos un rato de la situación del mundo, en especial de los libros. Todo era bastante desolador. Las editoriales apenas subsisten, salvo dos grupos multinacionales, las librerías desaparecen, el libro electrónico se piratea, el gusto se pierde, la gente que trabaja en cultura en los medios cobra miserias, la crítica seria no existe prácticamente.  Así están las cosas, dijo el editor. Ese es el mundo que hemos logrado. Siempre es mundial para el libro, le dije. Todo el glamour y las bellas palabras de la cultura, pensé ante el café de máquina,  esconden una trastienda de precariedad y esfuerzo. Es como la tramoya de un teatro, la  pura apariencia que cuando uno se acerca ve los remiendos y los trampantojos. En cierto modo vivimos la época de la caravana  por los pueblos, del ñoque y la función doble a bajo precio. Todo tiene, sin embargo,  el relieve y la compleja trama de la vidad real.   Cuando salimos hacía más calor todavía. Por el camino el coche entró en un largo túnel con muchas salidas, como si fuera un juego de buscar la correcta y evitar la que lleva directamente al infierno, pero por lo menos allí no hacia tanto calor. Cuando me dejaron en el hotel –al salir, me dijo con un tono parecido a cuando me habló de la gloria,  que no me olvidara del resto de bocadillo- me encontré agotado. Todavía tenía por delante la presentación en la librería. Tomé una ducha, me tumbé un rato con las imágenes del día dando vueltas en la cabeza, y luego tomé un zumo. En Lavapiés, a las 8,  la gente empezaba a salir  a la calle y llenar las terrazas de la calle Avemaría que está en cuesta y da la sensación de que las mesas y la gente se mantienen en equilibrio. La verdad es que fue todo de maravilla. Seguramente estaba tan cansado que no pude ni ponerme nervioso. Hubo música y sonrisas, y la gente que vino estaba interesada y el diálogo fluyó fácil, como la circulación hacía un rato,  cuando íbamos por la carretera de Extremadura y de pronto comenzó a aligerarse y tomar velocidad. Después del acto tomamos algo en un local que parecía vegano pero que no lo era. Al volver al hotel pensé en el Ciudadano  ilustre, en la vuelta a su pueblo, en lo equívoco de la gloria,  en la forma tan curiosa con la que cualquier cosa puede ser fuente para la escritura. Sobre la mesilla estaba el resto de bocadillo lánguido, envuelto en papel de plata, como los restos del largo día.

sábado, junio 23, 2018

Presentacion en Madrid. Agradecimientos.


Foto Paco Manzano. Livemusic

Paco  Manzano estuvo en Burma y ha hecho esta entrada sobre el acto en su portal Livemusic que le agradezco y que os dejo aquí

jueves, junio 14, 2018

Presentación Madrid



 El próximo día 21 de junio, jueves, presento en Madrid, en la librería BURMA mi libro Viaje a Fardelia. Ojalá tengáis un hueco y podáis acompañarme.

sábado, junio 09, 2018

En la Plaza


Era junio, pero hacía frío cuando entré en la caseta en plena plaza, con el boli en el bolsillo, a tratar de vender alguno de mis libros y, pese a mi timidez, de vez en cuando me dirigía a los escasos transeúntes que miraban las portadas con cara de desconcierto, para decirles que yo era el autor de ese libro con humor, en  el que un viejo profesor viajaba a un país inventado, tras lo cual me miraban un  momento, a veces balbucían algo y luego se iban por donde habían venido, mientras yo trataba de decirles  que ese país inventado puede que fuese nuestro mismo país, y así el tiempo pasaba, de pronto llovía y luego paraba, el sol apuntaba para ocultarse de nuevo, la gente no terminaba de aparecer, todos alargando la siesta, apenas un  goteo, y la cosa estaba muy parada, se decía en voz baja, corría la consigna por las casetas que iba recorriendo un hombre con un palo largo con el que pinchaba en los toldos para desaguarlos, de tal forma que el agua caía de pronto a borbotones, lo que no parecía afectar  el escritor que estaba conmigo, que tenía más labia, y explicaba con soltura a una pareja de chicas la trama de su libro, que en realidad eran cinco novelas reunidas que les fue resumiendo (yo mismo me hice un poco de lío escuchándole), tras lo cual las chicas dijeron que se iban a dar una vuelta, y que si es caso ya volverían. Es difícil vender un libro si está porque no. Es duro que un producto requiera casi quince minutos de exposición por su creador para nada, me dije. La pierna izquierda la tenía ya un poco entumecida y algo me decía que allí no había nada que hacer.  Al rato, el escritor de las novelas reunidas se fue, y vino otro, que había escrito uno de prosa poética con una fotógrafa, que también entró en la caseta, con lo que a ratos éramos más los que estábamos dentro que fuera, lo que producía una sensación extraña, como si apenas quedara gente que no quisiera ser escritor, como si el lector fuera ya una rara avis, y fuéramos los autores los que tuviéramos que pedirle una firma, porque la gente que pasaba, se notaba de lejos, en cuanto veías su cara de póker ante los libros o su falta de reacción  a las explicaciones, no eran exactamente lectores, no iban buscando nada en especial,  una nueva obra de alguien a quien siguieran, no tenían necesidad de leer, sino que se acercaban a los libros como quien se acerca al campo para que le dé el aire. Hay días, sin embargo, recordé, en que la gente de pronto le da por comprar, que basta que le sugieras de qué va la cosa, a grandes rasgos, para que lo compren enseguida, como esos momentos en que a las truchas les da por picar. Nada de esto ocurría esa tarde desapacible en  la ciudad. Al cabo de las dos primeras horas se veía que aquello no iba a cambiar. Incluso un hombre menudo  y simpático a quien conté la novela y parecía muy interesado, alegó, como parecía ya usual, que iba a dar una vuelta por el resto de casetas y que ya volvería, promesa que no cumplió. Ahora, conforme la tarde avanzaba, comprobé que mis vecinos tenían más visitas. Estaban en su ciudad y venían conocidos que les besaban a duras penas sobre el mostrador de libros, y se ponían a hablar entre ellos sin que yo me atreviera a decirles que así estaban ahuyentando mis ventas, cotorreando, aunque en realidad no había mucho que ahuyentar. De pronto, vi un hombre de gafas redondas que compraba el libro de prosa poética con fotografías impreso en papel satinado, un libro del que su autor, que no era de la ciudad pero vivía allí desde hace 16 años (eso me lo sabía yo bien porque se lo había escuchado ya varias veces), había escrito como homenaje al campo de Castilla, como lo habían hecho otros flamantes escritores que también vinieron de otra parte, dijo, nada menos que Unamuno o Machado,  aquel hombre, pues, que parecía sin duda un comprador desenvuelto,  vino luego hacia mí y se puso a hablarme mientras cogía con decisión mi libro sin duda para llevárselo, ante lo cual, presa de excitación, sin saber muy bien qué decir, le invité a que  leyera la contraportada, pero nada más hacerlo vi que torcía la cara y oí como me decía resolutivamente, mientras volvía a dejar el libro en el montón, que el humor más o menos fantástico era un género que no iba con él. No así la lírica castellana, pensé con rabia, atacado de esos celos que sufre un escritor mirando de reojo a otro escritor. ¿Qué hacía yo allí?, me dije, desesperado. ¿Qué hacía allí perdiendo la tarde y la autoestima?  Pero cuando ya lo daba todo por perdido, vi alguien que paró en seco frente a mi libro, lo tomó sin preámbulos, leyó unas páginas y luego se volvió hacia una chica que le acompañaba para enseñarle una frase. Enseguida le oí decir que se lo llevaba.  El corazón me dio un vuelco. Tuve la sensación de alguien que en un pequeño gesto encuentra una enorme justificación. Con mi agradecimiento y afecto, puse en la dedicatoria.  Ojalá esta novela pueda arrancar una sonrisa, añadí. Antes de irse leyeron la dedicatoria y en efecto sonrieron. Es bonito ver alguien que se quiere y quiere los libros. Levanté la vista y descubrí alguien más que venía hacia mí, y otros más detrás. Enseguida, volvió a llover, pero ya no me importaba.