jueves, abril 25, 2019

Kandinsky

Luis me manda esta foto de Kandinsky en la playa de Hendaya. Tras él, inconfundible, se recorta el cabo de Higuer. Parece el nadador del que hablo en mi Diario de Hendaya, con camiseta de tirantes y slip, el que nadaba dede el espigón hasta las dos gemelas.  La arquitecta López de Guereñu ha investigado el  viaje de Kandinsky junto a Paul Klee, en 1929, a Pamplona y su paso por Biarritz. Quedan postales y rastros de  aquel viaje, en que Kandinsky estaba de vacaciones y Klee  no dejó de pintar  un  solo día. Esa debe ser una gran diferencia. El delicado Klee, con su cientos de cuadros, el que pintó  ese Ángel de la Historia que huye despavorido, como si el tiempo no  nos llevara a ningun buen sitio.  Ese año 1929, me dice Luis, ambos K debieron coincidir en Hendaya con Unamuno. Puede que se miraran al cruzarse.  Las magníficas  fotos de aquellos años que me voy encontrando casi por casualidad: la del Pen Club de Paris, en que Unamuno aparece en un banquete multitudinario, de etiqueta, con Joyce (con ese ojo tapado de pirata), la de Churchill saludando al bajar  a la playa,  y ésta tomada por Paul Klee, a la que podría  darse la vuelta,como a un cuadro de Kandinsky y sería otra. Podría escibirse una novela con todo ello, si no estuvierámos ya hartos de novelas. Por esos años Djuna Barness  entrevistó a Joyce en Paris. Dice que lo encontró flaco y muy cansado. Era el cansancio de un hombre, según ella,  que voluntariamente se ha sometido a la creación desmedida.  También Rosa Chacel era muy joyceana. Durante mucho tiempo he llevado un cuento suyo muy breve, Balaam, como reserva, en el bolsillo de la mochila cuando bajaba  a la playa, hasta que al final lo he leido y me ha encantado. Pasar página.

martes, abril 23, 2019

Historia mínima


Lo vi en un rincón sentado en su banqueta: un tipo acostumbrado a la calle que ya no era joven, cargado de hombros, un zurdo  enredado en su guitarra,  la atención y la cejilla puestas y me puse a escucharle pues tocaba muy bien, se lanzaba a un aire rápido con algo de andino  que le volvía  la mirada triste, y le ponía en la boca un gesto de añoranza o de faltarle los dientes y su cabeza torcida miraba hacia arriba, hacia los dedos que subían y bajaban por los trastes, mientras la música parecía no acabar. El sol se había ocultado ya tras el edificio Aurora,  de pretensiones neoyorkinas,  llegaba el fresco y la gente pasaba junto al guitarrista  sin detenerse, ajena a la música premiosa, repetitiva, casi húmeda, como si el músico estuviera escurriendo la guitarra y el sonido chorrease -llorar sería decir demasiado-,  hasta que de pronto, cuando menos lo esperaba,  terminó, y entonces yo aproveché para preguntarle que estaba tocando, si era argentino, o chileno, o de dónde. Él negó con la cabeza y comenzó a reír como si le hiciera gracia mi pregunta de despistado: “es un pasillo, un pasillo colombiano”, dijo y comenzó a tocar de nuevo una música que tenía algo de vals y de milonga, y yo me acordé entonces de una película argentina, “Historias mínimas”, que transcurre en la Pampa, donde un viejo va en busca de un perro que se le ha escapado que se llama “Malacara”. La película explica que el perro tenía sus razones para irse, como el viejo temía. Eso le hace seguir tras él. Buscando a “Malacara” el viejo llega a un galpón en medio de la nada donde pasan la noche un grupo de trabajadores y allí los muchachos, todo hombres, matan el tiempo rasgueando la guitarra junto a la hoguera; toman, ríen, matean y cantan; se dejan llevar por los tristes aires de la tierra, evocan viejos amores, lamentan largas ausencias; así pasan el rato y se acompañan en la larga noche austral. Pero allí no está el perro. Así que el viejo tras dormir un poco sigue su camino. Todos vamos tras algo que no encontramos o que perdimos. Como este hombre tocando su pasillo entre la gente que pasa sin mirarlo.

miércoles, abril 17, 2019