lunes, julio 01, 2019

Revolución en el jardín (II)


Basta echar un vistazo a su obra para ver que Ibargüengoitia no es un peligroso izquierdista que pueda preocupar a la CIA. En realidad, sí que es un escritor muy peligroso, pero   frente a la estupidez y la solemnidad  y nada mejor para demostrarlo que ese breve libro, al que he vuelto por suerte, titulado “Revolución en el jardín”, en el que  cuenta su viaje en 1.964 a una Cuba en la que acababa de triunfar la revolución, para recoger un premio literario concedido por  Casa de las Américas. Se trata de un texto de apenas 30 páginas, escrito en un momento en que la mayoría -por no decir todos- los escritores e intelectuales de América -y de Europa- están embelesados con Cuba: la isla es gran esperanza del socialismo, el modelo a seguir. Desde la Universidad, el barrio latino y la inteligentsia de medio mundo se le admira. Nadie en su sano juicio, salvo que se trate de un peligroso reaccionario, se atrevería  a deslizar una crítica a los barbudos que están desafiando al imperio.
Pero nuestro hombre está allí dispuesto a contar lo que ve. 
El texto  comienza con Ibargüengoitia dando cuenta de su último día en La Habana; una jornada que pasó en la cama  "bebiendo Bacardí y leyendo a Valle Inclán" (una declaración de principios) y perdiéndose, según dice, “el único acto importante que ocurrió en la ciudad durante su estancia: el desfile de Carnaval”. Su viaje había comenzado 15 días antes, cuando tras varios incidentes burocráticos en el  aeropuerto, donde nadie acudió a recibirle, llega al hotel Habana Libre. Cerca de la recepción, cuenta, “había muchos intelectuales discutiendo el porvenir de la humanidad, tratando de decidir a qué cabaret iban o esperando a una señora que había ido al baño”. Un botones viejo, apunta, llevaba, “una chaqueta llena de alamares luidos”,  algo que el diccionario no logra traducir.
Por la mañana, la mesera le pregunta que quiere desayunar. “Huevos jamón y café con leche”, contesta sin vacilar Ibargüengoitia, que el día anterior no había comido casi nada. Algo inútil, señala, “pues no había huevos, ni café, ni jamón y leche solo para lactantes”. Por sus paseos por La Habana ya comprobará que no hay nada, y que los comercios están siempre vacíos, hasta el punto “que cuesta distinguir entre los abarrotes, las cervecerías y los cafés”.  Pero si hay algo que no está racionado, señala, son las imágenes de santos. “En La Habana puede uno comprar Sagrados corazones de todos los tamaños”.
Pronto conoce  a los tres jurados que  han premiado su libro, entre los que se encuentra el italiano Italo Calvino, junto a varios escritores más  que ya habían convivido un par de semanas entre ello. “Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien”, apunta lúcidamente.  Cuando en  la Casa de las Américas se enteran de la habitación que ocupa,  en  uan de las primeras plantas del hotel, se quedan horrorizados y le cambian de inmediato  a una en  el piso 22: una habitación “a la altura de su talento” (de invitado del gobierno). “Nunca he visto un sistema de castas tan perfectamente organizado como el Habana Libre”, escribe, detallando la ubicación de los distintos colectivos y personajes invitados en el hotel, distribuidos según su importancia.
Ibargüengoitia es un gran retratista. Al hablar del chofer que va a llevarle, a cuenta del gobierno, a recorrer la Isla  junto a un grupo de intelectuales,  lo presenta como alguien “flaco, pelirrojo, narigón, con ojos claros y la piel más arrugada que he visto: cuando se reía parecía que iban a caérsele las orejas”. En cuanto al coche, se trata de un modelo que “era tan largo que nunca llegué  la punta para averiguar la marca”.
La visita a una fábrica de refrigeradores, que se muestra como un hito de los progresos de la revolución,  es desternillante. No sabría bien qué destacar, como no sea la conclusión a la que llega un compañero de viaje que le señala en privado: “no está mal la fábrica. Lo malo es que los que compran refrigeradores ya no están en Cuba sino en Florida comprando refrigeradores americanos.”
Un día, después de la visita a Playa Girón, Ibargüengoitia comete la torpeza de decir que sería interesante escribir un libro sobre la  reforma agraria, comparando la de Cuba y Méjico. Al día siguiente, “cuando estaba comiendo cangrejos de moro me dieron la noticia: acaba pronto porque a las tres tiene cita con el viceministro de salud pública. La comida, dice, "se echó a perder".  Recibido por el viceministro, éste le invita a preguntarle lo que quiera. Ibargüengoitia no recuerda  la pregunta, pero sí la respuesta del vice: "¿nomas eso quiere saber?"  "Luego habló durante dos horas, me mostró diapositivas me explicó con claridad lo que no me interesaba y se despidió".
¿Cómo alguien puede pensar que la CIA tuviera interés en matar a este tipo y no en difundir sus escritos?, se pregunta uno al terminar de leer esta joya, más brillante todavía en el desierto. Lástima que aquel avión terminara chocando contra el suelo. Y es que la estupidez, contra lo que mucha gente incauta piensa todavía, está muy repartida. 

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