jueves, octubre 25, 2018

Otoño

Tuve un día ocupado y al caer la tarde, camino a casa, me demoré un momento en el parque y me puse a escuchar los pájaros. Porqué cantan los pájaros es una pregunta que se ha hecho mucha gente. Platón decía que porque eran felices y aunque la ciencia ha explicado que se trata más bien de cuestiones territoriales y de celo, hay todavía un resto que no cabe explicar. Se ha comprobado que cuando el pájaro corteja o marca territorio su canto es más elemental y pobre que cuando canta sin razón. Cuando lo hace porque le apetece, podíamos decir. Russomanno, un musicólogo italiano que ha escrito un bello libro sobre la música invisible, y que es una especie de pitagórico, piensa que los pájaros cantan, entre otras razones, porque les gusta, porque disfrutan con ello, porque cantar les hace ser lo que son. Como Platón, en realidad. En su apoyo, cita autores y naturalistas que coinciden en esta idea de que en el canto de los pájaros hay un componente de gratuidad. Su grado de variedad y complejidad, apuntan estos sabios pajareros, no guarda relación con necesidades de supervivencia de la especie. El pájaro canta porque puede, porque es su voluntad y además su sino, sería la conclusión.  Esta mezcla de elección y necesidad es muy seductora y, a mi juicio, rige también entre los humanos.  En el fondo es la explicación de toda vocación, de todo camino. No poder dejar de hacer algo que a la vez se elige libremente. Es como reconocer que realizamos nuestro deseo porque no tenemos más remedio. A punto de anochecer, al mirar al cielo, he recordado de pronto el grito de las grullas que traerán pronto los días cortos del otoño, la flecha que dibujan el cielo, las vueltas buscando un lugar para pasar la noche. Para Russomano el canto de los pájaros, junto a la música, es parte de un continente mucho mayor que suena todo el rato a nuestro alrededor, pese a que nuestros oídos no puedan percibirlo. Es una música invisible, una armonía que lo envuelve todo. Mirando el cielo nocturno he creído sentir  un instante esa armonía  y  cómo al vasto silencio de los astros se sumaba mi propio silencio. 

lunes, octubre 08, 2018

Transición


El historiador Santos Juliá
 Como un hombre sabio que ya no necesita papeles, blandiendo a veces su fina mano de pianista, blanquísima,  habló Santos Juliá en Pamplona traído por el Ateneo, a cuenta de un libro que ha dedicado a la Transición con mayúscula, la que nos llevó a esta democracia que ya  nos parece tan poca cosa, pero que resultaba impensable cuando Azaña salía al balcón y miraba elevarse el humo de la batalla sobre la sierra, y ya soñaba con que los contendientes, las dos Españas, dejaran de matarse,  en que por fin  ambas partes se miraran a la cara y el perdón saliera de los corazones. Pido paz, piedad y perdón, clamó en Barcelona en su último discurso, como recordó el azañista emocionado que es Juliá. Hicieron falta muchos años para eso, corrió mucha sangre todavía,  hasta que los hijos de quienes habían luchado en ambos bandos se juntaron y pidieron lo mismo: libertad, amnistía, reconciliación; eso fue después de  largos años de dictadura, de un  exilio eterno de los vencidos en que la idea  de cerrar la heridas de la guerra y nunca volver a matarse se abrió paso; nada parecido ocurría entre los vencedores: aferrados a lo suyo, presos de grandes palabras roídas por dentro, aupados en su día por una Iglesia que los iba abandonando, cabalgando a duras penas sobre un país que era otro, y que a partir de los 60 fue abriendo espacios de libertad sin pedir permiso, mientras el régimen buscaba una salida hasta hacerse el harakiri, y los propios comunistas, punta de lanza de la oposición, adoptaban la política de reconciliación nacional, la oferta  de clausurar por fin la guerra y lograr una comunidad donde todos tuvieran cabida, acordar entre todos las nuevas leyes de la patria. Suerte, presidente, dijo la Pasionaria a la entrada de las primeras Cortes al Suarez que salió a recibirle, como si llevara 40 años esperándole. Lejos queda ya todo eso, irreconocible, casi echado al olvido, a falta todavía de un lugar para el recuerdo; un memorial que, según Juliá, sea puramente civil, modesto, tal vez con las palabras de Azaña y los nombres de los que, en uno y otro bando, luchando a cuerpo limpio, fueron hermanados por la muerte.

viernes, septiembre 14, 2018

47

Solía leer el blog de Vicente Verdú, pero ahora que ha muerto ha desaparecido. Es como una doble muerte que le ha dejado sin nada. En ese blog había escrito durante años piezas sorprendentes que ya no se encuentran. Todos los enlaces llevan a otro sitio. Esto demuestra, por otro lado, que lo auténticamente duradero es el papel, que la posteridad se esfuma en las ondas. Desde que cayó enfermo, el blog de Verdú cambió mucho. Esa grave enfermedad con la que nos referimos al cáncer lo cambia todo. Durante un tiempo Verdú, que era un ensayista muy original, capaz de vislumbrar hacia donde iba el mundo, se dedicó a la poesía. Vertía cada día en el blog un poema al que daba como título un número. Poema número tal. Así escribió varios cientos. Luego se dedicó a reproducir los cuadros que pintaba, algo que fue su última vocación. Unos cuadros expresionistas, llenos de brochazos y de color, como buen levantino. En la pintura, como en todo, fue muy prolífico.  Para él, pintar era un recreo en comparación a la escritura que es algo lleno de reglas y cortapisas. He querido consultar el blog para escribir este artículo, en busca de un poema que he recordado y me he encontrado con la nada. La página que contenía su blog solo debe admitir escritores vivos. El poema en cuestión recuerdo que jugaba con el número 47. Verdú duerme y sueña que cumple 47 años. Es su momento de esplendor y madurez como hombre, como escritor, como padre. Está en plenitud, rodeado de los suyos, exultante, hasta que nota algo raro, que no cuadra. Todos le miran. Asustado, no comprende. Al despertar comprueba el error: el sueño ha cambiado ligeramente las cifras. Es el día de su cumpleaños, pero en realidad no cumple 47, sino 74. Ahora todo cambia. El futuro se achica. Las fuerzas flaquean. Además, está enfermo. No lo sabe, pero en un año morirá. El sueño contiene un deseo, como todos, en este caso de no haber envejecido, de no haber enfermado. Él lo expresaba mejor en el poema, pero nos lo han quitado. “Acercarse a la muerte pendiente del juicio de los demás me parece repugnante. Uno escribe, pinta o canta porque necesita hacerlo de forma sincera”, escribió antes de irse.  

lunes, septiembre 03, 2018

Veneno

Sobre la balconada del mar, en Hendaya, está la librería Ulysse, como si fuera una declaración de principios. En este país el mejor lugar, viene a decir, la primera línea, se reserva a los libros. Ulysse es un sitio grande, destartalado, plagado de libros viejos y de ocasión, sobre todo de viajes, con cajones de saldo y baldas repletas. Apenas abre tres meses al año, hasta que Catherine, su propietaria, echa el cierre y parte de viaje. Ella encuentra libros valiosos, pero dice que le da pena venderlos y los esconde. Los libros de Ulysse, de otra época, hablan de países que ya no existen. Estas tardes luminosas, con un vientillo fresco del océano, es una delicia entrar un rato en la penumbra de la tienda solitaria y echar un vistazo. Solo al cabo de un buen rato Catherine, que está en el balcón tomando un té frente al mar, sale a ver si necesita uno ayuda. Viendo todos estos libros reunidos por países e idiomas, he recordado a Abelardo Linares, gran librero y editor de Renacimiento, que ha dicho que los libros son como un veneno, pero al contrario que el resto, solo perjudican en pequeñas dosis. Es muy peligroso leer solo un libro, la Biblia o el Corán, alimentarse solo con una dieta. Tomar mucho de todo es lo más beneficioso. A veces, dice, no hace falta ni leerlos, basta con tenerlos cerca para sentir su protección. Linares fue tras libros por medio mundo, como un detective tras su presa. Ahora le llaman el hombre del millón de libros. En realidad, los libros son casi infinitos, para lo corta que es la vida humana. Por eso una gran librería siempre nos inquieta. Entre las pobladas baldas de Ulysse he visto un ejemplar de “El monje y el filósofo”, una conversación de J.F. Revel, el filósofo, con su hijo, monje budista. El padre intelectual, lleno de razonamientos, el hijo buscando el vacío donde se encuentra la iluminación.  Cuando se sigue un camino en la vida, siempre se añora otro. A veces son los hijos quienes lo siguen, como si les hubiéramos transmitido un deseo oculto. Del veneno de los libros es difícil desengancharse, sería una mala señal. Si deja de interesarme leer, ha dicho estos días Savater, cierro la tienda.

viernes, agosto 24, 2018

Desvío

Noche en la montaña palentina. Una pareja holandesa, gente madura, pausada, de ojos claros, amantes del vino blanco (acostumbrados al Riesling, y deslumbrados por el Albariño) en la cena. Son de un lugar cerca de Delft. Ella va en bicicleta a dar clase de matemáticas en el Instituto. Han hecho una ruta imposible, pasando por Murcia, y ahora han caído aquí, desde Potes, camino de León y luego Galicia. Me recuerda a la ruta de Noteboom, el escritor holandés, en aquel libro que tituló “El desvío a Santiago” donde, con  la excusa de Santiago, daba un largo rodeo, lograba pasar por La Mancha,  Soria, Guadalupe, Sevilla etc. antes de llegar donde el apóstol. La esencia del viaje es el desvío.  Los holandeses conocen a Noteboom y me hablan otro escritor, el de Delicias turcas, que recuerdo se convirtió en una película impactante hace mucho tiempo. Hablamos en un  inglés macarrónico. Compruebo que están impactados por el sitio, les parece un lugar de otro tiempo, remoto, auténtico. Les doy la razón. Cuando yo llegué, había un perro dormido en la mitad de la calzada que no se movió. Eso lo dice todo. Por la noche se oyen los cencerros de las vacas y el gallo empieza a lo suyo antes del amanecer. Un camino que pasa por antiguas minas de carbón lleva hasta la Cueva del Cobre, a donde he subido esta mañana, y a las lagunas de Sel, en un antiguo circo de origen glaciar, donde el agua que se filtra  llega hasta la cueva y forma el Pisuerga. Allí arriba se atisba una extensión enorme, y se ven al norte los Picos de Europa pétreos,  tras una neblina, con algún pequeño nevero. No hay nada en kilómetros. Justamente a los holandeses les digo que España está en realidad vacía, que muchos lugares del interior cuentan con menos población que hace un siglo. Esto choca mucho a quien viene de un  lugar como Holanda, repleto, con su caminitos para bicicletas y sus casas con cortinas de encaje.  Es difícil traducir la carta a los holandeses, explicarles qué es una crema de calabacín, hasta que el camarero viene con el calabacín en la mano. Sin embargo optan por el Risotto, tal vez por ser una palabra que no necesita traducción. Salgo a ver las estrellas en la noche que refresca y los holandeses me siguen. Quedamos un rato en silencio. Se oye un pequeño riachuelo que corre allí cerca, invisible. Luego comprobamos que la luna está creciente y nos retiramos. A la mañana los encuentro cargando el coche, excitados. Me preguntan, inquietos, si los aullidos que han oído a la noche eran de lobo. Les aseguro que no, que se trataría de un perro,  pero no parecen creerme. En un lugar perdido, con lobos aullando a la noche, en la cordillera cántabra, contarán en la civilizada Delft. De nuevo es un día soleado, con bruma , en el  hay que ponerse a andar, pues algo me dice que  acabará en tormenta.


sábado, agosto 18, 2018

Rayo

Cayó un rayo con gran estrépito  a la noche, precedido de una cortina de lluvia y su explosión recordaba a la de un gran fuego de artificio, una bomba, la quiebra del cielo por algún avión supersónico. De pronto paró la música de la Ciudadela, como si el rayo hubiera fulminado al grupo de country que hacía rato se oía a lo lejos, inmune a la tormenta. Al día siguiente vi de cerca el árbol sobre el que el rayo había caído. Desde una rama alta había levantado la corteza y parte del tronco, y había seguido por la raíces, creando un reguero. Pensé que si alguien se hubiera refugiado allí estaría bien chamuscado. Este mes de agosto es de las perseidas y las tormentas. Muchas noches me he tumbado en esta yerba, no lejos el árbol, a ver pacientemente si pasaba por el cielo una lágrima de san Lorenzo o si eran aviones esas luces parpadeantes. Pensar en las perseidas, en el rayo, en el árbol, es pensar de otra manera, con otra dimensión del tiempo. Han descubierto unos gusanos que siguen vivos tras miles de años, en Siberia, junto al río Kolimá. Ese río, por cierto, da nombre a un campo de concentración del Gulag, y a los relatos de Kolimá, donde un prisionero aterido que pica en una cantera medio muerto distingue un pequeño brote ente el barro y se alegra porque llega la primavera. El hombre resiste todo. Están estudiando esos gusanos enterrados en el hielo desde hace milenios, y que han logrado resistir. Se trata de unos organismos muy simples, lo que debe ser un requisito para la longevidad. Bacterias, amebas, gusanos, una inmortalidad bien aburrida. Todo es asombroso, propio de las noticias del verano, junto a grandes incendios. El tema de los gusanos no es baladí, permite estudiar el envejecimiento y volver a la idea de la criogenización. Recuerdo que cuando era pequeño se decía que habían congelado a Walt Disney y que le veríamos renacer en el futuro. Según los expertos los gusanos recuperados del hielo son hembras y pueden reproducirse sin necesidad de machos. Todo esto demuestra, dicen, la resistencia de los seres vivos ante todas las circunstancias más extremas. Esperemos que el árbol herido por el rayo también pueda recuperarse.

martes, agosto 07, 2018

Bas

El escritor bilbaíno Juan Bas ha ganado el prestigioso premio Dashiel Hammett  de novela negra, con un libro El refugio de  los canallas,  en el que da cuenta de las consecuencias de violencia de Eta, del odio, del Gal. El libro es duro, certero, impactante. La historia va dando saltos y crea un mosaico que abarca un largo  periodo y hace desfilar a todo tipo de personajes que se entrecruzan.   ¿Qué hacía yo en esos años, como reaccioné a lo que pasaba? Es la temible pregunta que surge al leer libros como este, tal vez por eso resulten incómodos. Pero poco a poco, a contramarea,  va apareciendo esta literatura sobre "la despiadada y absurda gratuidad de todo aquello", como dice Bas,  como aparecen en verano esos cadáveres en los Alpes,  al retirarse la nieve.   Bas es un autor en medio del mundo, que no deja títere con cabeza; alguien que ha utilizado  mucho el humor, no en vano dirige el festival  Ja! en Bilbao. Su libro "Alacranes en su tinta" es un retrato deformado y  esperpéntico de Bilbao, lleno de humor negro. Lo mismo que su biografía novelada  sobre Urtain, aquel personaje portentoso –el prototipo de vasco de la época-,  alguien a quien el  triunfo destroza, y que termina tirándose por la ventana perseguido por sus acreedores. Que una novela sobre el reguero de dolor que supuso ETA gane un premio de novela negra llama la atención. Puede que Eta sea un asunto negrísimo, pero también es algo de lo que ya se puede hablar,  que va siendo pasado,  que se va borrando. Hacen falta libros que le hagan justicia. Yo no diría que la novela de Bas es negra, pero  es verdad que  que hoy cualquiera lo puede ser, y que este género sirve para todo. Se ha dicho que es el que mejor retrata nuestra sociedad, una forma de tocar asuntos  que sería más difícil abordar de frente. Así que la novela negra es la excusa para hablar del mal, del poder,  de la corrupción, de la injusticia, también de la generosidad y el perdón, mientras se descubre o no al asesino. Es un espejo que refleja lo que hay. Puede que nuestro mundo sea una novela negra, intrincada y confusa, como las mejores, donde es difícil saber quién es el malo.

martes, julio 24, 2018

Sobre D'Ors

La máxima ambición del hombre –y la más secreta-  es la espiritual, por encima del dinero y del poder, incluso, y eso se notó el otro día, cuando el gran salón de actos jesuítico de Bergamín, donde siempre parece que va a proyectarse una de romanos,  se llenó pese al calor  de la tarde  y el mundial  para escuchar a Pablo D’Ors, notable escritor, sacerdote que predica el  silencio y el entusiasmo, y fue una delicia oírle contar un cuento zen, cantar y explicar por qué el silencio es tan fecundo y abre el camino del conocimiento y la transformación, y qué encuentra uno al meditar.  La meditación es una práctica en auge  y en el fondo es una oración sin Dios, que hace tiempo abandonó la escena de la modernidad y se hizo imposible, arrinconado por la ciencia y todo su carrusel de objetos irresistibles.  Si es por promesas, la ciencia ya nos  ofrece la eternidad o en caso contrario la eutanasia, así que lo tiene todo. D’Ors es de los que quieren un cristianismo  más espiritual, que es uno de los polos que aparecen periódicamente en él, frente a una religión volcada  en las obras y el compromiso. Tanto  el creyente conservador como el progre,  son en gran parte ideológicos, moralistas,  llenos  de voluntad y convicciones  y se justificación en la acción y eso es una trampa, porque esconde a menudo cierto grado de superioridad y de suficiencia y los convierte en jueces de los demás.  Un cristiano anticuado y uno moderno piensan diferente, pero de la misma forma. La nueva espiritualidad, religiosa o no,  pasa por la experiencia individual, por la comprobación de sus efectos en la vida, sin tanto aparato de creencias,  atenta a los acontecimientos del cuerpo  y  conecta así mejor con nuestra época, descreída y ansiosa, asqueada de tanta falsedad, que busca no sabe bien qué, aunque, como todo, también puede convertirse en un autoengaño. Antes de huir a cualquier parte, volvámonos hacia nosotros, sería la propuesta de D’Ors. Ya dice el Zhuangzi que  la forma perfecta del viaje es encontrarlo todo en uno mismo. Dejar atrás el zumbido incesante de imágenes y palabrería que nos asedia, respirar y sentirse  por fin en casa.

jueves, julio 12, 2018

Lanzman

Claude Lanzman. Director de Shoa.
Ha muerto Lanzman, el cineasta de Shoa. En Francia, cada vez que muere una figura importante del pasado, un testigo de otra época,  el país hace grandes aspavientos, se le dedican elogios y reportajes, se recuerda a una generación que, en el fondo, se siente superior a la actual.  Pasó hace poco con Simone Veil. Supongo que esa sensación es común en muchos sitios, pero es cierto que la potencia intelectual Francia tras la guerra  fue enorme en los años siguientes, mientras nosotros estábamos enredados en el franquismo. Eso nos hizo llegar con veinte años de retraso a casi todo.  Lanzman era un francés de origen judío que siempre defendió a Israel. Fue escritor, periodista amigo de Sartre y Beauvoir. Estuvo en la resistencia. Entró en Tiempos modernos de la mano de Sartre y fue su director. Dijo que Shoa, el testimonio más rotundo sobre los campos de exterminio nazis, un film de 9 horas, no es un documental sino una obra de creación. Lanzman recoge testimonios y muestra los lugares tal como están ahora. No hace una reconstrucción, ni carga las tintas, ni dramatiza.  Deja hablar. Muestra las caras. No hay música ni lágrimas, ni actuación. No utiliza nunca grabaciones de aquel momento. No reconstruye nada. Es como si no se pudiera mirar fijamente a lo que ocurrió, como si fuera imposible representarlo. Solo contar con las referencias, de forma indirecta.  Como no pensar en La Rochefoucauld: Le soleil ni la morte ne peuvent se regarder en face. No se puede mirar fijamente ni al sol ni a la muerte.
En Shoa  (apenas he visto un aparte) hay una escena en la que Lanzman entrevista al correo polaco, el enlace entre la resistencia y el gobierno polaco en el exilio, en la que comienza a relatar su encuentro con dos representantes del gueto judío de Varsovia, un barrio que sería totalmente aniquilado, pero nada más empezar a contarlo no puede seguir. La emoción le atenaza. Entonces se levanta de la butaca y se va. La cámara lo muestra a lo lejos, en un salón de su casa. Luego se le oye decir que ya está dispuesto y vuelve. Es un hombre mayor, elegante, con el pelo hacia atrás, con chaqueta y corbata. Él sabía que estaban matando judíos, dice, pero lo sabía por referencias, por datos, no lo había comprobado personalmente, no tenía idea de la crueldad sádica de lo que estaba ocurriendo a pocos metros de su casa y que ahora escucha a los representantes del gueto, ante los que no es capaz de preguntar ni de intervenir, y se queda mudo, escuchando. Los comisionados judíos están más allá de la desesperación y no piden nada, en realidad sí, una única cosa: quieren que la autoridad polaca se entere de que, a pesar de que Hitler va a perder la guerra, a pesar del optimismo reinante que escuchan, antes va a exterminar a toda la población judía de Polonia, va a acabar con los judíos. Esto, de pronto, aparece como lo que es, una monstruosidad (imposible de mirar de fente) pero como algo completamente real. Acabar con un pueblo, no dejar rastro. Aniquilar al hombre. El sueño de una razón desvariada. Evitar que esa aberración se olvide es el afán de Shoa.
Pero Lanzman fue también un intelectual lleno de prejuicios y engreimiento que no supo ver a su vez el horror del estalinismo, un acomodado escritor de la gauche divine, de los que quería ocultar la verdad a Billanacourt -aquello de no desanimar a los obreros con el relato de la verdad-.  J. F. Revel lo retrata bien en El conocimiento inútil, un libro para caerse del guindo, que refleja la ceguera de tantos intelectuales franceses seducidos por el comunismo que no querían ver lo que tenían delante de los ojos. Algo que refleja también Tony Judt en Pasado imperfecto, sobre la deriva de esa generación de intelectuales en Francia después de la liberación (alguno, por cierto, que quería esconder así su colaboracionismo). Lanzman sufrió también, en su día, acusaciones de abusos sexuales, lo que hoy le hubiera llevado a la picota. Escribir una denuncia conmovedora no significa que seamos justos en todo. Escribir bien, podemos decir a la postre (como ser brillante en cualquier cosa), no es suficiente. No existen ángeles. Vamos escribiendo esta historia con las manos manchadas, por traer de nuevo al viejo maestro, el de los ojos estrábicos y el pitillo en la mano.