martes, diciembre 31, 2019

4 textos para la entrada de año


DÍA 1




No había gente el día de año nuevo,  la mañana  luminosa era toda nuestra  y subiendo el Perdón sin ver un alma, fui pisando los charcos todavía helados que emitían un leve chasquido bajo los pies,  como si protestaran, parando de vez en cuando para contemplar la ciudad que habíamos dejado atrás,  resplandeciente, como si alguien le hubiera sacado brillo;  los montes cercanos con la silueta de los pirineos al fondo,  recortados sobre el cielo azul; el amplio panorama de la mañana brillante, conocido y a la vez nuevo, hasta que en una curva nos topamos con una peregrina coreana que llevaba un anorak rojo, allí quieta y  ensimismada,  y tras saludarla seguimos andando  siempre en sombra, con frío,  hacia lo alto y una vez arriba paramos junto a la escultura de los caminantes,  donde noté que  sobraba la ropa: el sol pegaba ya con fuerza, el aire era más templado y después de un parada comenzamos a andar por la ladera del otro lado, la que  desciende hacia el llano, tan distinta; basta con pasar el Perdón, se sabe,  para que el paisaje  cambie, crezca la luz  y la tierra se serene, como si se cruzara una frontera, y entonces me vino a la cabeza la imagen de la bandera coreana con  el dibujo redondo del Ying y el Yang, esa esfera con dos figuras dentro que se refieren a los dos lados de la montaña: Ying es la ladera en sombra, mientras que Yang es la iluminada, pero como el sol se mueve durante el día, el ying y el yang cambian de lugar,  resulta que lo que antes brillaba se oscurece y viceversa; nada es nunca lo uno o lo otro, viene a decirse,  todo contiene los dos polos, son nuestros  pasos los que nos llevan sin querer del uno al otro:  de lo frío a lo cálido, de lo húmedo a lo seco, del agua al fuego,  de lo  lento a lo rápido,  de la tierra al cielo, de la luna al sol,  de la noche al día, de lo femenino a lo masculino, del hielo de la mañana a la piedras caldeadas por el sol del camino que conduce dócil hacia a los pueblos;  solo  se trata de andar gozosamente hacia alguna parte, pensé: del Yang nuevamente hacia lo Ying, sin que el mismo destino parezca ya importar.




HELADO


El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del año,  el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el propio vaho que salía  de la boca, vimos a lo lejos la capilla  de  Eunate,  difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos que parecen piezas de  patchwork, hechos de lienzos de cereal recién brotado entre  ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas de ganado semejantes a cintas blancas.  Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había embarrado la senda que sube hacia Arnotegui.  Allí,  según me contó F, vivía  hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era él, sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la fila, que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de apariencias y embelecos sino de lo esencial, un gesto definitivo ante tanta palabrería,  pero mientras ascendía con el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude dejar de preguntarme si  todo eso no sería también una trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo,  ¿no es sobre todo una forma de escapismo?  ¿No se trata de algo muy egoísta? ¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o no,  abstenerse o mancharse las manos,  esa es siempre la cuestión, y ya en lo alto recordé de pronto la máxima  de que hay que estar en el mundo pero sin el mundo, es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las  cosas pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente  lo que uno debe, y confiar. Eso es todo. Así que  descendí bien ligero hacia el pueblo, a paso vivo, sin  quedarme en lo helado, sino yendo mejor raudo al calor de los otros.



COMIENZO


No había nadie en las Nequeas cuando pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos –no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se atreviesen  a brillar y parecían más bien  recién pintados a base de pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de las lejanas sierras, la línea apenas intuida del Moncayo, todo bañado en un luz  matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta el mediodía, todo eso, digo, hacía que el  paisaje pareciese recién estrenado, como el propio año nuevo,  ese momento inicial en el que las desgracias no han ocurrido y todo es posible todavía, como sucede con aquello que deseamos fervientemente pero no hemos emprendido todavía, sin que nos haya podido  mostrar, por tanto,  sus dificultades e imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién nacido, sentí a la vez el orgullo de vivir en un sitio así,  de pasearlo de arriba abajo, buscar sus secretos  y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también un poco ajeno a él, aligerado de todo su peso, distante,  casi como un extraño,  pues ya dijo  alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay que buscar, "no sentirse en casa al estar en  casa", sino sentirse siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos sino inquilinos que están un tiempo de prestado,  de paso, tan solo al cuidado de las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo y al poco tiempo, como suele ocurrir,  nos pusimos a levantar murallas que nos protegen y nos encierran  a la vez,  y peor que despojar a alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, y sea él mismo por fin, me dije, mirando  los verdes y amarillos, los pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que parecían hablarse entre ellos,  siempre de aquí para allá,  sin equipaje.



TANGRAM



Esta vez el camino de cada año nuevo estaba muy soleado, y después de pasar Eunate, cuando una corta subida nos dejó en las Nequeas, los campos resplandecían como si alguien hubiera subido la intensidad del color en una pantalla, y en el horizonte lejano se veía el Moncayo con apenas una pelusa de nieve, reverberando en la mañana soleada y luego la silueta de las sierras chatas que siguen hacia la Rioja y, como siempre,  la vista de estos campos era como la de trozos de tela recortados en verde, marrón y amarillo: un patchwork de  tonos distintos que esta vez se me antojaron piezas de un enorme tangram, ese juego chino en el que hay que formar figuras con siete piezas: cinco triángulos, un cuadrado y un rombo, con las que  pueden hacerse muchas figuras: pajaritas,  elefantes, conejos, monjes, casas, pagodas, patos, jarrones, o también simples formas geométricas, figuras puramente abstractas, combinaciones que se van sumando: parece que se han hecho ya más de 900 figuras con este juego que la leyenda atribuye a un sirviente de un emperador chino que rompió un valioso mosaico y al no poder  rehacerlo se dio cuenta de que con las piezas rotas podía componer un sinfín de figuras nuevas; un pequeño puzzle que tiene, a su vez,  algo de ilimitado; un rompecabezas  capaz de abrir la mente de un niño a las formas, la percepción y el espacio y espolear su  creatividad en la misma medida que la puede quitar una pantalla que se lo da todo hecho, así que mientras contemplaba el tangram de los campos verdes, pardos y amarillos; los triángulos, cuadrados y rombos esparcidos en el paisaje,  pensé  que era sin duda con las piezas gastadas del año que acaba, con los platos rotos y los restos de la batalla,  con aquello que tenemos a nuestro alcance, a base de paciencia e imaginación, con lo que hay que componer el  rompecabezas de los días,  ir  armando el nuevo año, casar las piezas una y otra vez, construir una y otra cosa,  y guardarlas luego como en el tangram en un cuadrado en su caja, donde descansan.

viernes, diciembre 27, 2019

Boris Vian para fin de año


Un poeta
 Un poeta/ Es un ser único
Con muchos ejemplares/ Que solo piensa en verso
Y escribe solo en música/ Sobre temas variados
Sean verdes o rojos/Pero siempre magníficos.

jueves, diciembre 19, 2019

Ranchera

Monté en el bus para volver a casa, y también lo hizo  un chico con síndrome de Down, lo que es habitual en esa parada donde suelen ser muchos más  –tienen por ahí un centro- los que suben  y se ponen a hablar entre ellos,  se dirigen al conductor,  cambian de sitio, observan a alguien sin disimulo, preguntan,  no paran. Se diría que en su mundo no hay tanta prevención, tanta distancia, que hay menos barreras. Luego subió una chica muy joven con una silleta en la que dormía un bebe -algo que no abunda-  que no llegaba al año. Se veía que era madre primeriza, estaba tensa y enseguida aparcó la silleta y se quedó mirando al bebe, vigilante.  El joven Down desde su asiento también los miraba.  Era un chico grande, de ojos claros, desparramado en el asiento. Estaba solo y parecía aburrido.  Al poco sacó el móvil y puso una ranchera a todo trapo: “México lindo y querido”, y comenzó a cantarla feliz y desafinado. El resto del autobús no abrió la boca.  Nada más adictivo que las rancheras, por otra parte. Luego miró en derredor, dubitativo, hasta que se levantó y fue directo  hasta donde estaba el bebé con su madre, se acodó en el asiento contiguo, sacó la lengua  y acercó el móvil al niño para que escuchara. La madre se quedó quieta, sin saber que hacer. No es fácil ya coincidir con un Down.  Siguió allí tensa, en alerta, mientras el  niño abría mucho los ojos y  el  chico seguía con el móvil en alto, guiñándole de vez en cuando un ojo, y canturreando. Cuando terminó “México lindo” puso enseguida, sin pensárselo,  “Volver, volver, volver”, que sonó inconfundible y quejumbrosa, como en una fiesta de pueblo. Entonces la cara del pequeño dibujó  una gran sonrisa y comenzó a mover los brazos y piernas a la vez, rápidamente, como un juguete mecánico,  alborozado. Así siguió, como si hubiera entrado en un nuevo territorio estridente y pegadizo, y su cuerpo no pudiera parar de moverse, hasta que, varias paradas más tarde, el chico  apagó el móvil, volvió a guiñar el ojo al niño, nos miró orgulloso  y dijo con pena a la madre muda: “lo siento, me tengo que bajar”, y se fue. Todo volvió a ser entonces soso y aburrido, como antes.  

jueves, diciembre 12, 2019

Ópera

Aquí el pequeño relato que M.A. Rus me pidió para leer en Sexto Continente de RNE:


 Por fin llegó a la ciudad una gran ópera de Wagner, El anillo del Nibelungo, gracias a la largueza de la administración pública, siempre pendiente de aumentar nuestra cultura y la colaboración del empresariado local, que no para en mientes cuando se trata del bel canto (aunque Wagner para muchos fuera demasiado estridente). La expectación era enorme y solo  mi amistad con  D, gran melómano y directivo filarmónico, me deparó una entrada. “Será una jornada memorable”, me avisó. Llegué con tiempo, y acodado en el palco volví a confirmar que en la ópera no trabaja solo el oído sino la vista: todos pendientes de quien entraba y salía, quien acompañaba a quien. "Lo más extraño de la ópera es que los personajes hablen cantando", le dije una vez a D, en aquellos largos cafés matinales en que esquivábamos el trabajo. Pese a todo, no lograba provocarle. Para él, la ópera representaba una isla de belleza que nos salvaba de la fealdad del mundo. Estaba casado con una soprano italiana y cada noche se ponía corbata para cenar con ella a la luz de las velas. Es posible que cenaran cantando.  Ahora lo vi en las primeras filas, departiendo con el alcalde y su mujer, presa de un traje de muselina. De pronto levantó la cabeza y me miró con inquietud. Dieron varios avisos. El tercero, como en los toros, fue definitivo. Brunilda y los demás salieron a cumplir su complejo destino. A la segunda hora me dormí profundamente y desperté con los vivas y la ovación cerrada. Luego oí que la gente se dirigía hacia la calle desde la que se oyeron gritos, imprecaciones y disparos que la hicieron retroceder y volver rauda a sus asientos, al abrigo del mundo. 

lunes, diciembre 09, 2019

Amarillo

Durante la última semana las hojas de los árboles se han vuelto rabiosamente amarillas, y ahora han comenzado a caer llenando el suelo de una alfombra de oro que todavía persiste, porque este año, a diferencia de otros, todavía no ha pasado la brigadilla con el cañón de aire que las reúne y se las lleva como un ladrón de bancos. “Fíjate su serán ricos aquí”, escribió un inmigrante africano a su casa desde Pamplona, “que pagan a gente para retirar las hojas que caen de los árboles”. De todos nuestros dispendios, este es el que más le impresionó. La ciudad está amarilla estos días y de pronto, por contraste, me ha venido el color rojo de la Rioja  que vi el año pasado justo por estas fechas: las viñas  sin podar tras la vendimia, los sarmientos largos, las grandes hojas marchitas dando un tono rojizo, sangrante, al paisaje. Todo era rojo. La Rioja es ya el vecino modesto que nos da envidia. Allí todo parece más sencillo, sin el empeño repetido de poner en cuestión nuestro propio ser, sin la greña política que huele siempre a agravio y conflicto. Sin tener que negociar con Bildu los presupuestos.  Hace poco vi un mapa de España donde La Rioja aparecía como la única comunidad donde en 10 años no ha habido un solo caso de muerte por violencia machista. Es una comunidad pequeña, cierto, pero también lo son Cantabria, o Navarra y no lo hemos conseguido. Esto es una anécdota, pero es claro que la Rioja es otra cosa: una comunidad que no saca pecho, que no quiere ser más que nadie, que no pretende ser una nación o arrogarse no se sabe qué derechos. Un lugar donde hacen un buen vino, y donde se escribió por primera vez el castellano, rodeado de vecinos poderosos. En cierto modo es como Portugal.  Si hubiera que soñar un país distinto, reorganizarlo -puesto que cambiar el mapa y trocearlo es el auténtico asunto político de nuestro tiempo- habría que unir primero España con Portugal, como soñó Pessoa, para dulcificarnos un poco y luego Navarra y La Rioja, sin meter ruido, para hacer una comunidad con todo los colores; el verde, el amarillo y el rojo; el lugar de largos otoños de fuego y oro,  donde se sigan salvando  todas las mujeres.

jueves, noviembre 21, 2019

Benet: la inspiración y el estilo

Recluido por una dolorosa caída que me fracturó dos costilla, sin poder coger postura, he leído a Benet. “La inspiración y el estilo”. Qué injustos fuimos con esta generación: la de Benet, Barral, Gil de Biedma, Ferrater, -Ferlosio también- que cuando salieron escena, al final del franquismo, fueron primero oscurecidos por el fenómeno del boom latinoamericano, que ocupó todos los parabienes y todo el espacio, y luego desdeñados a la llegada de la democracia por su pertenencia un  pasado que había que superar. No se quiso saber nada de ellos. La osadía de Benet, dedicado nada menos que a construir no solo presas, sino una nueva concepción de la literatura, de su función, de sus posibilidades, reivindicado el grand style y queriendo ser Faulkner,   es una gesta que solo la desmemoria y el desdén  hacia la inteligencia –algo tan propio nuestro-  pueden explicar.
Benet es el intento de forjar una nueva prosa apta para decir mejor y de levantar un estilo propio.  Para Benet, como es natural, el estilo lo es todo. “En literatura el tema en sí puede ser poca cosa en comparación con la importancia que cobra su tratamiento”, dice Benet al inicio. Palabras que brillan como nunca en esta época donde uno sale de la librería anonadado (cada vez más libros de género, cada vez más herida identitaria)  de no ver sino más de lo mismo.
 “Acaso la inspiración sea aquel gesto de la voluntad más distante de la conciencia”, escribe Benet.  Cómo no reconocer, a veces, ese rapto al escribir. Pero la inspiración no nace sola. “La inspiración le es dada al escritor solo cuando posee un estilo, o cuando hace suyo un estilo previo. La inspiración solo puede nacer en el seno de un estilo”. Esta es la gran enseñanza de Benet. Una vez trazado el campo por el que transitar, podemos decir, aparecen los tesoros.
Por lo demás, cómo no sentirse retratado en estas palabras: “Un día el público, acostumbrado a distraerse con un articulista, descubre que lo último que le importa es la actualidad del comentario y lo único que exige, seducido por la gracia y donaire de un estilo que sabe paladear, es la continuidad del alimento”.

viernes, noviembre 08, 2019

Ocata


“¡Cuánto libro que no me interesa! ¡Cada vez más Foucault! ¡Cada vez más libros de género! ¡Cada vez más heridas identitarias!” escribe Gregorio Luri en su impagable blog Café de Ocata, relatando una visita a una  librería del Raval, en Barcelona. “He salido de allí con las manos satisfechamente vacías. Una experiencia inédita”. Le he entendido perfectamente. Salir ayuno de una librería es una experiencia extraña, como salir de una bodega sin probar gota. Todo un síntoma.  Después he recordado un reportaje que hizo Ruano a Unamuno (sigo con él),  el año 30, tras visitarle en Salamanca.  He buscado el recorte y veo que Ruano se refiere a Keyrserling, un filósofo olvidado y gran viajero que dice: “Conozco muy pocos libros, cada día leo menos. Me interesa más conocer  a los hombres que sus libros. Se capta mejor la idea. Veo mucho y leo poco.” Seguramente hay algo de pose en todo esto, pero también un recuerdo de que la vida suele estar fuera de los libros, anuquen los mejores sean los que la llevan dentro. Luego Keyserling cuenta que conoció a Unamuno y que convivió con él unos días fecundos. Ruano apenas convive unas horas con Unamuno  en Salamanca, a quien no tiene en realidad mucho afecto, aunque lo disimule. Hace chistes sobre su tacañería y  habla de su egotismo, su lío religioso, su aldeanismo seco y escamón “desde el que captó y pretendió la universalidad”, aunque reconoce que para su generación Unamuno es algo parecido a un mito; "un espíritu rebelde que no estuvo nunca conforme con nada".  Lo último que escribió Ruano sobre Unamuno, al parecer,  fue en el año 1964, cuando habló en un artículo de ABC de los animales de compañía “esos seres que nos dan compañía sin robarnos soledad. Al contrario del pelmazo, a quien Unamuno definía como criatura que no nos da compañía quitándonos soledad”. Es este pelmazo el que nos hace a menudo volver al libro. 

lunes, octubre 21, 2019

Ciudad satélite (III)

Santiago Arau. Taxi en Ciudad de México.
Recuerdo que viajé solo a México. Era el año 84 y yo era seguramente un muchacho perdido que apuntaba obviedades en un cuaderno que ahora está amarillento y que  empieza un  27 julio en el Hotel Tritón de la Habana, primera parada. El viaje era por Cuba. Hacía mucho calor. En el hotel había una boda y un grupo de invitados intentaba en vano entrar en el Tritón porque no tenían pase. En el ascensor una  mujerona negra manejaba, preguntaba por  el piso y se secaba el sudor. Cuba era un país de pases, de tarjetas, de gente que se queda fuera.  Al día siguiente, en el vuelo a México, encontré a dos chicas de Zaragoza: una era grande, rubia, bastante guapa, habladora. Se llamaba Pili. La otra era flaca, huesuda, fea, y también habladora.  Se llamaba Chusa. Como el resto era un grupo de vascos que ya iban planeando una cena en el centro vasco  del DF, seguí con ellas. Supongo que resultaron buenas compañeras de viaje.  Lo malo es que siempre iban juntas, eran uña y carne. En cierto modo hicieron piña contra mí. Les convenía ir conmigo. México era un país muy machista, no era cómodo para dos chicas viajar solas. Pero tenían su mundo al costado. Yo las acompañaba y ellas venían conmigo, era un pacto tácito. Intenté en alguna ocasión quedarme a solas con la rubia, hacer un plan aparte,  pero fue imposible. Entre las dos se las apañaban para manejarme. En los hoteles tomábamos una sola habitación, con cama supletoria o ellas se metían juntas en una. A veces cada una entraba en una cama y yo yacía en el suelo, con almohadas y mantas. Eran funcionarias, maestras, andaban bien de dinero, mejor que yo,  y me veían como un crío, seguramente. Cuando alquilamos un coche para salir  de México, que no fue fácil, yo conducía y me  dieron una lección. En un atasco bajé a comprobar algo y al volver al coche Chusa, la fea, estaba sentada al volante y la otra sonreía desde atrás. Me habían quitaron el mando. Un golpe de mano.  Me quedé sin palabras, entre dolido y avergonzado. Comprendí que tenían razón, pero eso no me ayudó.
 En el DF llamé a Osvaldo, el marido de Sara,  dado que ella estaba en España, de vacaciones. Se mosto muy solícito. Me invitó a comer a un buen sitio, con meseros de chaquetilla.   Luego fuimos a buscar a mis dos acompañantes, pues noté que cuando le dije que viajaba con dos mujeres se mostró muy interesado.  Las recogimos del Hotel Regis, donde nos alojábamos, y él nos dio un largo paseo en coche por el DF: el Zócalo, el Paseo de la Reforma, Las Lomas -sitios bien-;  también la universidad UAM y Coyoacan, donde nos llevó junto a la casa donde mataron a Trotsky con un piolet. También pasamos por el juzgado donde, según aseguró, juzgaron a  su asesino, Ramón  Mercader. Este tour, recuerdo que nos  llevaría como dos horas. Luego volvimos al centro y nos invitó -en realidad nos invitó a  todo- al  hotel Sheraton, donde nos tocó un Mariachi bien afinado. Desde la vidriera del hotel había una visión de la ciudad que se extendía a lo lejos y parecía no acabar nunca. Daba un poco de miedo. Después de tomar unas margaritas cenamos en la zona rosa, junto a Reforma, muy cerca del monumento a la Independencia rematado por un ángel dorado.  Las dos chicas iban calladas  al principio pero luego le cogieron la vuelta y no pararon de preguntarle cosas y de hablar. Que si tenía hijos, cuanto tiempo llevaba casado, cuál era su trabajo. Comprendí que lo veían como un burgués podrido de dinero e insensible, un hombre engreído y machista. Era el año 84, la época de la transición, todos nos creíamos tremendamente avanzados e izquierdista. Noté que ellas  le dejaban hablar, pero que por dentro pensaban que un tipo osado e ingenuo que trataba en vano de impresionarlas. Ellas hacían  con él lo mismo que conmigo: sonreír, seguirle la corriente,   sacarle partido. Eran uña y carne, ya lo he dicho.

viernes, octubre 18, 2019

A quien pueda interesar

 De uno a otro, a cuenta de lo que estoy escribiendo,  he pasado por varios escritores mexicanos (Villoro, Monsiváis, Pitol)  hasta llegar a Jose Emilio Pacheco y este poema que he copiado para no olvidarlo enseguida.

A quien pueda interesar

Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas obras
que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo.
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.

martes, octubre 15, 2019

Ciudad satélite (II)

CDMX foto desde dron de Santiago Arau
Enseguida me acuerdo de aquel viaje a México, hace años, del hotel Regis, que al poco se hundió en el terremoto, del viaje al Yucatán y a Chiapas. Recuerdo el peso insoportable de la cuidad cuando estuve solo, los últimos días, y traté de salir huyendo. Una mezcla de atracción y repulsión hacia Mexico.   Busco el artículo que Martin Caparros escribió en El País sobre esta ciudad: La ciudad desbocada y vuelvo a leerlo. Uno se pregunta qué más se puede decir. México: la primera y mayor ciudad de América, una urbe que no se sabe si tiene 22 o 24 millones de habitantes,  mayor que muchos países en cualquier caso. Pensar en México -pienso a su vez-  es hacerlo  sobre  un sitio impensable, fuera de los adjetivos,  de las categorías, de las palabras; sobre un lugar que   nadie podría conocer en su totalidad ni aunque empleara toda su vida y no hiciera otra  cosa; un anticipo del futuro, del mundo que nos espera: ciudades enormes, sin principio ni fin, que se han ido tragando todo lo que las rodeaba: pueblos, lagos, riscos, bosques, vertederos, pantanos; en todo esos sitios se instalan los que llegan,  vuelven a levantar lo que se derrumba, retornan tras los desalojos; surgen barrios,  colonias, fraccionamientos suburbios. Nada los puede parar. Nada hay detrás de esto, ninguna mente pensante, ningún plan previsto, ya que cuando se implanta ya está viejo. Se trata del crecimiento  de un organismo; imparable, metastático,  fruto de una miriada  de decisiones, el caos y el orden  a la vez.

lunes, octubre 14, 2019

Ciudad Satélite (I)

Torres a la entrada de Ciudad satélite

Vino Sara de México, y me contó que ya no vive en Querétaro sino que hace un año, por motivos de trabajo familiares, han vuelto al DF, que ya no se llama DF sino CDMX: Ciudad de México. A. lleva viviendo allí muchos años, desde que se casó con un mexicano que conoció en Madrid, del que luego se separó. A Mexico le ata ahora una hija y una nieta. También una casa, y un pasado. Le pregunto en qué zona viven, y me dice que en "Ciudad satélite", un nombre, me digo,  que sería un título muy bueno para una novela, o un cuento al menos.  Es un barrio, compruebo, que se hizo hace años, y que tiene unas torres que se levantaron entonces, que la identifican. Satélite pretendía ser eso: un satélite,  una ciudad fuera de la ciudad, orbitando alrededor de ella pero desprendida, independiente;  un lugar concebido en el plano por la razón urbanistica; vanguardista, funcional, de clase media, rodeada en teoría de bosques y zonas verdes, pero que fue absorbida por la urbe que lo engulle todo y pronto  quedó en nada.  Como un sol que atrapa a un ganimedes y lo hace desaparecer. A día de hoy, según me cuenta A,  este satélite es escasamente habitable: ella apenas sale, salvo para ir al centro comercial. Dice que todo es muy costoso: los desplazamientos, la recogida de la niña del colegio, cualquier encargo; que la calle es agresiva, que da miedo y falta seguridad. Pasear por la vereda es ir entre tapias altas que ocultan las casas. Pero la ventaja de satélite, dice,  es que está al norte, cerca de la autopista que sale para Querétaro, lo que permite huir rápido cuando hay una alerta por contaminación y es difícil respirar en Mexico, lo que no es tan extraño.

martes, octubre 01, 2019

Lápiz

Comí con un editor –el oficio no va muy bien, me dijo, pero me permite leer en horas de trabajo- y a los postres estuvimos hablando de la pesadez de la escritura en ordenador, que carga la cabeza y las cervicales,  donde si uno  se descuida no acaba nunca de revisar,  por no hablar de la tentación continua de distraerse por la red y coincidimos en que hay una relación entre la herramienta con la que se escribe y el resultado. Es claro que lo que se escribe con el móvil  parece un telegrama. Pero no todo son mensajes  en pantallas. BIC, por ejemplo, vende 11 millones de bolígrafos al día y los lápices -esa vieja y brillante tecnología, un hito en la historia-  son un objeto preciado, una elección como los discos de vinilo.  Los lápices son mi debilidad, me confesó el editor. Los mejores, añadió, son los japoneses, hechos con madera de cedro y grafito de china. Dicho esto sacó con cuidado uno redondo, color mostaza: Mongol 480, del 2, ponía, y me lo tendió diciendo que era el mismo modelo que utilizaba Steinbeck. “Perdone que haya ganado el nobel de literatura, pero es que escribo con lápiz”, le gustaba decir. También Hemingway o Navokov escribían con lápiz, pero Steinbeck, para quien el ritual de escribir era sagrado –cosa común en casi todos los escritores, que necesitan un precalentamiento- comenzaba la jornada afilando 24 lápices que iba dejando conforme perdían la punta, hasta volver a afilarlos todos a la vez. Luego, cuando estaban por la mitad, se los regalaba a sus hijos. Necesitó 300 lápices para escribir “Al este del edén” y alguno más para “Las uvas de la ira”. Steinbeck es uno de los grandes, y esos libros, recuerdo, retratan la época de la gran depresión y le llevan a uno a una América brutal y profunda y a la cara dolorida de James Dean en la versión para cine de Elia Kazan, donde no morirá nunca. El editor me confesó que había conseguido una partida de mongol 480 a buen precio, y que los repartía con cuentagotas. La inspiración es una cosa caprichosa, así que he dejado el Mongol encima de la mesa con el sacapuntas al lado, y lo he mirado con esperanza, preguntándome si seré capaz de sacarle todo lo que lleva dentro.

jueves, septiembre 26, 2019

Voces de lejos


Han encontrado una grabación con la voz de Frida Kahlo, esa pintora que se autorretrató tantas veces con flores en la cabeza, con cara de luna redonda y seria o con largas trenzas, a veces con el corazón abierto, fuera del cuerpo, como si hubiera escapado; autora de una obra que todavía nos deslumbra -quizás ahora más incluso que antes- y que está  llena de color e indigenismo mexicano; una mujer que se sobrepuso a la polio y a  tremendos dolores de espalda y que fue también la mujer de Diego Rivera -o éste de ella-  el gran muralista mexicano; una pareja que son por sí una novela, que juntan arte, política y primer feminismo,  amigos y protectores de aquel Trotsky refugiado en Coyoacán  huyendo de Stalin, quien lo borró a conciencia de las fotos de la revolución –una especie de fake de aquellos tiempos, para cambiar la historia- y  quería borrarlo también del mapa, y lo consiguió gracias  Ramón Mercader, el obediente comunista español que le clavó un piolet en la cabeza, quizás el asesinato más surrealista del siglo. En el corte de radio que se ha rescatado en México Frida habla de Diego, de quien dice que es un niño grande, lo que cuadra con la imagen de bebé gordo e imponente que tenemos de él, y alaba sus manos sensibles como antenas que lo perciben todo, con las que pinta, y dice con ternura que quisiera tenerlo en brazos como un niño recién nacido. Son palabras de amor dichas con voz firme y clara,  un poco afectada, como quien recita un poema; una voz que, como ocurre con esas voces de quien no conocemos, la de alguien que nos acompaña en la radio durante años, por ejemplo,  no se corresponde luego con la imagen de quien las ha pronunciado, como si fuera de otra persona, como si estuviera equivocada. Quizás la voz sea lo más nuestro y contenga nuestro espíritu, como creían algunas tribus primitivas, y sea lo que nos exprese mejor, más  incluso que la imagen, no en vano oír la voz de quien se ha ido impresiona más que verlo en una foto o un retrato.  "La voz es una cosa viva", he oído de pronto decir a Unamuno, cuya voz he encontrado de pronto en una de sus escasas grabaciones diciendo, en uno de esos juegos verbales que tanto le gustaban, que "hay que aprender a leer con los oídos la palabra viva", y más adelante ha recordado a Jesús, que no escribió nada, como Sócrates. “Rechazo al hombre que habla como un libro”, clama la voz metálica y lejana de Unamuno desde ultratumba, “prefiero los libros que hablan como hombres”.

miércoles, septiembre 25, 2019

En Cálamo

Antes de llegar a Cálamo, en Zaragoza, para hablar de Diario de Hendaya ante un buen puñado de gente, alguno venido desde Pamplona, estuve en Madrid en la presentacion de la última entrega de Baroja y yo, en un acto que tuvo lugar en el Museo Lázaro Galdeano, con Carmene Caro, autora de "El grito del capitán Chimista", que cierra la colección, junto al editor Ciáurriz, que se emocionó y Jon Juaristi, que abrió el acto. Luego hubo un ágape en los jardines del museo, en una noche templada en la que solo faltó un conjunto de cuerda junto al gran abeto del jardín, y en la que se pudo revolotear entre  autores e invitados. En un  rincón me topé con Trapiello, lo que fue una suerte.  Al día siguiente en Zaragoza, a donde ahora se llega desde Madrid en poco mas de una hora, como si uno fuera en metro, recordé esa velada y dije con cierto atrevimiento que aunque Baroja ha merecido 26 libros de autores que le recuerdan,  Unamuno es más, su influencia es mayor y de otro relieve. La historia del Diario de Fukushima, que ya he contado alguna vez es un ejemplo. El hecho de que Amenábar acabe de hacer una pelicula sobre él y el inicio de la guerra, es otro dato. El acto de Zaragoza fue intenso y no solo se habló del Diario de Hendaya sino de algunas cosas que en él se sugieren, como la idea de extimidad o la de los ciclos, pues el libro es el recuento de uno; una idea, la de ciclo, tan cara al cristianismo y al mundo antiguo, que nos recuerda que la vida no es un linea recta, sino que somos un meandro que se curva y que propende a volver a empezar;  que en verano hace calor y en invierno frío;  que a veces hay alegría y otras dolor, pero que en ambos casos no cabe ufanarse o dolerse demasiado. Durante la presentación se preparó una tormenta que no terminó de estallar, y de vuelta a casa vimos el resplandor de los relámpagos por la autopista, a lo lejos, como los destellos de ideas que revoloteaban en mi cabeza, todavía en marcha, como ocurre cuando se habla sin red ante un público atento.

martes, agosto 13, 2019

Guadalupe

Fuerte de Guadalupe. Hondarribia.

Llovía con furia cuando llegué a Guadalupe, en el alto, junto a Fuenterrabía, y apenas salí del coche para ponerme las botas el paraguas se me cayó  y el agua me empapó enseguida, así que tuve que refugiarme otra  vez en el coche hasta que de pronto, tal como había empezado, la lluvia cesó, y noté como del suelo cálido de agosto subía una columna de vapor, como una pasada de botafumeiro, como un vahído de la tierra exhausta por el verano, y justo cuando se deshizo y comenzamos a andar,  apareció allí enfrente  la silueta de  fuerte de Guadalupe, la mole tapada por la hiedra y los hierbajos del viejo fuerte en ruinas; allí donde yo había llegado hacía mas de 40 años en una columna militar de maniobras; una fila de vehículos que subió del cuartel de Ventas, en Irún,  en los que los soldados íbamos sentados mirándonos frente a frente con el cetme en la mano y la mochila sobre las rodilla, silenciosos, medio dormidos, atentos a los árboles chirriados que nos hacían pasillo, una fila de coches  que avanzaba como un gran gusano por la carretera sinuosa  y al final, cerrando la marcha, un jeep con un remolque que llevaba la cocina de campaña con el cocinero, un tipo de Rubí, Barcelona, que tenía una risa de alucinado y hacía muecas mientras revolvía el rancho en una perola en aquella cocina que se desplegaba como una cama turca,  con sus bombonas de butano y sus grandes sartenes, diciendo que aquello era una  mierda y que él , con cuatro cosas, nos haría una paella para caernos muertos.
Todo esto me vino allí a la cabeza, un reflejo del pasado que aparecía borroso en los charcos de lluvia que el temporal había dejado, y que fuimos pisando por  el camino que bajaba hacia el mar que se adivinaba allí abajo, tapado por los árboles, pero al que no llegamos, pues enseguida nos arrepentimos y volvimos sobre nuestros pasos, como si la llamada del fuerte fuese también muy fuerte y no pudiéramos perder la ocasión de encontrar  la memoria perdida en un edificio abandonado pero en  pie, así que dimos  la vuelta y tomamos un camino que rodeaba el fuerte por el exterior,  un  camino  desde el que se veían los grandes fosos, los pasadizos, las puertas, la bocas de fuego, las casamatas, los altillos de vigía que ahora llevan una barandilla desde los que se ve el cantábrico y el lento desembocar del Bidasoa, y todo aquello me trajo de nuevo a aquellos días alucinados, al ir y venir incesante de una compañía de soldados en el fuerte, donde todo estaba húmedo y desvencijado, al frío que hacía aquel invierno, a las literas de metal y las mantas que olían a rancio, a las guardias somnolientas aquel año 80, uno de los años de plomo, junto a la frontera. Éramos, pensé,  una burbuja dentro del mundo, parte de un ejército desconcertado y vuelto sobre sí mismo, empeñado en fingir que las cosas eran como siempre, mientras la radio hablaba de una bomba en Madrid que había matado a un general y su chófer, un pobre soldado; vivíamos el acojono y el  aburrimiento del fuerte, a partes iguales, junto con las ganas de, al menos, volver al cuartel  desde aquel Guadalupe donde a la noche se oían las frases entrecortadas en el sueño,  los ronquidos de los soldados niños, los gritos de miedo de alguna pesadilla. Y entonces recordé que un día, desplegados por todos los rincones del fuerte, hicimos un ejercicio de transmisiones donde yo debía poner algo desde mi puesto, cifrar un mensaje, y después de pensarlo un rato puse: “el enemigo es el frío”, algo que ahora que lo pienso era un buen resumen de la situación. Luego pasó mucho rato y yo andaba  muerto   de asco y de frío, acurrucado para protegerme de la  lluvia que había arreciado, y allí,  sin poder abandonar el puesto hasta nueva orden, me entraron ganas de fumar pero no tenía tabaco, así que de pronto, a pesar  de saber que uno no podía abandonar el puesto -esa era la regla básica de un soldado que ha sido apostado allí, en un altillo, una posición que debe defender a toda costa y transmitir desde ella aunque el enemigo, en realidad, no sea sino el frío- porque se expone a un consejo de guerra, todo eso no me importó, porque en la mili algo te impulsa a hacer locuras, a prescindir de toda cautela,  a jugártela, allí no rigen la lógica común, por eso, tal vez, un ejercito se lanza a la batalla; en ese momento, digo, dejé mi puesto y salí corriendo hacia donde confiaba  que otro soldado helado tendría al menos tabaco, con tal mala suerte que me topé de frente con una comitiva de mandos que avanzaban bajo la lluvia, dispuesta a hacer una inspección del despliegue, entre ellos, según comprobé con horror, un general;  todavía recuerdo sus charreteras rojas y la estrella con los sables cruzados, la imagen de aquel hombre mayor que condensaba toda la autoridad, y en un instante, no sé cómo, mientras corría,  vi que tenía que tomar una decisión: parar de golpe y tratar de explicar  que huía de  mi puesto por alguna razón, o seguir como si nada, pasar de largo de aquel grupo que tenía mi destino en sus manos, como si no los hubiera visto o me dirigiera con normalidad hacia algún sitio y decidí esto último: seguí corriendo sin detenerme, temiendo que en algún momento una voz que me hiciese parar y me pidiese explicaciones; una voz de mando entre escandalizada y terminante que no llegó, como si yo me hubiera vuelto invisible o me hubiera  convertido en un espectro del fuerte, así que sin parar de correr hice una larga curva por detrás del grupo que se dirigía hacia el otro extremo y volví sin mi cigarro hasta mi puesto con el corazón palpitante y la imagen grabada de aquel general que, calado hasta los huesos y con cara de pena, tal vez solo quería, como todos los que estábamos allí,  volver de una vez a casa,  sentir que se había salvado hasta ese momento,  in extremis, de algo peor y que me dirigió una mirada de lástima. 

domingo, julio 21, 2019

Brönte

El viernes pasado crucé el puente de Santiago en una tarde inusualmente cálida, y conversé con mi editor, Luis Garbayo, en la presentación en Irún de mi “Diario de Hendaya”, en la coqueta librería "Brönte", junto a un puñado de iruneses y visitantes. Las cosas fluyeron bien esa tarde, y fue emocionante recordar a Unamuno allí, en Irún, donde llegó también un día a pie, cruzando el puente de Santiago, después de despedirse con un abrazo del alcalde de Hendaya con el grito de ¡viva la libertad! Antes de ese día Unamuno había pasado en Hendaya casi cinco años, negándose a volver hasta que la dictadura cayera, mirando al otro lado del Bidasoa, escuchando las campanas de Fuenterrabia con el “tenso anhelo de España”. Poco a poco pasamos de la estancia de Unamuno a hablar del porqué de un Diario, que es algo que tiene que ver con esa idea unamuniana de que “contar la vida es vivirla”, de que somos una historia y un argumento, hasta una novela, y que no es sino con las palabras con  lo que contamos para entendernos a nosotros y a los demás. Después, en la firma, escuché varias historias, porque comprar un libro responde a muchas razones,  y recuerdo sobre todo la de un joven que me pidió que le firmara el libro para su abuelo, quien había salido de un Irún en llamas en plena guerra, en 1936, y que vio su propia casa arder. Aquel abuelo se refugió entonces en Hendaya en el hotel Broca, en la misma habitación en que estuvo Unamuno; encontró allí un refugio ante la locura de la guerra, algo que a Unamuno, seguro,  le hubiera parecido una bella metáfora.

domingo, julio 14, 2019

Origami II (Te lo comía todo, menos las zapatillas)

Reptiles de Escher. Origami de Ramón.
La literatura de Ramón tiene algo de surrealista, de absurdo, de dejar a la imaginación que vuele pero, a la vez, sin renunciar a someterla a  mecanismos de relojería y reglas estrictas. Escribir así es como jugar, pero sabiendo que jugar es una cosa muy seria, una actividad terriblemente reglamentada, donde no admitiríamos que nadie se saltase las normas. Es impensable que nos quieran comer una ficha inventándose un movimiento distinto al previsto para el caballo, por ejemplo, o un valor diferente para una carta. Sería más fácil transigir con el Código Penal. En esta forma tan libre de escribir nada es casual, todo tiene un porqué, aunque sea un porqué alejado de la plana causalidad habitual. Es una fantasía, digamos, un tanto kafkiana, donde la realidad reconocible está siempre presente, aunque ligeramente distorsionada, abierta a la sorpresa. Se trata de una literatura pura, podíamos decir, fuera de cualquier propósito, sin causa ni finalidad social alguna -al menos deliberada, porque todo es leído de forma distinta al propósito del autor- una tradición que viene de lejos, una corriente que se aleja del realismo que a veces es experimental y a veces broma. Hoy un buen ejemplo de esta corriente sería Cesar Aira, el prolífico autor argentino. Ramón, a quien yo se lo recomendé hace tiempo, me dijo que no logró entrar. Aira escribe tanto, que hay para todo.
El caso es que Aira me llevó a hablarle de Raymond Roussel, ese extraño escritor francés, contemporáneo de Proust, tal vez amigo, de quien al final de su vida se publicó el libro “Cómo escribí mi obra” en el que da cuenta de su “método” de escritura,  basado en homofonías, (búsqueda de palabras que suenen igual con significados distintos, que deben vincularse en la obra), metonimias (donde vamos derivando la trama guidos por contigüidad de significados), o en extrañas concordancias, en azares, que van marcando la ruta. A estas normas autoimpuestas, por supuesto, hay que atenerse sin excusas. Abrir el diccionario al azar y encontrar palabras que hay que unir en una historia sigue siendo un método infalible. Pero el método de Roussel, más sofisticado, tiene algo muy sugerente: sabe que nosotros mismos no podemos llegar muy lejos; que nuestra imaginación está condicionada por nuestras experiencias y la realidad más cercana, que nuestras circunstancias constriñen la invención,  y que es preciso desprenderse sin falta de todo eso para poder acceder a asociaciones nuevas, a espacios inexplorados, a lugares a los que por nosotros mismos nunca hubiéramos llegado. Eso me hace recordar también al italiano Gianni Rodari, escritor para niños de todas las edades, que en su “Gramática de la fantasía”, proponía también varios métodos para incentivar la imaginación, para armar historias y hacerlas ir por donde uno no tenía previsto. Esto es algo, por cierto, que se consigue también por un mecanismo tan antiguo como la rima, que nos limita y obliga a encontrar palabras que terminen igual, lo que abre el poema de inmediato a nuevos significados. De hecho, Roussel reservaba su método para aquellas obras donde no exista rima, según advierte.  En el fondo, nada mejor para escribir que imponernos limitaciones.
Algo de eso, me dije, algún esqueleto oculto tenía el cuento que me regaló Ramón, y que leí de vuelta a casa en el tren, entre las histriónicas conversaciones de móvil de los pasajeros Era un cuento titulado: Te lo comía todo menos las zapatillas, y relata la temible experiencia de una mujer que tiene una cita con un cocodrilo. Una mujer, dice el cuento, de apariencia inofensiva, caprichosa como una pizza y cruel como un designio.  El cuento pertenece a una obra colectiva titulada “Imposible no comerse en el volcán de los amores canallas”, de editorial Lastura.  

martes, julio 09, 2019

Origami

Origami de rinoceronte plegado.
Volví a ver en Madrid a mi amigo Ramón, después de un tiempo demasiado largo, y enseguida nos pusimos al día  de lo que habíamos escrito y él me habló de sus dos pasiones: los cuentos y el origami, la papiroflexia, el plegado de papel, que no son para él cosas contradictorias, pues Ramón es en realidad  un escritor que pliega o un plegador que escribe, ambas actividades obedecen a un  solo impulso, son caminos divergentes pero que en el  caso de Ramón hace tiempo que se encontraron, pues él hace unas figuras con vocación narrativa, pliega historias, consigue metáforasen en cuatro dimensiones, sus imágenes llevan dentro un cuento, y cuando escribe con letras también sus cuentos tiene algo de la técnica del Origami, va creando una figura quen al principio no sospechamos,  con  limpieza técnica y ejecución solvente.  Como en una figura de papel, en un cuento en Ramón las partes, los materiales, se han trabajado con precisión y economía y de pronto ha logrado, a partir de una hoja en blanco,  poner sobre la mesa un rinoceronte. Uno de sus cuentos, o de sus figuras, que he visto en este viaje, es un mono con la mano en el pecho, en homenaje a El Greco, con camisa floreada, además de una casa submarina. En su blog "Enlasciudades" podéis comprobar lo que todo esto da de sí: cocodrilos, máscaras, flores, animales distintos, hasta unicornios.  Ramón ha colaborado también con otros artistas para hacer dibujorigami o fotorigami, grabadorigami o acuarelorigami. Una de sus últimas exposiciones se titula “Habla el origami”, lo que viene a ser un buen resumen de lo que digo y allí vemos una foto de Ramón con un birrete plegado en papel negro sobre la cabeza y un diploma también de papel, con un enchufe, una foto que lleva por título “el milagro de la masterización”, que dispara sin duda hacia la mentira académica. “No es momento para reflexionar aquí sobre el papel del del arte”, dice Paco Lopez-Braxas en el catálogo, “sino para disfrutar del arte del papel”.
En la comida con Ramón hablamos de esto y aquello; de autores y estilos literarios, de su manera de escribir, de lo que le inspira, de cómo le surgen las historias,  de cómo se encuentra un tema y cómo se arranca (no se puede acometer un relato  en cualquier parte, siempre hay un mínimo ritual) que es algo que a los escritores nos interesa mucho, y me confió algún secreto que sigue así, secreto. Yo le dije que su forma de escribir, su mundo y sus temas, me recordaban al gran -en varios sentidos, pues era un bondadoso grandullón- Javier Tomeo, a quien los dos conocimos.  A Ramón le hubiera gustado ir a su entierro, lamenta, pero nadie le avisó. También recordé su interés por Quenau, o por el Vonnegut, de “Matadero 5”, esa novela sobre el bombardeo de Dresde. Desde luego por los poemas-objeto de Joan Brossa. Él me habló de literatura japonesa, quizás porque el Origami es un arte de ese país, donde Ramón ha plegado con grandes maestros, y me encomió al escritor  Yasutaka Tsutsui, de quien me dijo que me iba a sorprender, aunque todavía no lo he probado. 
(Continuará)