jueves, junio 27, 2019

Revolución en el jardín

El escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia
Quedo con P y charlamos de todo un poco: de política, de sus clases, de la universidad, de amigos comunes. En un momento dado me dice que quiere escribir un Diario, que es el género que hay que cultivar a cierta edad, y donde cabe todo, pienso.  Luego me cuenta de un autor a quien ha tratado al que  han concedido el premio Amado Alonso, Marco Perilli, por un trabajo sobre Dante. Recuerdo haber visto el anuncio de una charla suya en la en la Biblioteca, pero estaba agotado y me dio pereza ir. Ahora me fastidia. Cuenta una cosa curiosa, y es que cuando Dante habla en el célebre comienzo de la Comedia, aquello “In mezzo del cammin di nostra vita”, parece que no se refiere tan solo a la mitad de su vida personal, sino a su idea de que la humanidad se halla a mitad de su recorrido, por precisos cálculos de algún tipo. (Me pregunto desde cuando procede hacer la cuenta: si es desde el nacimiento de Cristo, todavía quedan más de 700 años para el fin de mundo, lo que tal vez, visto lo visto, sea un plazo muy largo).
Perilli es un escritor italiano que vive en México y escribe también en español. Me recuerda a Tabuchi, que se convirtió en un portugués a base de seguir a su admirado Pessoa. Mientras hablamos de México, del inmenso DF, de las colonias donde viven los artistas, recuerdo de pronto a  Ibargüengoitia, ese escritor de apellido inacabable, como de chiste vasco,  un autor, sin embargo, profundamente mexicano. (Mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento, escribió).
Recuerdo su humor tan fino, literario, demoledor a veces, sus parodias de México revolucionario -y del PRI luego-  sus retratos irónicos, inmisericordes, sus artículos ligeros y humorísticos. Fue periodista del Excelsior y de la revista Vuelta.  En 1983,  un avión de Avianca que le  trasladaba a Bogotá, a un congreso cultural,  junto a varios escritores hispanoamericanos como el peruano Scorza, o Ángel Rama, o pintores como Jairo Tellez, cayó cuando iba a aterrizar  en el aeropuerto de Barajas. Todos murieron. Quizás estaba un poco más allá  del mezzo del cammin de la vida -tenía 55 años-  pero todavía no era tiempo de morir. Poco antes había escrito: cada año que pasa tengo más libros que escribir, y cada año escribo más lentamente.
El año pasado Ibar –le reduciré el apellido-  hubiera cumplido 90 años. El caso es que nos quedamos sin esos libros lentos, lo que es una pena pues estamos faltos de humor inteligente. Y es que no es fácil escribir humor. Enseguida uno puede despeñarse por lo fácil, por lo coyuntural, por lo histriónico. El humor es una forma desplazada de decir cosas serias. De no ir de frente, de jugar al sobreentendido, de hacer metáfora. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio es muy cándido, y quien creyó que todo fue una broma, un imbécil, escribió Ibar. Quizás a su humor le cuadre decir que se atrevió a quitar la solemnidad a las cosas, algo muy higiénico. La solemnidad, la impostación, la gravedad, sobre todo en el ámbito de la política, en la universidad (donde se renueva cada día) nos asedia.
Ahora  me viene a la cabeza algo que ocurrió tras la triste muerte de Ibar y compañía. Una de las cosas que se dijeron fue que el avión había caído por una bomba que había puesto la CIA, al viajar en él  unos peligrosos escritores izquierdistas latinoamericanos. Algo muy halagador para la escritura, sin duda, pues la hace tan importante como para urdir una conspiración internacional dirigida a cargarse a un humorista y dos novelistas no muy leídos camino de un evento cultural (y de sus cócteles). Esto, que da desde luego para una buena novela de humor,  lo dijo, entre otros, el chileno Jordorowsky, un escritor, o algo así, chileno y francés (bastante solemne, creo)  que todavía anda por ahí.  Enseguida me he puesto a mirar, porque el asunto me ha hecho gracia y he recordado la Revolución en el jardín. Prometo seguir.