martes, marzo 31, 2020

Diario de un confinamiento XIV. Los muertos.

Cementerio de la Almudena.
Ha nevado esta noche. Sigue la hibernación en todos los órdenes, en la economía y en el clima, al pie de la letra. El día parece un día falso, de prueba, como si no hubiera habido tiempo para poner los colores y perfilar los contornos. No pasa nadie por la calle, no se oye un alma. La Vuelta del Castillo, desde la ventana, parece un christmas navideño, un cuadro de Brueghel. A veces, afinando el oído, un rumor de ruedas de coche, una bocina apagada, un ladrido. Oigo que el día de ayer fue malo, un récord de muertos. Peor que en Madrid están en Soria y en Segovia. También en esto se les olvida, son los últimos.  Lo escuché en mi último viaje a Salamanca, cuando me hablaron del abandono que sufre Castilla, de los jóvenes que se van, de la poca industria, como la que había en  León, que se desmantela. De la falta de futuro de estas tierras. Quizás haya ahora tantos muerto porque los viejos son mayoría.
Recuerdo que un escritor de esa tierra, Jiménez Lozano, dedicó un  libro a aquel fraile castellano,  Juan de la Cruz , que tituló “El mudejarillo”, pues no otras cosa era ese fraile pequeño y moreno, y cuenta que cuando ya murió fray Juan, le dejaron solo un rato como  a todos los muertos, que entonces es como si una ballena se los tragase y descendiesen con ella  a lo profundo del abismo del mar donde están las aguas originales y las raíces de las montañas, y la tierra tiene su asentamiento y cerrojos. Y el chirriar de éstos, al cerrarse en silencio, les da a los vivos despavorición, y a los muertos mismos cambia el color de su rostro. De modo que el rostro de fray Juan se puso blanco como las azucenas, que no podía decirse entonces que había sido en vida como el de un mudejarillo.

Los muertos son lo más valioso que tenemos ahora. Lo más real. Lo único que no nos engaña. Nadie sabe el número de infectados, de enfermos, de curados, de días de espera, pero tenemos la cifra de los muertos. Un montón. Aunque no es es posible estos días ver el rostro de los muertos. Alguien me cuenta que muchos no han podido despedir al suyo, y que les han dado una urna con las cenizas. Cuando se investiga el origen del hombre, cuando se le puede ya llamar tal cosa, uno de los principales factores es la existencia de ritos funerarios, de enterramientos; del hecho de disponer a los muertos de una manera, y dejar cosas junto a ellos:  ropas, vasos, comida, enseres, joyas. De despedirse de ellos con rituales, ceremonias y lutos, incluyendo ayunos, banquetes, homenajes, lloros,  monumentos y borracheras. Luego la vida puede continuar. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.  El hombre es hombre porque entierra a los muertos, o hace con ellos algo a posta, los quema, los guarda  -ningún otro animal lo hace-  y porque la muerte le demanda una explicación; y así  la niega o la acepta a duras penas mediante teorías: reencarnación, vuelta a la vida, paso a otra dimensión, vida mejor, resurrección, nada. Toda muerte requiere un duelo que comienza con una despedida. ¡Ah, el rostro de azucena de los muertos que hoy también se nos hurta, el entierro casi a escondidas, los abrazos fallidos, las lágrimas privadas!  Cuando esto acabe, habrá que enmendarlo.

lunes, marzo 30, 2020

Diario de un confinamiento XIII. Hibernación.


 Desde hoy se han suspendido la actividad no esencial, y la economía, como ha dicho con gran desparpajo la ministra portavoz, ha entrado en hibernación.  Algo nunca visto en el mundo, añadió. Pero ayer casi a medianoche todavía no habían dicho que actividad era o no esencial,  y varios millones de trabajadores no tenían claro si tenían que ir  o no a trabajar. Al final llegó una moratoria in extremis.  (Parece que el gobierno está dividido, que Podemos se está imponiendo a Nadia Calviño, que el presidente vacila). Viendo esta hibernación, la verdad es que le recorre a uno una ola de frío. Se nota que parte del gobierno no vive en la economía real, lo que quiere decir en la vida real. Se trata de gente que vive en la ideología. Las medidas que se toman son discutibles, pero lo peor es que no parece muy convencido de ellas, y a menudo dan marcha atrás. He estado ayudando a un autónomo que ha dejado de percibir ingresos y el papeleo y los requisitos son insoportables. Como su actividad -hasta ahora- no era de las que quedaban suspendidas, podía solicitar una ayuda para el mes de marzo, pero esa ayuda solo se concede si la facturación ha quedado por debajo del 75% de la habitual. Como los autónomos han trabajado los quince primeros días marzo, es imposible acceder a ella. Respecto a la de abril, habrá que aclararse antes cual es la normativa aplicable. Si su actividad está suspendida o en el limbo.  Luchar contra la epidemia es un reto y no fácil. Cualquiera comete errores, -aunque la compra fallida de test a China vuelve ser una prueba de  esa falta de contacto con la realidad, como la centralización de las compras, algo que hizo perder un tiempo precioso- pero no parece que se aprenda mucho de los  errores. Hibernar la economía sin haber consensuado medidas con los involucrados puede ser la puntilla. La ruina para muchas empresas pequeñas y autónomos sin actividad en estos momentos,  pero que deben seguir pagando salarios, y tienen prohibido despedir. El destino es echar la persiana. La economía -no hace falta ser experto- es una cadena de relaciones sutiles y de complementariedades.  No se puede tocar algo sin que repercuta en otra cosa. Se autoriza, por ejemplo, la actividad agrícola para garantizar el suministro pero, ¿qué hace un productor de fresas si no tiene a su vez suministro de cajas para enviarlas, o sin un transporte rápido? Por no hablar de la mano de obras, que solíamos importar. Cuando cayó la URSS, una delegación de Moscú se reunió con representantes del ayuntamiento de Londres y les preguntaron muy serios cómo organizaba el suministro de pan en la ciudad. No hace falta organizar nada, contestaron los londinenses, son las panaderías, los negocios privados, los que se cuidan de llegar hasta el último rincón, porque les conviene. Ese les conviene explica el mundo real. En este gobierno hay quien, a cuenta de este maldito virus, va querer organizarnos el suministro de pan.

domingo, marzo 29, 2020

Diario de un confinamineto XII


Iba a salir a la compra cuando llegó la bici. Eso me fastidió, pues ir a la compra es como salir al recreo y ahora de pronto tenía demasiados planes. Cuando abrí un operario con mascarilla me tendió el paquete. ¿Firmo yo por usted, no? me dijo desde la distancia. Le dije que sí. Saqué las tijeras de cocina y fui rasgando la caja. Dejé todos los elemento en el suelo, como un gran puzzle, para que mi hijo se diera por aludido y salí a la compra. Allí las cosas seguían igual. La pescadera me saludó desde lejos y la cajera dijo que le molestaba la gente que entraba a comprar una sola cosa: una coca cola, unas patatas. ¡Que compren cien de una vez! Al llegar mi hijo estaba enfrascado en la tarea y, como ocurre en estos casos, un rato faltaba una tuerca importante, y al poco sobraba. Para la hora de comer la bicicleta estaba enchufada, expectante frente a la ventana, con sus cuernos al aire. A la caída de la tarde, a la hora de la gimnasia, he subido. Como no dominaba bien los programas he puesto uno que duraba 100 minutos y que subía y bajaba. En los auriculares me he puesto Return to forever, de Chick Corea. Un clásico. He partido con la ciudad inundada de sol frente a mí. El comienzo del pedaleo ha sido suave, y al ver las calles vacías me he acordado de la película de Nani Moretti, Caro diario, en la que recorre una tarde tórrida de agosto una Roma totalmente vacía con su vespa. Esa escena siempre me ha encantado. Sobre todo cuando toma suavemente las curvas de la ciudad eterna, yendo de lado a lado,  de una forma que también parece eterna. El teclado de Corea, ligeramente vaporoso, me acompañaba. Luego Moretti llega hasta la playa de Ostia, creo, a visitar el lugar  donde mataron a Pasolini, y la película se hace más seria. La bici también se ha puesto un poco más seria, cuesta arriba y he comenzado a sufrir.
Me cuesta decirlo pero ayer no tuve un buen día.  Me despertó el sol entrando por la ventana, todo parecía en orden,  hasta que  de pronto noté que mi cabeza iba por su cuenta, que estaba en otra cosa, que mientras yo miraba plácidamente los árboles que acababan de estrenar su hoja, ella se dedicaba a escribir algo. La mente estaba en acción, seguía a lo suyo. Ya estaba con el borrador de un artículo. Era como si no me pudiera escapar, como si relatar las cosas hubiera sustituido a vivirlas. Había pensado que escribir me servía de salvavidas estos días, pero tal vez me estaba pasando. Cuando me levanté por fin  estaba confuso. Repasé con grima los mensajes del móvil y leí solo el de un amigo de lejos  que se interesaba por mí y, mientras iba grabando una contestación en el Wup, noté que la voz me temblaba, que no lograba decir lo que había pensado y se me cerraba la garganta. “Estoy emocionado”, comprendí. “Esto me está haciendo mella”.  Creía que el aislamiento no me estaba afectando, pero no era así. Quizás me había obligado demasiado. Quizás había jugado a dominar la situación, a demostrar que podía con todo. Ahora era como si se me hubiera caído la careta y viera mi rostro de verdad.
He recordado todo esto pedaleando.  Es lógico tener un día malo, me he dicho. A fin de cuentas, hemos sufrido una pérdida:  hemos perdido la vida que llevábamos, tenemos incertidumbre, estamos confinados, hay muerte alrededor, hay que hacer duelo. Tantas noticias además no ayudan. Son las pequeñas historias de gente corriente lo peor. Lo que pone rostro a los números, a la famosa curva. Una médico de un pueblo ha muerto sola en casa, después de visitar a su enfermos. Dos hermanos mayores también han muerto solos en su casa y un tercero sobrevive. Se ven fotos de las naves de Ifema, iguales que aquellos hangares llenos de soldados con la gripe española del 19. El heroísmo y la rabia de la gente se extiende.
El programa de la bici  ha vuelto a aflojarse y ahora parece que voy bajando una cuesta. Eso me ha animado un poco más. Estoy mucho mejor que ayer, me he dicho. Fue un bache.  He mirado la pantalla y apenas llevaba 25 minutos, pero pedalear ahora es otra cosa. He ido hacia la avenida Zaragoza tomando la curva de los Fueros,  he bajado por donde solía ir todas las mañanas al trabajo, y he visto las peluquería baratas, las tiendas de comida ecuatoriana, la frutería  donde  compro a una rumana miel de romero. En los auriculares se oía ya Fiesta, de Corea, un clásico, un tema vibrante, y eso me ha puesto las pilas. He apretado y al poco he vuelto a sudar a mares porque la cuesta se ha vuelto a empinar, así que he hecho una pequeña trampa y he bajado la intensidad para ir tranquilamente por  el  llano. De reojo he visto el ordenador en la mesa, cerrado. Ya tenía ganas de volver a él. Lo cierto es que tratar la desazón con las palabras, hasta que se deshaga, es mi manera. Luego he recordado la escena de ET, cuando los niños le llevan en bici tapado con una sábana y  despegan del suelo y siguen pedaleando por el cielo, y he acelerado más, como si también yo quisiera elevarme  y ver las cosas como un pájaro.  Para primer día 35 minutos no están mal, me he dicho, así que he apurado el sprint y he cruzado raudo la meta.

viernes, marzo 27, 2020

Diario de un confinamiento XI



 Llamaron al timbre y por la cámara vi un operario que traía un bulto grande en una carretilla y abrí. ¡Es la bici, grité! Hace más de una semana que pedimos una bici estática para casa, la esperamos como agua de mayo, como una vía de escape en este encierro. Al menos pedalear sin moverse del sitio.  Me he puesto los guantes de vinilo que compré ayer para recibir el paquete y he esperado en la puerta en vano. El ascensor no ha funcionado, nadie ha subido. No he visto encenderse la luz que delata que la puerta se abría. Misterio. He bajado hasta la calle en zapatillas, con los guantes, pero no había nadie. Eso me ha arruinado la mañana. He intentado escribir varias cosas, pero me he empantanado. He optado por adelantar algo para el periódico -el plazo del periódico siempre me tensa- pero a la mitad el artículo se me ha caído de las manos. Demasiado pesimista me he dicho, demasiado virulento. Las cosas no van bien, los casos aumentan, hay un montón de sanitarios infectados -lo que habla a las claras de la incompetencia que nos gobierna-, pero de pronto me parecía obsceno escribirlo. No me sentía con derecho. He pensado hablar de otra cosa, escapar.  No sé si eso es muy honesto. Es como ocultar la verdad. “Escribe algo que nos anime”, me dijo el otro día una vecina desde el balcón, mientras tendía. El comentario me afectó. Sentí de pronto una responsabilidad.  A veces me gustaría que no me leyera nadie. 
Como era imposible arrancar he entrado mecánicamente en Facebook, como quien sale de casa al buen tun tun, sin saber a dónde ir. Torrens sigue con su festival de cine negro particular en su casa.  Esta vez toca Perdición, de Billy Wilder. Sigue el cine negro confinado, (esta vez el finado es el marido), escribe. El fotógrafo Buxens sigue ofreciendo fotos de Pamplona vacía, casi siempre con un único transeúnte. Solo ante el peligro. Las palabras que ganan hoy en Facebook son: incertidumbre, solidaridad, cuidado, mayores.  La excursión por la red me ha dado dolor de cabeza. He cerrado los ojos y he pensado ponerme el termómetro, pero me he tocado la frente y estaba fría. Enseguida he vuelto en mí. He pensado hacer un tangram para relajarme, pero he recibido mensaje de S.  que vive solo y me ha contado que una vecina con la que se cruzó en la escalera le ha ofrecido su perro para pasear. “Cuando pase esto tienes que invitarle a algo”, le he dicho. “Puede que tengas razón”, me ha contestado, lo que en su caso es mucho. Sería bonito que de un confinamiento saliera una historia de amor.

martes, marzo 24, 2020

Diario de un confinamiento. X.

Oso polar sobre lata de sardinas. Plegado de Ramón Jiménez.
Mi amigo Ramón, desde Madrid, me cuenta que resiste en casa a base de leer, escribir y gracias también al Origami -el arte japonés del plegado de papel- que es una de sus pasiones, junto con los cuentos  y que no son para él cosas contradictorias, pues Ramón es en realidad  un escritor que pliega o un plegador que escribe, ambas actividades obedecen a un  solo impulso, son caminos divergentes pero que, en su caso, hace tiempo que se encontraron, pues él hace unas figuras con vocación narrativa, pliega historias, consigue metáforas en cuatro dimensiones, y sus plegados llevan dentro un cuento, lo mismo que sus cuentos contienen algo de Origami.  En una simple hoja de papel, de una forma u otra, aparece de pronto un rinoceronte, o un oso polar.
Ahora, durante el confinamiento, Ramón sube a Facebook (si es que allí es posible  subir) figuras plegadas que son un “jeroglífico casero”. Merece la pena verlas.
Le he mandado mi entrada de este Diario sobre Tulum y el viaje México, y me ha comentado enseguida que él también tiene un cuento, inacabado desde hace mucho, sobre un viaje a México en el año 93, a salvo solo del toque final, algo que dice es muy importante. Puede que ahora le dé la puntilla. Luego me anuncia que me va a mandar un cuento que acaba de publicar en una antología llamada “Amores de cine”. Su cuento se titula “El psicólogo que veía enanos en el frigorífico”, lo que da ya una pista sobre lo que nos espera.

II

Algo me ha estado rondado por la cabeza y después de volver a leer lo que escribí de los cerezos y el agricultor de la Berrueza,  me he acordado de (y he buscado) algo que escribí hace años, un día de primavera en que di un paseo por el Arga (parece mentira), y al cruzar las pasarelas vi que en una isleta de esas que aparecen en el el río cuando el caudal baja, había florecido un arbolillo que parecía un cerezo,  y luego apareció una garza avanzando con sus lentos pasos de ballet por el cauce del río. Entonces recordé a Ramón, pues yo sabía  que él hacía muchas figuras de origami de animales,  donde eran habituales las garzas y las grullas -se pliegan figuras preciosas de ellas-. el propio Ramón me había mostrado alguna  grulla de mucho mérito; y también recordé ese día de la garza y el río algo que me había contado Ramón, una leyenda japonesa que dice que si uno hace mil grullas se cumple cualquier deseo; pasa lo mismo que al tirar una moneda al agua, por ejemplo, o soplar una llama, lo que confirma que los deseos se alcanzan siempre  por caminos oblicuos, nunca en línea recta; y más tarde encontré tanbién una historia sobre las mil grullas y los deseos,  la de una niña de Hiroshima que sufrió leucemia después de aquel terrible bombardeo sobre su ciudad, y que intentó llegar a las mil grullas para que se cumpliera su deseo de curarse, pero murió cuando había plegado 644.  Sasiki, se llamaba la niña. Es una historia triste y a la vez de esperanza, propia de estos días en que pese a los esfuerzos hay quien no va a poder salvarse.


III

Por fin Ramon me ha mandado el cuento que escribió para la Antología sobre el cine, titulado  "El psicólogo que veía enanos en el frigorífico", y lo primero que sorprende es la libertad de Ramón, pues este cuento tiene poco que ver con el cine. Luego le he escrito diciéndole que he leído su cuento casi todo el rato con la sonrisa puesta. La verdad es que es un cuento que no defrauda,  que responde al estilo y la manera de escribir del autor: la invención pura, delirante a veces, el cuidado trabajo del lenguaje, el juego de palabras, los dobles sentidos, las metonimias en las que deslizarse como en una pista de hielo, las comparaciones y metáforas sorprendentes, muchas veces también zoológicas, como si estuviera pensando en plegarlas, como cuando habla de un jefe “más desconfiado que un salmonete”, o “más callado que un zorro”, o “serio como un hipopótamo”. Le he dicho más cosas, pero no vienen al caso. La verdad es que he encarado esta jornada de retiro obligatorio con otro ánimo.

Diario de un confinamiento IX. Compra


Fui a la compra. Me encantó como me llevaron mis pies hasta alllí. La gente hacía cola en la calle guardando metro y medio de distancia. Era al final de la mañana, y no se estaba mal. Quieto allí, sin el móvil que me había dejado aposta, sin otra cosa que hacer, sentí una gran liberación. Acababan de anunciar que el estado de alarma se extendería otros quince días más -todavía, tres semanas- pero en la fila, como en todas partes, todos parecíamos resignados. Qué rápido se acostumbra la gente a las situaciones de excepción. Enseguida crea una rutina. Si ahora comenzaran unos bombardeos, he pensado, nos apañaríamos. 
Dentro del súper se estaba bien: las cosas habían cambiado desde la última vez y como éramos pocos no había colas ni agobios. Sobre el suelo, frente a los mostradores, habían pintado una línea para guardar la distancia. Yo llevaba puestos unos guantes de látex que había encontrado en casa, pero al pesar  la fruta y la verdura se me pegaba luego en ellos la etiqueta con el precio, y se me rompían. Traté de ponerme unos guantes desechables encima, pero así no podía abrir bien las bolsas. Era como en un gag mudo. Desde los dos metros  hablé con un amigo que hacía fila en la pescadería. Le encontré más encorvado de lo habitual, con mala cara. Retrocedí un paso, tratando de que no lo notara. Estaba indignado con la falta de previsión del gobierno, con su impotencia para suministrar a los hospitales trajes y mascarillas. Como van a acabar con esto, añadió,  si no son ni capaces de cuidarse a sí mismos.  Hay mucho políticos infectados, es verdad. Hoy la vicepresidenta Calvo. La primera fila de aquella manifestación del 8M ha caído toda. Parece una gesta heroica. Calvo, como casi todos los dirigentes de izquierda afectados, acudió a una Clínica privada, a la Ruber. No es nuevo. De boquilla hay una gran defensa de lo público, pero debe ser para los demás. Son los hechos, que dicen más que las palabras. Días cargados de palabras. Las de Sánchez, por ejemplo, en TV, que debieran ser verdaderas, unirnos, consolarnos,  no logran transmitirme nada. Nunca aguanto hasta el final, es imposible. “Me gustaría mucho poder hablar positivamente de la misma”, dice elegantemente Gregorio Luri, sobre la comparecencia del Presidente en horario de máxima audiencia. Hay quien dice que no es momento de hacer críticas, que hay que centrase en enfrentar la pandemia, apoyar el gobierno y no tratar de sacar partido. Yo también pienso en general así. Se nos dice que ya habrá tiempo para pedir cuentas. Lo malo es que cuando salgamos de esta, lo que mas nos apetecerá será olvidar, hacer borrón y cuenta nueva, echarnos a la calle, buscar fecha para San Fermín.
He dejado a mi amigo mirando desde la distancia a un calamar y he seguido adelante.  Parece que ya han llegado los espárragos frescos, pero todavía están muy caros. Ciertas cosas, decía mi abuelo cuando las veía muy pronto en la mesa, hay que comprarlas cuando las coman  los  soldados por la calle. Sabiduría económica.  Ya no se ven soldados por la calle, aunque parece que se están desplegando en muchos sitios. Hoy se publica que los militares han encontrado a ancianos conviviendo con cadáveres en residencias. Es una de las noticias más leídas.  Es terrible, pero sobre todo tiene mucho morbo.  

domingo, marzo 22, 2020

Diario de un confinamiento VIII.

Cerezos en Tokyo.
Un agricultor de Nazar, en la Berrueza, un lugar de Navarra algo remoto,  ha grabado un pequeño video en el que se ven detrás los cerezos en flor, y explica que estos días los agricultores también han de ir a cuidar los campos y atender al ganado para que podamos tener verduras, frutas, carne. Ver los cerezos en flor me ha conmovido. En muchas partes, como en Japón, esta explosión de blanco, este vestirse los árboles de flores, esta lujuria, es una gran fiesta, un espectáculo que visitan los niños y luego pintan en sus cuadernos con su cuidada caligrafía. Al ver los cerezos he sentido que el mundo sigue, que la naturaleza no para -tal vez descanse estos días un poco más sin nosotros- que los ciclos se repiten: el día y la noche, las estaciones, la llegada de los pájaros, la floración, y ha sido una sensación dulce, ligeramente triste, como el toque amargo que deja una achicoria, pues todo sigue y todo pasa la vez, sin remedio. Vaya novedad. Algo parecido, recuerdo, a lo que hablé ayer con R. por el móvil. Teníamos pendiente hace tiempo una excursión, no fuimos capaces de ponerle fecha, pero ahora no puede ser. Entonces, hemos imaginado con envidia como estarán estos días los montes, el pirineo en el que queda mucha nieve y donde no se verá un alma;  esos parajes que comienzan ahora a despertar con la nueva estación, muchos animales saliendo de sus guaridas, los sarrios extrañados, yendo de aquí para allá sin ver un ser humano. Luego he recordado también con mi hermano -ha sido una mañana de domingo de llamadas- la excursión del verano pasado, cuando fuimos desde el refugio de Lizara hasta Candanchú, un día de mucho calor, y al final, descendiendo desde el último collado por un lugar pedregoso, desértico, agostado, vimos en  la Rinconada a unos Sarrios contemplándonos, ariscos como siempre,  antes de escapar. 

He visto un video grabado ayer en que se ve a un corzo corriendo a sus anchas, solitario, en una playa vizcaína, Laga, saltando sobre las olas y embistiendo al aire. Es como si hubiera aprovechado nuestra ausencia para hacerse el amo. Parecía  una especie de revancha. Luego he recordado el final de El planeta de los simios, en que vemos el largo travelling de la playa vacía, sin presencia humana y la cúspide de la estatua de la libertad torcida sobre la arena.

sábado, marzo 21, 2020

Diario de un confinamiento. VII.

Lanzarote. Timanfaya.
Ahora recuerdo -en esta tarde de sábado inmóvil y silenciosa- que el último lugar donde estuvimos antes de este encierro, el último viaje, fue a la Isla de Lanzarote, lo que visto ahora tiene un significado especial. Lanzarote transmite la sensación de un lugar que ha sido arrasado por una erupción que acabó con todo y que poco a poco vuelve a comenzar. Un lugar donde dentro de los túneles de lava, ocultas, hay plantas y una charca de agua cristalina, como una perla dentro de una concha, y donde la falta de accidentes, de árboles, la extrema desnudez del paisaje, los tonos negro y arenosos, el viento, la escasez de estímulos crean una sensación de esencialidad, de aislamiento, de desolación y uno esta solo frente a sí mismo. El 29 de febrero -este año tuvo 29- volamos desde Bilbao y llegamos apenas a las 9 a Lanzarote. El pequeño hotel donde nos alojamos, junto a Puerto del Carmen, era un cortijo blanco, rectangular, con el mar en la distancia y las montañas del sur de la isla recortándose al fondo, entre la neblina que escondía también la isla de los Lobos y Fuerteventura.  Los dueños del hotel eran italianos, como varios clientes. Ya estaba en circulación el coronavirus, en Italia tomaban las primeras medidas. Se hablaba de ello, de la epidemia, ninguno nos dábamos la mano. Sin embargo, uno se encontraba allí a salvo, lejos del mundo habitual, exiliados más que nunca en una Isla. En cierto modo, pienso ahora, aquellos días de mar y sol, con esa tierra que todavía conservaba el calor del volcán, el fuego interior, fueron una fuente de energía para lo que iba a venir.

En la terraza del hotel, a la caída de la tarde, esperando el atardecer -Marco, el dueño, me acercaba una copa se vino-  leía alguna página de Saramago -un escritor notable, sin duda- , que vivió su ultimo años aquí cerca: Cuadernos de Lanzarote; unos diarios en que se presenta página tras página como el escritor de éxito requerido en todas partes, que va y viene sin poder negarse a recibir homenajes, dictar conferencia y recibir premios; siempre con gente interesante, siempre pontificando, negando sospechosamente que esté a la espera del premio nobel, displicente. Parece mentira que no caiga en cuenta. Yo iba pasando las páginas con el dedo en mi ebook, y paraba allí donde Saramago se deja de historias y habla de Lanzarote, donde se olvidaba un poco de sí mismo y describía la Isla.

El primer día en la isla -con el Fiat 500 alquilado puede recorrerse sin prisa- fuimos a Playa Quemada y nos bañamos en una playa negra de la que nos expulsó el sol. En un chiringuito comimos luego un atún rojo. A la tarde fuimos hacia Bahía Blanca y la playa de Papagayo. El domingo en los Jameos, y luego por una carreterilla de las que se ensanchan cada poco para que se crucen los coches, como las que hay en Inglaterra, hasta el Mirador del Río. Desde allí hay un panorama de Finisterre, de fin del mundo conocido, y se ve La Graciosa, como un prodigio al alcance de la mano, varada en otro tiempo, sin carreteras ni coches. Mirándola me vino el recuerdo de Aldecoa y de su Parte de una historia, un escritor que murió joven.  El lunes fuimos tras los delfines. Tras media hora de navegación, de pronto, en una zona donde aleteaban alcatraces que caen a pico sobre el agua para atrapar un pez, aparecen, ascienden se dejan ver, siguen al barco, entran y salen, se dan la vuelta boca arriba y muestran su vientre blanco. Tiene algo de asombrosa ligereza, de competición con nosotros, de confianza y de juego. A la noche, para celebrarlo, cenamos en un restaurante elegante donde se habla inglés y se come pescado y vino del El Grifo.  En esta isla, dice el chef, hay mucho vino, pero poca agua.  Reservamos el último día para Timanfaya. Desde el autobús que recorre la Montaña de Fuego se ven los cráteres y el paisaje de lava, los agujeros abiertos como agallas tal como  escribe Saramago en sus Cuadernos, cuando va de visita con algún visitante ilustre, las calderas abiertas en el interior de las cuales imagino que el silencio tendrá la espesura del propio tiempo. Desde el bus en que es obligatorio ir se ve un paisaje único de lava y ceniza donde las pocas plantas que se salvaron de la debacle vuelven a colonizar poco a poco la tierra, como en un nuevo comienzo del mundo. 
En esta Montaña de Fuego hay un lugar en que se cuenta la historia de un tal Hilario, que vivió allí 50 años con la única compañía de un camello. Dicen que Hilario plantó allí una higuera que nunca dio fruto porque su flor no podía alimentarse de la llama.



viernes, marzo 20, 2020

Diario de un confinamiento VI. Viejos.

Dia gris, frío, como un fleco del invierno que se va. Los números de infectados suben sin parar. Se nos dice que nos espera todavía lo peor. En el mapa, los sitios que aparecen en oscuro, los de mayor número de casos, son Madrid, País Vasco y Navarra. La situación de los hospitales no es buena. Comienzan a publicarse noticias sobre normas de triaje, de discriminar a los enfermos cuando no hay recursos para todos. El criterio más evidente juega en contra de los mayores, de los viejos.  Antes que meter en la UVI a un mayor de ochenta años, y más si tiene otras afecciones, tendrá prioridad alguien con mayores probabilidades de salir adelante.  Un asunto clásico de bioética: ¿merece la pena atender a un fumador empedernido? ¿a un anciano diabético?  La Ética, con mayúsculas, a ras de tierra, en el box de urgencias, de moda.
Los viejos lo tienen mal. Entre las teorías conspiratorias que se mueven por la red, algunas mantienen que el coronavirus está diseñado por mentes perversas para reducir la gente mayor y débil, para hacer una limpieza eugenésica. Somos demasiados. Los viejo son una fuente de gasto social, médico, de pensiones. Hay que acabar con ellos.
Eso me recuerda a la novela de Bioy Casares “Diario de la guerra del cerdo”, donde al principio uno no sabe bien lo que está pasando, hay algo inquietante que se palpa en todas partes -en realidad algo como lo que esta pasando ahora-. Un día matan  a un  viejo por la calle. El protagonista, que también es mayor, no se atreve a salir de casa. Es una guerra contra los viejos, comprendemos, los jóvenes quieren acabar con ellos. Pero aquello contra lo que los jóvenes luchan, aquello contra lo que se rebelan, según se deduce  de la novela, no es otra cosa sino la idea inexorable de que ellos mismos van a envejecer. Por eso matan a los viejos que serán.

jueves, marzo 19, 2020

Diario de un confinamiento V. México

Tulum. Mexico.
Al despertar hoy, vivo durante unos segundo en un día normal, soleado, a mi disposición, hasta que de pronto recuerdo que estamos en cuarentena, que lo que comienza es un día más de encierro. Es lo que debe ocurrirle a la gente que tiene un enfermedad grave, o que ha tenido una desgracia, que cuando despierta vive durante unos instantes sin esa carga, hasta que la realidad irrumpe como un mazazo.  Son unos segundos preciosos. Hoy es un día festivo, aunque de igual. Sin embargo, me quedo un rato en la cama remoloneando. Desde aquí, con la ventana abierta de par en par, veo como comienza un día soleado.  Todo descansa, y se escucha muy bien a los pájaros en los árboles, como si hubieran vuelto de un viaje, lo que para algunos debe ser así. En nada estarán aquí los vencejos, pienso.   Esta libertad de los pájaros, en este momento, da mucha envidia. Es como la prueba de que en el fondo son superiores a nosotros.
La falta de movimiento de estos días hace que todo se oiga mucho más: las voces de la calle, un saludo desde el balcón, los pasos furtivos por la acera, el ladrido de un perro. Se escucha lo que no se suele escuchar, lo mismo que se ve el cielo de otra forma cuando estamos en una zona de poca contaminación lumínica. Eso me he hecho recordar que en el cuento que he acabado de México hay un momento en que llegamos a Tulum tarde y alquilamos una cabaña cerca del mar y aunque es noche cerrada, sin luna, y no se ve un alma  voy a bañarme a la playa y cuando me meto poco a poco  siento una sensación extraña, de alarma, como si esa masa negra y latiente me fuera a engullir.  Luego, tumbado en la hamaca, me dedico a contemplar extasiado las estrellas que allí brillan de otra manera. Con el tiempo uno comprende lo feliz y despreocupado que fue en esos momentos. Por la mañana, muy temprano, vuelvo a la playa y veo de verdad el mar Caribe, muy distinto al tétrico mar de la noche pasada; ahora la playa parece una postal con sus palmeras y su arena blanca que nadie ha pisado todavía, y del mar transparente salen destellos azules y blanquecinos. Al final de la playa se ven las famosa ruinas mayas, y un reguero de gente que se va acercando. Ahora recuerdo todo esto con una intensidad, como una promesa tal vez. El día se extiende por delante. 

De entre los muchos envíos de Wup, hoy llega un video de la madre Teresa, que responde a 24 preguntas. Destaco dos: ¿Qué es lo mas imprescindible? respuesta: el hogar . (Sin duda, pienso, esto días lo están demostrando) y  ¿Cuál es la sensación más grande: respuesta: la paz interior.

miércoles, marzo 18, 2020

Diario de un confinamiento IV. Bolsa

Donoso Cortés. Cuadro de Madrazo.
Veo un video de un analista de bolsa. Consuela ante todo a los inversores, porque las grandes caídas de estos días no eran previsibles. Nadie puede achacarse un error de previsión, una mala apuesta sobre el comportamiento del mercado. Nadie debe sentirse, pues, culpable. Nos hundimos, pero por un enemigo invisible, que juega a otro nivel.  Se trata, según dice, de un agente exógeno, algo que no estaba en el campo de posibilidades. Algo fuera de lo que podemos manejar. En realidad, todo esto es muy cierto. Es tanto como decir que un virus no es una entidad moral. No es el premio o castigo por nuestras acciones. No depende de ellas.  Es exógeno. Es pura naturaleza desatada, un recordatorio de que ella es la que manda. Me recuerda mucho a lo que estos días dice Gregorio Luri, en su “Café de Ocata”, evocando a Donoso Cortés: “De repente la sucesión razonablemente previsible de las cosas se ha alterado y asoma las orejas el auténtico Soberano, la Naturaleza. Ella es quien decide cuándo nos encontramos en el estado de excepción. En este retorcerse abrupto de las expectativas que caracteriza a nuestros días lo que se acaba mostrando es la fragilidad de lo humano y nuestro sometimiento a fuerzas que se nos imponen de forma tan rotunda que mandan al carajo nuestras agendas para imponer sus órdenes perentorias”.
Mandan al carajo también a los valores de bolsa, ese delicadísimo índice que responde a causas múltiples e incontrolables. Pocas cosas más sensibles que la bolsa que estornuda a la menor corriente de aire. ¿Cómo iba a permanecer ahora quieta? Pero esta vez la caída ha sido exagerada. Eso se explica, al parecer, porque cuando el mercado baja de un cierto nivel, se producen las órdenes automáticas de venta, lo cual hace bajar más al mercado que vuelve a activar nuevas órdenes masivas de venta. Una cadena. También el virus ha provocado una cadena de acontecimientos incontrolable. La imagen de este tiempo es la cadena. Las fichas de dominó que caen, los naipes que se empujan unos a otros. Cuando la cadena se pone en marcha, se desencadena, es muy difícil pararla.
Sin embargo, pocas cosas al final mas previsible que la bolsa: las empresas buenas van a continuar, la economía seguirá después de esto, las cosas se reconducirán. En cuanto la bolsa comience a olerlo con su finísimo olfato, volverá a subir de verdad. 

martes, marzo 17, 2020

Diario de un confinamiento III.

Volcan Popocatepetl. Mexico.
Como he tenido tanto tiempo he terminado un relato que se llama “Una novela mexicana” que cuenta más o menos un viaje de hace muchos años a México. Tener tanto tiempo para escribir es una prueba de fuego. Uno siempre se dice: si tuviera más tiempo, si pudiera…Ahora el tiempo sobra, pero yo siento una extraña inquietud. Como la de alguien que tiene un festín delante y no sabe por dónde empezar.  Escribir requiere buscar la ocasión; todo el tiempo disponible disuade. El día transcurre con un ritmo extraño, como si se desparramase como un reloj de Dalí. Mientras escribo suena constantemente el pitido del móvil, a donde llega la lluvia fina de los mensajes que no cesan.  En el viaje iba con dos chicas que a partir de un momento me hicieron el vacío. Volamos al Yucatán y luego a Chiapas. Cuando he escrito el final me he trasladado a Oaxaca y después he viajado en autobús nocturno a México DF. Cuando he abierto el ojo, tras la ventanilla se veía el Popocatépetl medio velado por la niebla y bajo el sol dela amanecer. Mientras lo escribía me ha venido a la cabeza la imagen el Monte Fuji, en Japón, y me he acordado de un cuento en que una pareja muy triste se consuela mirando al gran monte. Luego me he acordado de “El marinero que perdió la gracia del mar”, la novela de Mishima, sobre todo de la imagen del niño espiando a su madre por el hueco del armario. Cuando uno lleva un tiempo encerrado la mente busca extrañas conexiones, abandona el camino trillado. Tal vez un confinamiento sea una vía espiritual.  Me he levantado de la silla y tras la ventana lo que se veía era algún transeúnte solitario empujando el carrito de la compra. Como he terminado el cuento de México he sentido que merecía un premio, pero no había nada que hacer, así que he optado por hacer un poco de gimnasia -no tanta como el otro día, que me dejó molido- y enseguida había que salir a la ventana a aplaudir. 

lunes, marzo 16, 2020

Diario de un confinamiento II. 16 de marzo

Sigue la gente con los perros por el parque, lo que crea mucha envidia, pero a ultima hora de la tarde pasa una camioneta de la policía y apremia por megafonía a los paseantes: “por favor, que los perros hagan rápido sus necesidades y vuelvan  a casa”, advierte. Enseguida una mujer corre hacia su portal, como si hubiera sido pillada en falta, con su perrillo con abriguito a rastras. Da un un poco de miedo todo esto:esta vigilancia para que seamos buenos y nos recluyamos, algo que nunca hubiéramos imaginado, un Gran Hermano de verdad. En momentos de flaqueza uno se pregunta si esto tiene en el fondo sentido. Entre el maremágnum de mensajes, mails, wups, videos, podcast de todo tipo que se han adueñado  de nuestra vida, que son como una existencia paralela, y que ahora más que nunca no cesan, anulándose unos a otros, he oído a una médica que pide al gobierno que pare, que renuncie a estas medidas sobredimensionadas, que  contemple también los efectos que provoca el aislamiento -a su juicio, más graves que los de un virus como este-:  la angustia de muchas personas solas;  la falta de socialización, de relación social,  junto a la falta de ejercicio y de sol; el malestar físico y moral que todo esto comporta; el stress que hace que las defensas, según dice,  también bajen; las consecuencias económicas que todo esto traerá, con mas pobreza y dolor.  Lo mas letal, dice, es el miedo. Sin embargo no tiene en cuenta el auténtico problema: el colapso de los hospitales. El sentido de quedarse en casa es dejar libres los hospitales para el aumento de casos graves.
A mi juicio todavía no vemos la dimensión de lo que está ocurriendo, es como si estuvieramos demasiado dentro, en medio del bosque, sin poder  todavía comprender.

 Veo que los ingleses estos días también habían optado por no tomar medidas drásticas, jugar a que el virus fuera  perdiendo virulencia, que se fueran creando colectivamente defensas, por no intervenir o hacerlo de manera más moderada, sin causar  tanto trastorno en la sociedad. Tal vez sea una posición, digamos,  liberal, que confía en un orden espontáneo que reconduce las cosas. Pero parece que están echando marcha atrás, que eso no está funcionando. Pronto serán las ocho y habrá que salir a la ventana.



domingo, marzo 15, 2020

Diario de un confinamiento I. 15 de marzo.

Amanece -que no es poco- un magnífico día se primavera. Las yemas de las ramas, en el parque, despuntan en los árboles. Pero no es día para la lírica. Desde ayer está prohibido pasear en España. Solo se puede salir a la calle para ir al trabajo -difícil hoy domingo- o para las compras de primera necesidad. También para pasear al perro, pero no tengo. Se le escapó ayer al presidente Sánchez, que compareció envarado en la tele, con mala cara tras muchas horas de Consejo de ministros. Desde la mañana el país esperaba la decisión, los medios habían adelantadya el contenido del decreto en que se acordaba la situación de alarma, se esperaba el confinamiento. Como en una novela de ciencia ficción, la vida se iba a detener.
En realidad, las medidas se habían ido tomando los días anteriores en autonomías y ayuntamientos: suspensión de colegios, vuelos cancelados, llamadas al aislamiento y a no salir a la calle, cierre de locales y comercios, suspensión de todos los eventos, espectáculos, congresos, fiestas -incluidas las fallas, con su ninots de colores abandonados en plena calle- incluso bodas y funerales al mínimo, y el ruego de no acudir a los hospitales sin motivo grave. Desde la manifestación feminista de hace una semana -parecen meses- las cosas se han precipitado, como si desde que se recogieron las pancartas se acabara la diversión. Como otras veces, hemos sido italianos, pero más tarde y más burdos.
 Ese sábado, ayer mismo, los turistas despistados paseaban por la ramblas, los madrileños aparcaban a duras penas en la sierra, pero el consejo de ministros no terminaba. Se decía que había una pugna con Iglesias -sorprendentemente reunido con el resto de ministros, pese a estar en cuarentena- y el decreto se hacía esperar. Era un sábado extraño. Un lapso en tierra de nadie. Fui a pasear muy pronto. Todo estaba verde, amarillo, azul, lleno de flores silvestres. Por el cielo, viniendo de la balsa de Iza, pasó una garza real y luego su pareja, sobrevolándome con suficiencia. Por la carretera que va hasta Zuasti la gente paseaba, los niños iban en bici. Un padre con dos niñas volaba una cometa. Parecía el recreo antes de comenzar el encierro.
Por fin, a las 9 de la noche, salió el presidente para anunciar las medias, y confirmar que se terminaba con la libertad de movimientos -una de las libertades más esenciales, quizás la más básica- salvo casos muy concretos, a los que añadió por su cuenta, en una extensión analógica, a modo de ejemplo, que sí, que se podía salir a pasear tranquilamente el perro. Es decir, en España está prohibido pasear, salvo que se tenga perro. Poco después, a las 10, salimos a la ventana a aplaudir a los sanitarios, siguiendo la cita que había circulado por la redes. Fue un momento de emoción. De tomar conciencia de que estábamos asilados, solos, y que ahora es  más necesario que nunca hacer cosas que nos reúnan, que nos conviertan en un nosotros.

Ya muy de mañana, este domingo,  he oído desde la cama los rápidos pasos de un corredor. Más tarde, con las ventanas abiertas, he visto el goteo de gente que iba a la panadería o por el periódico.  He sentido que era una mañana espléndida desperdiciada, como si el sol debiera pensárselo mejor y esperar a otro día. Como una ofensa del clima. Sobre la hierba se veían los retorcidos dibujos que hacían las sombras de las ramas de los árboles. De pronto he escuchado gritos en el parque. Un equipo de televisión había acercado el micrófono a uno de los pocos transeúntes y este les ha dicho que se fueran tomar por el culo, que respetasen la distancia de seguridad, que no le acercaran la alcachofa llena, ha dicho, de baba. He recordado la vista al supermercados ayer, donde se respiraba una extraña tensión, colas desde la mañana, y dentro una agresividad contenida que podía saltar en cualquier momento, en cuanto alguien no respetara su turno en la cola. “Oiga, que estamos trabajando”, ha protestado el de la tele. “Pues vaya mierda de trabajo", ha contestado el otro, airado. Se han cruzado luego insultos. “Gilipollas” ha mascullado el hombre al irse.  Los de la tele han recogido en silencio las cosas en un coche y se han marchado.

viernes, marzo 13, 2020

La Graciosa

Ignacio Aldecoa
Desde el Mirador del Río miré a  la pequeña isla llamada “La Graciosa”, una franja color albero sobre el mar transparente, su escaso caserío esquinado junto al puerto, casi toda ocupada por dos grandes montañas chatas que en tiempos erupcionaron; allí no crece nada, no hay un árbol ni una carretera que la recorra, apenas un camino de tierra, es un  lugar de otro tiempo  hecho para lagartos y piedras, un espacio soñado que evoca algo primitivo, desolado, como una vida frágil en medio de una naturaleza hostil, una de esas florecillas rojas que a veces se encuentran aquí junto a  la lava y entonces recordé que sobre este lugar escribió Ignacio Aldecoa su última novela: “Parte de una historia”, que transcurre bajo un sol implacable y  donde sopla siempre el viento,  en la que retrata un ínfimo suceso  en la vida de  los pescadores, pero lo hace con unas palabras que parecen también pulidas por el sol y el aire, precisas para describir los acantilados de cinabrio y las hendijas de la ventana por la que entra la luz; un lenguaje que ahonda en las cosas como un pozo en la tierra y contiene la experiencia profunda de un hombre que anduvo por esta tierras canarias  hace mucho tiempo, un vasco aficionado al boxeo -como el Gistau que se nos ha ido-, testigo de aquella vida elemental y dura que también  aparece en sus otros libros, los que hablan del Gran Sol o de un gitano que huye empujado por  el viento solano, o de un boxeador que quiere salir de la miseria llamado Young Sánchez, que enfrenta el dilema de ser fiel a sí mismo o escoger el camino del engaño, sobre la que se hizo una buena película, porque las novelas de Aldecoa son muy cinematográficas, son una sucesión de escenas esculpidas a golpes, sin adornos, un guion ya depurado a fondo, y siempre contienen algo que supera lo que se cuenta, como ocurre en esta “Parte de una historia” donde se habla del naufragio de unos turistas de lejos que trastorna del todo a este lugar remoto, una metáfora del choque entre el mundo de siempre y la llegada de algo nuevo que lo amenaza, la perenne lucha por conservar intacta nuestra pequeña isla o el temor de ser barridos por el viento