martes, marzo 14, 2017

La vida lenta

De un día para otro ha vuelto el frío, y después de unos días luminosos la temperatura ha caído más de diez grados, lo que resulta obligado anotar, no en vano leo estos días La vida lenta, los dietarios de Pla, llenos de notas sobre el tiempo, los vientos –ese pánico a la tramontana- el garbino, el mistral; sobre el calor y el frío; los cielos verdosos, violáceos, gélidos, clarísimos, plácidos; la nieve y las tormentas. Son notas para tres diario: 1956, 57 y 64, a razón de 10 líneas cada día: secas, precisas, sin elaborar, que buscan fijar cosas para que no se escapen. Un tiempo distante, irreconocible, en un Ampurdán remoto, sin turismo ni glamour. El lejano franquismo, el miedo a la censura, el mundo de ayer. Paso la tarde y la noche en la masía entre el fuego y la cama, con los viejos papeles, anota. Eso es más o menos su programa de vida: levantarse tarde, escribir un rato, esperar que Teresa, o quien toque, le haga algo de comer,  leer a Voltarire, a Chateaubriand, al doctor Johnson, a Montaigne, a Léautaud.   Al final de la tarde ir a  Palafrugell, a la tertulia y luego  cenar en Can Miquel -una corvina,un congrio, trigueros, caracoles, carn d`olla- donde bebe demasiado y luego se lo reprocha al volver al Mas, a escribir o leer un poco más. En esa última hora, ya casi amaneciendo,  es cuando se preocupa de anotar casi telegráficamente  el día. Donde ha ido, que ha hecho, si llovía o no, que ha pasado por delante. Un material para elaborar, un guion, un boceto, un negaivo. Todo tiene  un tono algo melancólico, descreído, con toques de humor. La situación del país, la vida literaria, el tiempo que pasa, la sensación de hacerse viejo. Es un hombre sin máscara que se sincera -hasta cierto punto-, y en esa verdad cotidiana nos sentimos reflejados y entramos a la perfección, no en vano nuestra vida es la  vida diaria.   Pero no es una  confesión, ni hay intimidad que desvelar;  no hay  exhibición, como ocurre hoy con cierta  literatura, incluso con cierta posición en la vida, en donde todo se hace público, todo es transparente y a la vista de todos –tenemos el modelo extremo de Knausgard- y no hay que ocultar nada.  Desnudarse es la obsesión de la época. Contarlo todo, no tener pudor, llamar la atención como sea. Pero la intimidad, en realidad,  es algo poco interesante. No es la oscuridad, sino el exceso de iluminación lo que oculta las cosas.  Lo interesante, más bien,  es lo velado, lo que hay que descubrir,  lo que se revela y permite  relaciones y sugerencias. Lo importante es siempre cuestión de detalle, porque en él aparece algo vivo.  Viento de garbino cuaresmal que trae el olor de las mimosas y de las primeras violetas, leemos. ¡Ay, cuantos sabores y olores!  En el Cuaderno gris se comía, recuerdo, mucho pollo con langosta y en un veraneo en La Escala yo encontré un cocinero que se prestó a preparar  una cazuela que nos duró varios días. Estaba magnífica, como diría Pla. Para que luego digan que leer no sirve para nada.     

lunes, marzo 06, 2017

Rulfo, o la maldición de la obra maestra

El escritor mexicano Juan Rulfo.
Se vuelve a  hablar de Juan Rulfo, a los cien años de su nacimiento, y su figura se engrandece en la lejanía mexicana, en el recuerdo de aquella deslumbrante  narrativa de América –la mejor novela española se escribió fuera de España-, y en su caso llama la atención que este hombre haya pasado a la gloria literaria con apenas dos obras: la novela corta Pedro Páramo y los relatos de El llano en llamas, tras lo cual se sumió en el silencio, como si se tratara de unos de sus personajes enmudecidos. Rulfo supo poner voz a lo que nunca antes se había escuchado: la voz del indio, el pensamiento inaccesible del indígena; esa rumia de algo que no podemos concebir; lo que se esconde  tras ese rostro circunspecto, inexpresivo; algo que viene de muy lejos, de antes de la conquista, de lo profundo  de la selva y el altiplano. Un mundo atemporal,  un lugar que nos está vedado. Hasta él, teníamos la novela del indigenismo bienintencionado que reivindica al autóctono de las américas, al indio, pero que lo hace desde fuera, queriendo  salvarle incluso de sí mismo, sin tratar de entenderlo. La obra de Rulfo penetra la mentalidad del indio  y  va tendiendo, como él,  a lo lacónico, al silencio, a las visiones entre el sueño y la vigilia, a las figuras fantasmales y la mezcla de  pasado y futuro. Su Pedro Páramo fue la irrupción de algo nunca intentado y que no ha tenido  herederos.     Rulfo vivió bajo la maldición de esta obra el resto  de su vida, incapaz de escribir nada más por el miedo a no estar a la altura –lo peor que le puede pasar a un creador-, eclipsado  por sí mismo, lamentando  la mala suerte de haber logrado la perfección. Pero no cayó en esta trampa de volver a escribir una y otra vez Pedro Páramo, como esos  artistas que se repiten hasta el hartazgo, y  eso lo ensalza. Siguió alrededor de la vida literaria, aplastado por su obra. ¿Para cuándo un nuevo libro, maestro? le preguntaban, y él decía que pronto, ahorita, y callaba. Aquellos años donde no escribió fueron en realidad –si se leen algunos testimonios- muy duros. Fue un hombre introvertido, con tendencia depresiva, entregado al alcohol y al tabaco que al final lo matarían. Viajó por México haciendo unas fotos espléndidas, en blanco y negro, con rostros que parecían paisajes torturados y paisajes que parecían rostros llenos de arrugas, que no necesitaban  palabras. Murió en su país, donde se había convertido  en vida en una vieja gloria,  hace tiempo. 

Eurodiputado

En Diario de Navarra