domingo, julio 14, 2019

Origami II (Te lo comía todo, menos las zapatillas)

Reptiles de Escher. Origami de Ramón.
La literatura de Ramón tiene algo de surrealista, de absurdo, de dejar a la imaginación que vuele pero, a la vez, sin renunciar a someterla a  mecanismos de relojería y reglas estrictas. Escribir así es como jugar, pero sabiendo que jugar es una cosa muy seria, una actividad terriblemente reglamentada, donde no admitiríamos que nadie se saltase las normas. Es impensable que nos quieran comer una ficha inventándose un movimiento distinto al previsto para el caballo, por ejemplo, o un valor diferente para una carta. Sería más fácil transigir con el Código Penal. En esta forma tan libre de escribir nada es casual, todo tiene un porqué, aunque sea un porqué alejado de la plana causalidad habitual. Es una fantasía, digamos, un tanto kafkiana, donde la realidad reconocible está siempre presente, aunque ligeramente distorsionada, abierta a la sorpresa. Se trata de una literatura pura, podíamos decir, fuera de cualquier propósito, sin causa ni finalidad social alguna -al menos deliberada, porque todo es leído de forma distinta al propósito del autor- una tradición que viene de lejos, una corriente que se aleja del realismo que a veces es experimental y a veces broma. Hoy un buen ejemplo de esta corriente sería Cesar Aira, el prolífico autor argentino. Ramón, a quien yo se lo recomendé hace tiempo, me dijo que no logró entrar. Aira escribe tanto, que hay para todo.
El caso es que Aira me llevó a hablarle de Raymond Roussel, ese extraño escritor francés, contemporáneo de Proust, tal vez amigo, de quien al final de su vida se publicó el libro “Cómo escribí mi obra” en el que da cuenta de su “método” de escritura,  basado en homofonías, (búsqueda de palabras que suenen igual con significados distintos, que deben vincularse en la obra), metonimias (donde vamos derivando la trama guidos por contigüidad de significados), o en extrañas concordancias, en azares, que van marcando la ruta. A estas normas autoimpuestas, por supuesto, hay que atenerse sin excusas. Abrir el diccionario al azar y encontrar palabras que hay que unir en una historia sigue siendo un método infalible. Pero el método de Roussel, más sofisticado, tiene algo muy sugerente: sabe que nosotros mismos no podemos llegar muy lejos; que nuestra imaginación está condicionada por nuestras experiencias y la realidad más cercana, que nuestras circunstancias constriñen la invención,  y que es preciso desprenderse sin falta de todo eso para poder acceder a asociaciones nuevas, a espacios inexplorados, a lugares a los que por nosotros mismos nunca hubiéramos llegado. Eso me hace recordar también al italiano Gianni Rodari, escritor para niños de todas las edades, que en su “Gramática de la fantasía”, proponía también varios métodos para incentivar la imaginación, para armar historias y hacerlas ir por donde uno no tenía previsto. Esto es algo, por cierto, que se consigue también por un mecanismo tan antiguo como la rima, que nos limita y obliga a encontrar palabras que terminen igual, lo que abre el poema de inmediato a nuevos significados. De hecho, Roussel reservaba su método para aquellas obras donde no exista rima, según advierte.  En el fondo, nada mejor para escribir que imponernos limitaciones.
Algo de eso, me dije, algún esqueleto oculto tenía el cuento que me regaló Ramón, y que leí de vuelta a casa en el tren, entre las histriónicas conversaciones de móvil de los pasajeros Era un cuento titulado: Te lo comía todo menos las zapatillas, y relata la temible experiencia de una mujer que tiene una cita con un cocodrilo. Una mujer, dice el cuento, de apariencia inofensiva, caprichosa como una pizza y cruel como un designio.  El cuento pertenece a una obra colectiva titulada “Imposible no comerse en el volcán de los amores canallas”, de editorial Lastura.  

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