miércoles, junio 27, 2018

Día de gloria


"Esto es la gloria literaria", me dijo el editor mientras conducía, o más bien seguía parado en la carretera de Extremadura, camino de Prado del Rey, mirándome por el retrovisor, al verme comer un bocadillo de jamón que yo había comprado a toda prisa en Atocha, donde paramos un momento, y aunque el camarero tuvo que cortar con tino las lonchas del pernil y hacerme el bocata de dimensiones considerable, pues uno más pequeño no cabía en su planes, apenas fueron un par de minutos lo que el editor tuvo que esperarme en segunda fila antes de salir pitando. Ese día de gloria era  un día de calor infernal, con citas que iban comiéndose unas a otros, y  había comenzado muy de mañana, cuando tomé el tren en Pamplona. La noche anterior un pirómano dio fuego a los coches que encontró aparcados en un callejón junto a mi casa, entre ellos el mío, que quedó totalmente calcinado y me hizo perder toda la jornada en trámites, policías y lamentos. Luego, la mañana de la partida, de madrugada, cuando cerré los ojos en el asiento,  una voz informó que el tren no podía salir debido a un atropello en la vía, a varios kilómetros. "Están esperando el juez", dijo un revisor encogiéndose de hombros, lo que auguraba lo peor. Había un muerto en la vía, bajo un mercancías que estaba parado y no se podía pasar. Demasiados obstáculos. Yo había quedado con el editor a la 1, tenía tiempo suficiente, me dije, pero un escalofrío me recorrió al espalda, y sentí pánico ante el día que me esperaba: entrevista en la radio, grabación de medios, y presentación en una librería, y sentí  frío dentro del tren aunque hacía calor. ¿Cuánta gente, de la mucha que había avisado, le daría por ir a la cita? ¿Sería un buen día? ¿El calor o  el mundial de fútbol supondrían mucho enemigo? "Siempre es mundial cuando se trata de libros", me había dicho  un amigo que me había prometido ir. Era verdad. Lo de menos, le había dicho yo a alguien hace poco,  que además no me creyó, es escribir un libro; lo más laborioso hoy en día viene después: presentaciones, firmas, convocatoria, intentos desesperado de que la gente acuda, que se venda algún libro, que se comente el acto, subirlo a Facebook, difundirlo aquí y allá. Todo esto me tenía frito. Totalmente sobrepasado. "Tienes lo merecido", me decía una voz interior, esa que nos empuja a quedarnos quietos. Todo aquello iba contra mi comportamiento natural que, si bien es capaz del esfuerzo, la voluntad y la ambición y tiene la necesaria dosis de vanidad,  no está preparado para la insistencia y la mercadotecnia, y tiene cierto pudor a  mostrarse ante los demás. Es más difícil gustar a unos pocos, que gustar a muchos, recordé.   En un pequeño círculo es difícil complacer a todos. Una masa ante un libro que dicen que es bueno no es tan crítica. Ahora, en el tren, demasiado tarde, pensé que aquello había empezado con mal pie, y me hundí en el asiento. Al rato, el revisor pasó de nuevo y comentó en petit comité que iban  a intentar anclar el tren al de Barcelona y utilizar una vía alternativa, por la Rioja, para llegar, dando un rodeo, a Castejón. Al poco el tren partió y efectivamente dio una vuelta enorme por Vitoria, luego a Logroño y finalmente  hasta el nudo de Castejón, por una suerte de lógica ferroviaria que no está al alcance de cualquiera, de tal forma que lo que debía haber durado 40 minutos nos llevó más de dos horas y media. Una vez en Madrid   tomé el cercanías y  fui a la cita con el editor -que aun tardó otra media hora en llegar-. Luego,  tuve que dictar 114 caracteres sobre mi obra para Twiter, grabar en frío  3 minutos sobre el libro y otros 3 minutos sobre una película, a mi elección. Elegí Ciudadano ilustre, que es la historia de un escritor argentino a quien dan el premio nobel y se convierte en una momia gloriosa, incapaz de volver a escribir, un tipo hosco que rechaza invitaciones y homenajes y que, contra todo pronóstico,  acepta viajar a su pueblo, Salas, un lugar remoto e inhóspito de donde salió hace muchos años (es lo mejor que he hecho en mi vida, dice)  y  donde nunca quiso volver. Allí es recibido como una gloria, pero pronto empiezan las hostilidades. La envidia soterrada, la frustración de que el escritor no siga el juego, la evidencia de que su obra ha retratado el pueblo como un lugar sórdido y gris y a sus gentes como simples y embrutecidas. El horror de la patria chica. La necesidad  cortar amarras. El puro vacío de la cultura oficial.  La verdad es que me salió bien. Después de eso es cuando cogimos el coche hacia Prado del Rey y me comí el bocadillo, no todo,  porque al llegar aun me quedaba la mitad y noté que había llenado el coche de migas, así que lo envolví con cuidado y lo dejé en el asiento. Dentro, grabamos una entrevista y después, en el programa, habló un descendiente de Jardiel, el gran humorista, a quien el domingo iban a hacer un homenaje en el que la gente debía ir con un imperdible. Al terminar, mientras tomábamos un café de máquina hablamos un rato de la situación del mundo, en especial de los libros. Todo era bastante desolador. Las editoriales apenas subsisten, salvo dos grupos multinacionales, las librerías desaparecen, el libro electrónico se piratea, el gusto se pierde, la gente que trabaja en cultura en los medios cobra miserias, la crítica seria no existe prácticamente.  Así están las cosas, dijo el editor. Ese es el mundo que hemos logrado. Siempre es mundial para el libro, le dije. Todo el glamour y las bellas palabras de la cultura, pensé ante el café de máquina,  esconden una trastienda de precariedad y esfuerzo. Es como la tramoya de un teatro, la  pura apariencia que cuando uno se acerca ve los remiendos y los trampantojos. En cierto modo vivimos la época de la caravana  por los pueblos, del ñoque y la función doble a bajo precio. Todo tiene, sin embargo,  el relieve y la compleja trama de la vidad real.   Cuando salimos hacía más calor todavía. Por el camino el coche entró en un largo túnel con muchas salidas, como si fuera un juego de buscar la correcta y evitar la que lleva directamente al infierno, pero por lo menos allí no hacia tanto calor. Cuando me dejaron en el hotel –al salir, me dijo con un tono parecido a cuando me habló de la gloria,  que no me olvidara del resto de bocadillo- me encontré agotado. Todavía tenía por delante la presentación en la librería. Tomé una ducha, me tumbé un rato con las imágenes del día dando vueltas en la cabeza, y luego tomé un zumo. En Lavapiés, a las 8,  la gente empezaba a salir  a la calle y llenar las terrazas de la calle Avemaría que está en cuesta y da la sensación de que las mesas y la gente se mantienen en equilibrio. La verdad es que fue todo de maravilla. Seguramente estaba tan cansado que no pude ni ponerme nervioso. Hubo música y sonrisas, y la gente que vino estaba interesada y el diálogo fluyó fácil, como la circulación hacía un rato,  cuando íbamos por la carretera de Extremadura y de pronto comenzó a aligerarse y tomar velocidad. Después del acto tomamos algo en un local que parecía vegano pero que no lo era. Al volver al hotel pensé en el Ciudadano  ilustre, en la vuelta a su pueblo, en lo equívoco de la gloria,  en la forma tan curiosa con la que cualquier cosa puede ser fuente para la escritura. Sobre la mesilla estaba el resto de bocadillo lánguido, envuelto en papel de plata, como los restos del largo día.

sábado, junio 23, 2018

Presentacion en Madrid. Agradecimientos.


Foto Paco Manzano. Livemusic

Paco  Manzano estuvo en Burma y ha hecho esta entrada sobre el acto en su portal Livemusic que le agradezco y que os dejo aquí

jueves, junio 14, 2018

Presentación Madrid



 El próximo día 21 de junio, jueves, presento en Madrid, en la librería BURMA mi libro Viaje a Fardelia. Ojalá tengáis un hueco y podáis acompañarme.

sábado, junio 09, 2018

En la Plaza


Era junio, pero hacía frío cuando entré en la caseta en plena plaza, con el boli en el bolsillo, a tratar de vender alguno de mis libros y, pese a mi timidez, de vez en cuando me dirigía a los escasos transeúntes que miraban las portadas con cara de desconcierto, para decirles que yo era el autor de ese libro con humor, en  el que un viejo profesor viajaba a un país inventado, tras lo cual me miraban un  momento, a veces balbucían algo y luego se iban por donde habían venido, mientras yo trataba de decirles  que ese país inventado puede que fuese nuestro mismo país, y así el tiempo pasaba, de pronto llovía y luego paraba, el sol apuntaba para ocultarse de nuevo, la gente no terminaba de aparecer, todos alargando la siesta, apenas un  goteo, y la cosa estaba muy parada, se decía en voz baja, corría la consigna por las casetas que iba recorriendo un hombre con un palo largo con el que pinchaba en los toldos para desaguarlos, de tal forma que el agua caía de pronto a borbotones, lo que no parecía afectar  el escritor que estaba conmigo, que tenía más labia, y explicaba con soltura a una pareja de chicas la trama de su libro, que en realidad eran cinco novelas reunidas que les fue resumiendo (yo mismo me hice un poco de lío escuchándole), tras lo cual las chicas dijeron que se iban a dar una vuelta, y que si es caso ya volverían. Es difícil vender un libro si está porque no. Es duro que un producto requiera casi quince minutos de exposición por su creador para nada, me dije. La pierna izquierda la tenía ya un poco entumecida y algo me decía que allí no había nada que hacer.  Al rato, el escritor de las novelas reunidas se fue, y vino otro, que había escrito uno de prosa poética con una fotógrafa, que también entró en la caseta, con lo que a ratos éramos más los que estábamos dentro que fuera, lo que producía una sensación extraña, como si apenas quedara gente que no quisiera ser escritor, como si el lector fuera ya una rara avis, y fuéramos los autores los que tuviéramos que pedirle una firma, porque la gente que pasaba, se notaba de lejos, en cuanto veías su cara de póker ante los libros o su falta de reacción  a las explicaciones, no eran exactamente lectores, no iban buscando nada en especial,  una nueva obra de alguien a quien siguieran, no tenían necesidad de leer, sino que se acercaban a los libros como quien se acerca al campo para que le dé el aire. Hay días, sin embargo, recordé, en que la gente de pronto le da por comprar, que basta que le sugieras de qué va la cosa, a grandes rasgos, para que lo compren enseguida, como esos momentos en que a las truchas les da por picar. Nada de esto ocurría esa tarde desapacible en  la ciudad. Al cabo de las dos primeras horas se veía que aquello no iba a cambiar. Incluso un hombre menudo  y simpático a quien conté la novela y parecía muy interesado, alegó, como parecía ya usual, que iba a dar una vuelta por el resto de casetas y que ya volvería, promesa que no cumplió. Ahora, conforme la tarde avanzaba, comprobé que mis vecinos tenían más visitas. Estaban en su ciudad y venían conocidos que les besaban a duras penas sobre el mostrador de libros, y se ponían a hablar entre ellos sin que yo me atreviera a decirles que así estaban ahuyentando mis ventas, cotorreando, aunque en realidad no había mucho que ahuyentar. De pronto, vi un hombre de gafas redondas que compraba el libro de prosa poética con fotografías impreso en papel satinado, un libro del que su autor, que no era de la ciudad pero vivía allí desde hace 16 años (eso me lo sabía yo bien porque se lo había escuchado ya varias veces), había escrito como homenaje al campo de Castilla, como lo habían hecho otros flamantes escritores que también vinieron de otra parte, dijo, nada menos que Unamuno o Machado,  aquel hombre, pues, que parecía sin duda un comprador desenvuelto,  vino luego hacia mí y se puso a hablarme mientras cogía con decisión mi libro sin duda para llevárselo, ante lo cual, presa de excitación, sin saber muy bien qué decir, le invité a que  leyera la contraportada, pero nada más hacerlo vi que torcía la cara y oí como me decía resolutivamente, mientras volvía a dejar el libro en el montón, que el humor más o menos fantástico era un género que no iba con él. No así la lírica castellana, pensé con rabia, atacado de esos celos que sufre un escritor mirando de reojo a otro escritor. ¿Qué hacía yo allí?, me dije, desesperado. ¿Qué hacía allí perdiendo la tarde y la autoestima?  Pero cuando ya lo daba todo por perdido, vi alguien que paró en seco frente a mi libro, lo tomó sin preámbulos, leyó unas páginas y luego se volvió hacia una chica que le acompañaba para enseñarle una frase. Enseguida le oí decir que se lo llevaba.  El corazón me dio un vuelco. Tuve la sensación de alguien que en un pequeño gesto encuentra una enorme justificación. Con mi agradecimiento y afecto, puse en la dedicatoria.  Ojalá esta novela pueda arrancar una sonrisa, añadí. Antes de irse leyeron la dedicatoria y en efecto sonrieron. Es bonito ver alguien que se quiere y quiere los libros. Levanté la vista y descubrí alguien más que venía hacia mí, y otros más detrás. Enseguida, volvió a llover, pero ya no me importaba.

martes, mayo 29, 2018

Aira y el Nobel

El escritor César Aira
Debido a una serie de abusos sexuales que han salido a la luz en torno al jurado del Nobel de literatura, este año no se concederá el premio. Alguna vez se había pospuesto, o la guerra lo había impedido, pero nunca había pasado algo así. Algo huele a podrido. En realidad si no se da el Nobel no pasa nada. El mundo sigue girando. Mucho más grave sería que los basureros no recogieran la basura, que los cirujanos no tomaran el bisturí, que lo importante fallara. El nobel es una pugna de países y lenguas. Una Eurovisión pero con smoking y canapés caros.  Cesar Aira, un escritor argentino que suele ser candidato, ha dicho que no le gustaría que se lo dieran. Perdería mi anonimato, dice, y yo le creo. Este escritor prolífico, cuyos libros tienen algo de  broma, es un tipo notable, distinto. Apenas da entrevistas ni aparece en la tele, lo que quizás sea ya, para variar, la mejor manera de proyectar la imagen. Ya tenemos al Papa, y a Messi, se trata de logar un nuevo número uno, dice sobre el premio. Aíra acaba de publicar una novelita sobre un escritor de novela gótica que se retira y se dedica al opio. Un disparate, como todas. La literatura es el opio de Aíra, el medio en el que existe. Libros buenos hay muchos, lo difícil es hacer algo distinto, es su lema.  Cuando en su país insisten en el nobel, le piden también un pequeño esfuerzo. Quieren que hable de los derechos humanos, la situación de la mujer o el capitalismo, lo que vendría de perlas para lograrlo. Ningún lugar como estos foros para que brille lo políticamente correcto, y todos saquen pecho, aunque tras las bambalinas, como vemos, impere lo contrario.  Aíra no está dispuesto. Para el, el escritor no tiene otra función que su escritura.  Lo ha repetido en Madrid estos días. Lo importante es ser fiel a sí mismo. No lanzar mensajes. No halagar. Escribo lo mío, dice encogiéndose de hombros. Eso es todo. Su caso me hace recordar esa película soberbia que es "Ciudadano ilustre", que muestra un escritor argentino a quien dan el nobel y vuelve a su pueblo. Un sitio de donde escapó hace tiempo y con razón, según descubre. No hay nobel este año y es un silencio que de pronto se agradece.    

viernes, mayo 04, 2018

Clasico

Boda de Tetis y Peleo. Jacobo Jordaens.
Pasé  por las jornadas de estudios clásicos, en el Museo, para escuchar a Siles, un  poeta que habló  del mito, esa lógica que gobernó el mundo hace tiempo, y a Emilio Río,  que explicó como el latín es la lengua que hablamos sin caer en cuenta, y allí encontré un nutrido grupo que escuchaba atentamente y aplaudía con ganas, y sentí que, a diferencia de otros foros, donde menudean la queja y cierta displicencia, como si nada estuviera como debe, en este había un entusiasmo contenido, un orgullo sereno, tal vez la convicción de que el humanismo clásico, que es la fe que profesan, merece la pena, y puede ser todavía la tabla de salvación para este mundo desquiciado, la medicina para superar las dificultades de la vida. Es como si más allá de los problemas, del arrinconamiento educativo y el menosprecio generalizado hacia las humanidades, no todo estuviera perdido y ahora más que nunca hubiera que conservar la llama.  Onfray, el filósofo francés más irreverente,  ha escrito que nuestra civilización, como todas,  es mortal,  que como cualquier organismo nace, se desarrolla y  muere, y que el mundo que forjaron Grecia y Roma y  la cultura  judeo cristiana,  que es el humus que nos alimenta, lo que nos proporciona nuestras categorías mentales y nuestra forma de entender la vida,  está en trance de desaparecer.  Puede que lo que venga sea un erial donde un cuadro de Rubens no diga nada, y donde Horacio no haya existido. Puede que la ignorancia sea cada vez más orgullosa. Puede que, como en la caída de Roma, vivamos el estertor final de la decadencia. Durante siglos se ha contado la guerra de Troya, que comenzó cuando Eris, diosa de la discordia, lanzó una manzana  de oro preguntando quien era la más bella, vengándose por no haber sido invitada a una boda. Nada nuevo ha ocurrido desde entonces: discordia sigue lanzando su manzana, las guerras, como en Troya, no acaban nunca, la bella Helena es codiciada y los invitados pelean en las bodas. Pero antes la gente conocía el sentido de la historia y el destino de los hombres: lo veía en cuadros y lo escuchaba en versos que hoy se han olvidado y hay que volver a explicar.

martes, abril 03, 2018

Guau

A. Macke. Paisaje con río.
Salí a la calle y hacía más frío de lo esperado, y junto a un árbol un hombre esperaba a que su perro orinase. El perro me miró como si le molestase mi presencia. Llevaba un traje ajustado al cuerpo, modelo manta escocesa, invernal,  y su mirada era vidriosa, parecía desanimado. Según me dijo el dueño, ya tenía 11 años. Eso es mucho para un perro, unos  ochenta para un humano. Allí quieto, jadeaba. El tiempo que viven los animales es la prueba de que existe una especie de reloj que rige cada especie. Si uno nace tortuga, le espera una vida larga, aunque bastante coñazo, donde con suerte comerá a veces un trozo de lechuga.  Ser una mariposa es el colmo. Apenas la vida alcanza un día, con suerte, pero de flor en flor. El ideal humano tal vez sería vivir tanto como una encina, estática y milenaria.  Este  perro, como la mayoría en la ciudad,  había llevado una  vida de lujo, siempre a cubierto, bien alimentado y con cuidados veterinarios, pero eso no parecía haberle servido de mucho. No había muerto apaleado, pero la buena vida no había impedido que a los 11 estuviera para el arrastre, artrósico y aburrido.  Como a todo perro, cada año contaba por siete. Tenía plazo fijo. Algo parecido, pensé,  pasa con el hombre. Ha aumentado la esperanza de  vida en todas partes, pero hay una frontera difícil de traspasar. Apenas hemos logrado aumentar la duración de nuestra existencia. Viene a ser unos 25.000 días.  Es una cuestión de diseño, como si también nosotros tuviéramos una obsolescencia programada. Esa frontera es la que se empeña en retar la ciencia y el delirio de algunos, y se llama transhumanismo: superar la muerte, sobrevivir a toda costa,  llegar a ser una encina.  Ganar tiempo. Es como si le diéramos al perro de la manta una prórroga, como si paráramos el reloj. Pero el tiempo, se ha dicho,  es como un río. En la infancia sentimos que va  despacio, y en la madurez se acelera. Al anochecer aumenta la corriente y nos quedamos muy atrás.  El tiempo huye. No es el rio el que corre, sino  nosotros quienes no podemos seguirlo. Como el perro ahí parado, junto al árbol.

viernes, marzo 23, 2018

Gatopardo


 Escuché a mi amigo R, en la imponente Biblioteca de Navarra, hablar de “El Gatopardo”, esa novela deliciosa del día en que Garibaldi llega a Sicilia,  cuando todo, como es sabido, va a cambiar para que todo siga igual, y más allá de otras cosas, de recordar como Visconti llevó al cine esta historia sobre la decadencia de un noble y de una forma de vida, con Burt Lancaster y la bellísima Cardinale recorriendo las estancias del palacio de Donnafugata para estar a solas,   me conmovió de nuevo  el escuchar el balance de pérdidas y ganancias  que el príncipe Fabrizio, el protagonista,  hace antes de morir,  tratando de “extraer de las cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de  los momento felices”,  de los que apenas rescata las dos semanas previas  a su casamiento y las seis siguientes, media hora cuando nació su primer hijo, ciertas conversaciones, las horas en el observatorio astronómico,  el afecto a algunas personas,  los perros, los alegres escopetazos de la cacería, algunos momento de entusiasmo amoroso, la satisfacción de haber dado respuesta a algún necio;   frente a ello, dice, se impone el contrapeso de  tantos años de dolor y de tedio. Puede que esta sabia novela sea pesimista, pero es una verdad  que la felicidad es una palabra equívoca y lo que la vida nos ofrece son  más bien momentos felices, oportunidades de alcanzar algo profundo, de  captar la belleza, sentir amor, reir,  poder gozar,  experimentar hasta qué punto la vida puede ser indestructiblemente poderosa y placentera solo al sentir el sol en la cara o ver un rostro amado,  cumplir un sueño, ser fiel a uno mismo, comprender. Porque,  por otro lado, siempre somos felices, nos adaptamos a todo. Hay quien es feliz en la indigencia o atado a un trabajo inicuo, idiotizado por  una pantalla, en la ignorancia o sometido a un  amo. Se es feliz en el pabellón de desahuciados, si se vive un día más,  o cuando un dolor nos abandona por fin,  o al ver a alguien más desgraciado. A veces se es feliz con aquello de lo  que uno más se queja.  Pero todo eso no cuenta. Solo cuentan al final las briznas de oro para salvar el balance.

martes, marzo 13, 2018

Primavera

Este ha sido un invierno duro, la nieve todavía acecha y el Arga, como todos los años, vuelve  a dejar un palmo de agua en la Magdalena. Pero ya A. me ha mandado una foto de un crocus amarillo, heraldo de la primavera. Primero salen amarillos, y al poco tiempo lilas o blancos. Misterio. E.B. White, escritor del New Yorker, un clásico,  cuenta en un artículo de 1957, el año que nací yo,  que ha adoptado un cachorro de teckel, un salchicha. Ya había tenido uno, Fred,  que se había dedicado con éxito a bajarle los humos, porque los teckel son perros insobornables. Ahora cuenta que lleva a su casa de Maine al nuevo cachorro y cómo este se pone a husmear por ahí y desentierra una raíz de crocus. Un presagio de la primavera, anota. White tiene un manual para escritores que todavía se usa. En cierto modo, sus consejos podrían resumirse en que no hay que escribir sobre la humanidad, sino sobre un hombre en concreto. Incluso de un perro concreto. White vivía  a caballo entre New York y su granja en Maine, y cuando habla de la vida campestre, resume el mundo.  Una hembra de mapache ha intentado meterse en el hueco del árbol de su jardín donde ya había otra, cuenta, lo que genera una pelea feroz. Al rato, ve a la vencida, que era la primera inquilina, bajar del árbol derrotada y marchar al bosque. Me dio pena, dice, como cualquiera que es desalojado de su lugar por alguien más joven, sea animal u hombre. Cuando está a punto de volver a New York, le llegan unos huevos de oca que había encargado, porque el otoño pasado el zorro se zampó la que tenía, y  decide comprar unos patos para que los incuben en su ausencia. Ese propósito de que un pato críe un ansarino le motiva mucho. El tema de mi vida es el placer que me da la complejidad, dice. En realidad, eso es la mejor definición de su escritura, donde  las pequeñas cosas logran algo rico y frondoso. Los días de febrero se alargan, la luz cobra fuerza, la osa mayor se ve por la noche. Es como un haiku escrito para hoy mismo. De vuelta a la ciudad, con el huraño Fred, recuerda a unos niños que vio al partir, ella con un par de violetas, él con unos narcisos, como si agarraran la primavera.

miércoles, marzo 07, 2018

Diario de Hendaya (28)

5 marzo. Madrid

 

M. Fortuny “Los hijos del pintor Mariano y Maria Luisa en el jardín japonés”

En Madrid siento el agobio de la gente, las calles llenas, los  museos atestados, el enjambre incesante de las abejas, el mundo abigarrado de la ciudad. Pero, a la vez, la calidez que le es propia, la desenvoltura de sus gentes, la cercanía con que te tratan, tan distinta de la forma hosca y lapidaria de Pamplona. Al salir del hotel vamos por la calle del León hasta Atocha y luego por la Cava Baja hasta la Plaza Mayor. En una terraza un tomate enorme y dulce de Barbastro. San Francisco el Grande, con su gran cúpula, la tercera de la Cristiandad, dicen. Un lugar que desde fuera parece lúgubre, cerrado a  cal y canto con una reja. Imposible no pensar en Los Caídos de Pamplona. El cielo encapotado chispea mientras esperamos, lo que hace el lugar todavía más oscuro, vagamente jesuítico.   Un ujier con cara cansada abre por fin la puerta con un chirrido. Dentro lucen dorados y verdes de esperanza, santos,  figuras enormes  por doquier. Todo el Olimpo  pagano del catolicismo que ha llegado hasta aquí después de siglos, con su imaginería y su simbolismo: vírgenes, ángeles, querubines, cortes celestiales, virtudes teologales, advocaciones, monjes franciscanos, dominicos, jerónimos, órdenes militares, cruces de los santos lugares, casullas, ornatos, bronces, mármoles y delirios neo platerescos y barrocos. Ese catolicismo que ha impregnado la historia de España, hasta confundirse con ella.  En medio de todo esto, se pregunta uno, ¿dónde está Dios?
La visita es larga, prolija, interminable.  En la sacristía se ven cuadros sobrantes del museo del Prado y sillerías de monsaterio. Un Zurbarán emboscado. Aquí dentro se guardaron los muebles del Palacio Real durante la guerra, en la seguridad de que este templo tan grandioso no sería bombardeado. Hace frío bajo esta cúpula, un frío de siglos. Aquí fue el funeral de Carrero oficiado por Tarancón. Luego, años de andamio, humedades y silencio. 
Por la noche en la Plaza de Santa Ana. En la mesa de al lado hay tres mujeres, dos de ellas con velo, que apenas comen, junto a un hombre. Una camarera muy joven llega con una  paellera enorme. Las mujeres y el hombre la miran sin tocarla y apenas pican algo de una ensalada cogiendo las hojas de lechuga con la mano,  o examinan con recelo un recipiente con aros de calamar. Hay una extrañeza con la comida, como si nunca hubieran visto algo así. Al rato, la paella vuele casi sin tocar a la cocina. Pagan sin rechistar. Para mí es un pecado de soberbia, un dispendio. No se puede despreciar así la comida. Será el catolicismo que se me ha contagiado en San Francisco, el grande.
Por la mañana tenemos hora para la exposición de Mariano Fortuny. Como si fuéramos al dentista. Recuerdo que de muy pequeño tuve un cuaderno, uno de esos dietarios lujosos que regalaban  a los médicos que me dio mi padre,  que llevaba reproducciones magníficas de Fortuny: batallas  carlistas, la reina en carroza, imágenes de  moros con ropajes y espingardas, caballos, camellos,  jardines, flores, arenas.  Los cuadros que veo ahora –a duras penas, pues hay mucha gente- son, en su mayoría, más pequeños de lo que creía pero están llenos de detalles minúsculos, de humedades y texturas en los muros, de lentejuelas y ojales en los  ropajes. En todos reina la luz. Al final de la exposición están los cuadros que Fortuny pintó  el último verano en Portici, junto a Nápoles, antes de morir, unos cuadros  que adquieren un significado especial, una aire melancólico, que recuerda los versos de Wordsworth, el esplendor en la hierba.

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo. 


Fortuny había alquilado una villa en Portici con su familia, para pasar el verano. Desde allí escribe a Goyena, un coleccionista de su obra, ferviente admirador y amigo. :
 “Estoy contento y alegre. Me siento libre para pintar de la forma que quiero, alejado de de las exigencias de mi marchante (…) Aquí en Portici, en la villa que he alquilado con mi familia,  me siento relajado  y capaz de pintar lo que me gusta. La playa, el mar, mis hijos. Quiero expresar mis ideas verdaderas, evolucionar como artista. Pinto, pinto todos los días y estoy consiguiendo lo que quiero”.
A los pocos días de escribir esto, Fortuny muere repentinamente de una hemorragia de estómago. Es el  fin de verano. Sus objetos, sus antigüedades,  sus cuadros, se sacan a subasta. Cecilia, su mujer, llama a Goyena -José Irurretagoyena en realidad-  que, como Errazu, otro gran coleccionista de la época, tiene  raíces navarras. Cecilia le pide por favor que sobre todo se haga con una pieza, una obra inacabada de esa dulce época de vacaciones, breve y feliz, en la que pinta a sus hijos en el sofá de un salón japonés. Es su último cuadro. Una obra  distinta, oriental, donde el tema se escapa, sin simetría, con un largo diván y en una esquina una planta enorme junto a un niño, como pintará en su día Lucien Freud. Es el inicio de algo completamente nuevo para lo que no tendrá ya tiempo. Tal vez, se ha dicho, una ruptura comparable con el inminente impresionismo.
La obra se llama “Los hijos del pintor Mariano y Maria Luisa en el jardín japonés”. Cecilia quiere que esa obra no llegue a cualquiera y habla con Goyena. “Pujaré por ella hasta el límite”, promete éste. “El cuadro volverá  casa con usted y sus hijos”.  Goyena cumplió su palabra y Cecilia mantendrá el cuadro toda su vida.  A su muerte pasará a su hijo Mariano, quien lo donará al museo del Prado en 1950.
“Nos habíamos hecho buenos amigos”, había escrito Goyena a Fortuny en una de sus cartas, “aunque, todo hay que decirlo, nunca quiso pintarme un retrato y finalmente se lo tuve que pedir a Madrazo”.

viernes, marzo 02, 2018

Vuelve

De nuevo, Fin de Fiesta

 


 Gracias a ALT autores podéis encontrar aquí  en E Book una nueva edición de mi libro  Fin de Fiesta, con esta jutificación:

"Este es un libro que en 2014 trató de llamar  la atención sobre la deriva de un fenómeno como la fiesta, tan común y a la vez tan propio de cada lugar y momento, tomando como ejemplo las fiestas de sanfermines y el espectáculo vibrante y peligroso del encierro. Hemos perdido la capacidad para la vieja fiesta, venía a decir. Hemos perdido el control. La fiesta no es sinónimo de juerga sin freno donde todo vale.  El libro no encontró en aquel momento los ojos para leerlo, tal vez porque no se posicionaba claramente a favor o en contra, y los asuntos que trataba no admitían tibiezas: estaba en juego la tradición, siempre intocable, la visión de los toros como espectáculo artístico o como barbarie, el estar a favor o en contra de los derechos de los animales, el elogiar a los sanfermines o detestarlos por ser sinónimo de exceso. Los acontecimientos que han sucedido estos años, y la alarma sobre las agresiones sexuales en el contexto de la fiesta, reflejan que esta  preocupación no estaba desencaminada. De todo esto habla este libro, pero no de una manera teórica o discursiva, sino  a través  de una  crónica de la muerte de un joven corredor en el encierro,  algo que pone de pronto  a todo tipo de gente a discutir con ardor, en foros muy distintos, sobre el sentido de jugarse la vida porque sí, del trato a los animales, del respeto a la tradición o  la manera en que gozamos y  de esa cosa que viene de lejos, y que todavía nos distingue como  humanos, la vieja fiesta,  allí donde es posible el éxtasis y el encuentro con los demás de otra manera".

miércoles, febrero 07, 2018

Empty Library


Alguien que estaba en Berlín me mandó hace poco una foto de la Empty Library, la librería vacía, una obra de arte urbano, en una plaza,  que consiste en una ventana de cristal en el pavimento que mira hacia abajo, hacia una habitación bajo tierra llena de estantes vacíos, blancos, sin nada en ellos; un recuerdo de la quema de libros realizada allí por los nazis, en la que ardieron los libro de Freud, de Zweig, de Rosa Luxemburgo y de tantos otros. La piel de la ciudad revela así lo que está escondido, como si fuera un tatuaje que confiesa un secreto. Detrás de la ciudad que vemos  hay una ciudad oculta, a veces llena de marcas del pasado que hay que descubrir. Sobre todo en Berlin, pero no solo.  Ahora han puesto aquí por fin una placa en el portal de la casa donde un niño al que apodaban Godo subió a por la merienda y bajó a jugar a la calle y desde a pocos metros, a pesar de verlo, unos terroristas lo mataron activando una bomba para sorprender a la policía que habían acudido por una  falsa alarma. Era el año 1985.  La madre del niño, al oír la explosión, bajó rápidamente y lo encontró agonizando en el portal. Recordar esto con una placa, más de 30 años después, es abrir un boquete en el tiempo, un agujero en el suelo,  como el de Berlin, para volver a esa época que va quedando atrás. El juicio sobre la época nazi ya está hecho. Hubo una guerra, violencias desatadas,  pero fue esa idea perversa de superioridad racial y desprecio a la vida, ese régimen brutal, el principal culpable y el tiempo lo ha juzgado con severidad, sin difuminar sus culpas, tratando que algo así no se repita.  La muerte de Godo fue como el golpe a una  bola de billar. No tenían nada contra él, no le conocían. Tampoco a los policías que acudieron al aviso. Matarlos era solo la manera de golpear a la sociedad, de  crear miedo para que aceptara lo que quienes mataban querían. La vida  concreta de un  niño no valía nada frente al ideal de conseguir no se sabe qué nación ideal. Ese fanatismo no cabe olvidarlo. Después de su muerte, sus compañeros de curso pintaron en la pizarra: Godo, no te olvidamos y luego firmaron. Está escrito con tiza, pero nunca se va a borrar.   

lunes, febrero 05, 2018

Diario de Hendaya (27)

 L. G. Egido "Agonizar en Salamanca"

 


"Estaba bonita Salamanca, a pesar de la guerra, vista desde fuera, con los signos de su eternidad frente a la fugacidad de la historia".
"Solo los tontos se mueven por una sola razón".
"Al sentarse el viejo rector en su alto sillón presidencial crujió la carta de la mujer de su amigo Atilano Coco, el pastor protestante condenado a muerte que llevaba en su bolsillo".
"Hay que tener cuidado con Azaña que es un escritor sin lectores y será capaz de hacer la revolución para que la gente le lea". (Unamuno)
"La humanidad es como una gata con siete gatitos: se come tres y cría cuatro." (Unamuno)
"No hay peor resentido que el que no quiere entender". (Unamuno)
"Ya no estaba convencido de que la lucha española fuera entre civilización y barbarie, sino entre una barbarie y otra barbarie".
"Dobló la cabeza como un Cristo agonizante y nadie supo que había muerto". 

miércoles, enero 17, 2018

Diario de Hendaya (26)

  15 enero. Diente.

 


Ella está reclinada, en silencio, absorta, esculpiendo mi pequeño diente con una lima, que luego ha de encajar en su agujero, y yo la miro de reojo desde el sillón, con la boca abierta. "Me das envidia", le digo. Ella levanta la cabeza y me mira, interrogante. "Trabajar con las manos", le digo. "No pensar, sino limar ese pequeño diente que me va ir bien". Ella sonríe de nuevo y vuelve al diente. Trabaja con seguridad, como si algo le indicara cuando tiene que parar. Repite el mismo gesto con su  dedo extendido pasando la lima por el diente mientras le da vueltas muy despacio. El dominio del gesto, que siempre pasa desapercibido,  implica   un conocimiento profundo, fundamental, hecho de un montón de experiencias, un largo aprendizaje.  Solo tras muchas repeticiones el carpintero desbroza, el escultor golpea, y el cirujano corta. Algo simple y complejísimo, una actividad a medio camino entre la conciencia y lo que está fuera de ella.  "Entre fuerza y suavidad la mano encuentra y la mente responde", dice el Zhuangzhi, sobre ciertos gestos.  La mano y la mente trabajan una con la otra, sin tensión, en una concentración profunda, silenciosas.   "Al comienzo veía todo el buey ante mí –dice el carnicero que lo ha despiezado mil veces-, luego parte. Hoy lo encuentro con el espíritu, sin verlo ya con los ojos".

martes, enero 09, 2018

Diario de Hendaya (25)

1 enero 2017. HELADO



El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del año,  el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el propio vaho que salía  de la boca, vimos a lo lejos la capilla  de  Eunate,  difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos que parecen piezas de  patchwork, hechos de lienzos de cereal recién brotado entre  ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas como cintas blancas.  Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había embarrado la senda que sube hacia Arnotegui.  Allí,  según me contó F., vivía  hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era, el sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la rueda, que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de apariencias y embelecos, sino de lo esencial, algo a la vez valiente y deseable, un signo en este tiempo de locos, pero mientras ascendía con el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude dejar de preguntarme si  ese desprendimiento no sería también una trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo,  ¿no es sobre todo una forma de escapismo?  ¿No se trata de algo muy egoísta? ¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o no,  abstenerse o mancharse las manos,  esa es siempre la cuestión, y ya en lo alto recordé de pronto la máxima  de que hay que estar en el mundo pero sin el mundo, es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las  cosas, sí,  pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente  lo que uno debe, y confiar. Eso es todo. Así que  descendí bien ligero hacia el pueblo, a paso vivo, sin  quedarme en lo helado, sino yendo mejor al calor de los otros.


1 enero 2018 COMIENZO 

 


No había nadie en las Nequeas cuando pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos –no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se atreviesen  a brillar y parecían más bien  recién pintados con los pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de lejanas sierras, la líneas apenas intuidas del Moncayo, todo bañado en un luz  matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta el mediodía, hacían que el  paisaje pareciese recién estrenado, como el propio año nuevo en el que las desgracias todavía no habían ocurrido y todo era posible todavía, como sucede con aquello que deseamos pero no hemos emprendido, antes de que nos  muestre sus dificultades e imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién hecho, sentí a la vez el orgullo de vivir en un sitio así,  de pasearlo de arriba abajo, buscar sus secretos  y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también ajeno a él, aligerado de todo su peso, casi como un extraño,  pues ya dijo  alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay que buscar, "no sentirse en casa al estar en  casa", sino sentirse siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos sino inquilinos que están un tiempo de prestado,  de paso, al cuidado de las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo y al poco tiempo, como suele ocurrir,  nos pusimos a levantar murallas que nos protegen y nos encierran  a la vez,  y peor que despojar a alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, sea él mismo, cuando toque, me dije, mirando  los verdes y amarillos, los pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que parecían hablarse entre ellos,  siempre de aquí para allá,  sin equipaje.

jueves, enero 04, 2018

Cuaderno de Hendaya (24)

3 Enero. Retrato

 
Juan de Echeverría. Retrato de Unamuno.

Este es el retrato de cuerpo entero: "Unamuno con cuartilla en la mano" que pintó en 1929 el pintor vasco Juan de Echeverría. Al final de su estancia en Hendaya Unamuno posa para distintos artistas que van a verle. Además de Echeverría, que es un viejo amigo, acuden Bienabe Artía, Flores Caperochipi, o el escultor Victorio Macho, que le hace un busto que se hará famoso, a pesar de que Unamuno se presta a posar a regañadientes, pues está posando a la vez para Echeverría. Éste, ya había pintado varios retratos de Unamuno en 1927, y una serie de apuntes y dibujos pero, a su vuelta a Madrid, no está satisfecho, piensa que no ha capturado suficientemente el carácter del modelo, "Debo hacer otro retrato que responda más a la idea que ahora tengo de este escritor".

Cuando vuelve a Hendaya, en 1929, trabaja en este gran óleo en que retrata a Unamuno de cuerpo entero, con aire envarado, lleno de una gran tensión espiritual, con una cuartilla en la mano, como si quisiera impartirnos una lección, vestido con su perenne terno negro, su uniforme civil. La figura, electrizada, con los pelos en punta, tiene la sobriedad de un pastor protestante, recuerda al pastor de la película “Luz de noviembre” con la que inicié este diario. Es un hombre lleno de convicciones, atormentado, que a la vez parece a punto de desmoronarse en cualquier momento, como si su determinación ante las cosas fuera excesiva y encubriera en el fondo una gran debilidad. Es un hombre incorruptible, el escritor –el tiempo lo demostrará, con su enfrentamiento con Millán Astray al comienzo de la guerra- más libre de España.


Para el historiador Lafuente Ferrari se trata de un retrato espectral "con su rostro gastado por la edad y el tenso anhelo de España" y ve en este personaje a un hombre que no es solo el escritor sino "el profeta de la angustia de Dios".


La cuartilla en la mano del retrato no es casual. Mientras posaba, según cuentan testigo de aquellos días, Unamuno no paraba de sacar del bolsillo papeles con versos y escritos sobre la situación española, proclamas y coplas políticas. Flores Caperochipi escribe "D. Miguel posando era un modelo enérgico. De sus bolsillos hinchados sacaba cuartillas que leía, comentaba y aplaudía".


Durante cinco meses, entre 1929 y el comienzo de 1930 en que Unamuno vuelve España, Echeverría pinta éste y otro gran lienzo de Unamuno en pie. Para plasmar la idea que tiene de él, necesita pintarlo e cuerpo entero. Todas las mañanas el pintor toma "el topo" en San Sebastián hasta Hendaya y pinta a su modelo en lo que parece la modesta habitación del Broca, con su papel pintado y su tarima gastada, y luego vuelve a casa. A veces, ambos acuden al Grand Café, en la Place de la Republique de Hendaya, a charlar con otros españoles y jugar a las cartas.


El último día de su destierro, el 9 de febrero de 1930, Echeverría acompaña a Unamuno en la comida de despedida que se le da en Hendaya. "Me despido de esta noble Francia para volver a España en mi segundo nacimiento". Tras esta vuelta a la vida, vivirá seis años más, hasta el aciago fin de año del 36. Una vez en Irún, recibido por Indalecio Prieto, Unamuno da su primer discurso multitudinario y en días sucesivos lo hará en San Sebastián y Bilbao. "La democracia vascongada acoge con delirante entusiasmo a D. Miguel de Unamuno", dirá la prensa local. En Madrid, aparte de los actos oficiales, Echeverría organiza una fiesta en su honor, llena de políticos que van a brillar en la inminente República, y que quieren aparecer a su lado. El, por su parte, ha dejado de momento la cuartilla.