martes, septiembre 26, 2017

Diario deHendaya (11)


Oro 

Vi que habían montado el puesto de libros de lance en el paseo, fente al mar, junto al chiringuito de churros y crêpes,  y después de un vistazo  compré por un euro un libro de Pennac, con una de esas portadas que tiene los libros franceses, escuetas como un hábito de monje, apenas el nombre del autor y el título en rojo sobre un fondo color arena, una declaración de principios, como si todo lo demás sobrara y cuando le  mandé una foto por el móvil a R, porque no me resistí a que lo viera, me contestó enseguida  que Gallimard siempre ha editado así, con una limpieza y austeridad admirables, y que le daban ganas de volver a leer el libro de Pennac, lo que no me extrañó, pues es difícil que R no haya leído algo, así que le comenté que me había  costado un euro, apenas nada, y que eso era algo un poco triste; con un euro ni siquiera se paga el papel o la tinta de un libro, un objeto que es casi un ser vivo, con alma, algo que ha sido pensado, escrito, pulido, repasado, en el que  alguien ha volcado su vida y sus anhelos, y luego  ha tenido que ser impreso y repartido por las librerías como una mercancía que, a la vez, es algo más que mercancía: pensamiento que entra por los ojos como un colirio capaz de cambiarnos por dentro, o historias capaces de alumbrarnos; que todo eso  valga un euro, me dije, es la prueba de que la cultura, tal como la conocemos, está ya a saldo, la prueba de que lo que de verdad vale no cuesta nada, en cuyo caso, de acuerdo a esa misma ley, lo que no vale nada es normal que adquiera precios astronómicos, así que pronto no será raro que quien se lleve un tomo de Gallimard reciba dinero en vez de pagar; y entonces R me contestó que cuando encuentra saldados, a precio irrisorio, como si fuera trapos a peso, libros que para él fueron decisivos, es como si encontrara oro que alguien ha tirado sin tener conciencia de su valor;  tal vez por eso él tiene tantos libros, pensé,  porque va recogiendo por ahí el oro que nadie ve a pesar de tenerlo  frente a las narices,  como la famosa carta robada de Poe, que estaba sobre el escritorio, a la vista, y que todos buscaban en sitios recónditos.

jueves, septiembre 21, 2017

Diario de Hendaya (10)

Hotel Broca




Tratando de evitar el tapón de coches me meto por el interior del pueblo y paso junto al "Hotel de la Gare", el antiguo Hotel Broca, donde Unamuno pasó la friolera de 4 años desterrado, sin volver a España. Desde este hotel, próximo a la estación, salía a pasear por Txingudi para ver del otro lado Fuenterrabía, y aspirar el aire de España. Quedan un par de fotos en las que se le ve sentado en una barca, posando apoyado en un bastón. Aquí en Hendaye escribió -o reescribió-  su libro "Cómo se hace una novela", que en absoluto explica tal  cosa y además, puntualmente, casi a diario,  añadía alguna entrada a su “Cancionero”, un largo compendio de pequeños poemas, una especie de diario en verso. Intuiciones, juegos de palabras, paisajes, visiones, lírica y política, España y Dios. Cosas del momento. "Nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento", escribe. Durante su estancia se publican además varios libros suyos fuera (entre otros la Agonía del Cristianismo), colabora en revistas y conspira sobre los asuntos de España. Entre el año 1925 al 1930, se opone a la dictadura de Primo de Rivera encarnizadamente, y es desterrado primero a Fuerteventura, desde donde escapa a Paris  y luego a Hendaya. Es un Don Quijote luchando a brazo partido. El Directorio militar español intenta convencer a Francia para que lo aleje de la frontera y recibe visitas conminatorias, pero se niega a marchar. En el Broca escribe, lee tumbado en la cama y sale pasear. Lleva siempre el mismo traje, ahorra  y muy de vez en cuando recibe la vista de su mujer y alguno de sus hijos. Al cabo de un tiempo no se sabe si sigue en Hendaye por obligación o por cabezonería. Parece que al gobierno no le importa su vuelta, le viene mal la insistencia de su exilio, pero tampoco parece dispuesto a devolverle la cátedra y él no quiere  dar su brazo a torcer. Solo volverá con la caída de Primo.  En Hendaya tiene una tertulia de  españoles exiliados o de paso  en un café junto al  ayuntamiento. El pintor Juan de Echeverria, durante un tiempo,  viene todos los días de San Sebastián, en el Topo, para  pintarle un retrato. A fin de cuentas, a su más de 60 años, es una figura venerable. Siempre ha sido y será un  profeta. En ningún momento este hombre testarudo, complejo, entregado siempre a graves disquisiciones, sorprendente y prolífico,  consta que se hubiere acercado a la playa de Hendaya que tenía allí al lado. Es difícil pensar en él en traje de baño. Se trata sin duda de una  frivolidad poco adecuada para un exiliado que está lejos de su familia y ocupado en graves asuntos. En realidad, en el más importante:  en él mismo.   "Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico", escribe en su "Como  se hace una novela". 

lunes, septiembre 18, 2017

Diario de Hendaya (9)

13 mayo. Mikado

 


Como no funciona el router ni tenemos tv, estamos como fuera del mundo, oyendo una  radio portátil que apenas sintoniza,   y cuando cae la noche jugamos al Mikado, donde  hay que concentrarse mucho para levantar despacio un palito sin mover el resto. Todo está relacionado, parece decir el juego. Si tocas algo puedes perderlo todo.  Recuerda aquella máxima del Tao: gobernar un pais grande es como asar un pez pequeño: si lo tocas mucho, se estropea. Después de la partida voy a una esquina  de la terraza donde se pilla algo de línea y miro mis mensajes. Esa manía. Al lado del Mikado es como cambiar de siglo. Me acuerdo de M, y repaso sus mensajes. En enero me dice que ya tiene Wup, despuésde tanto tiempo,  y me pregunta si los reyes me han dejado el libro de un autor que me ha insistido mucho en que lea. Le digo que sí, pero que no lo he empezado, que estoy cansado y tengo problemas financieros.  Él afirma que las finanzas son agotadoras, que reducen el deseo a necesidad. Siempre M. va por el mismo lado. Comer sin deseo, solo para alimentarse, parece una especie de obligación, pienso.  Es como comer comida de perro, le digo. Si, si, contesta, como el régimen diabético: la comida no pasa por el deseo, se convierte en pura necesidad. Ya hace frío en la teraza pero continúo un rato. Ir detrá de algo que en realidad no necesitamos, ese es el juego.  El deseo es nuestro motor, lo que nos impulsa. Un hombre feliz, decía Stendhal, es un hombre que no ha visto cumplido sus deseos. 

miércoles, septiembre 13, 2017

Diario der Hendaya (8)

10 septiembre. Elke.

 

Rubens. "La caza del jabalí en Caledonia".

Voy a Elke con A. (no hemos ido a Hendaye, hay temporal). El día es pésimo, llueve, pero nos engañamos diciendo que ya veremos. Después de Aoiz comienza una Navarra despoblada, sin un alma, de grandes bosques de pinos y pueblos  deshabitados. Gran parte de Navarra –como gran parte de España- está vacía. De Oroz Betelu, donde no ha salido nadie a la calle, como si no  hubiera amanecido,  subimos en coche por un carretil hasta Gorraiz de Arce, cuatro casas sin gente.  Aparcamos. Como no llueve mucho vamos subiendo por una pista que al rato entra en un bosque de hayas en la que los grandes árboles parecen guardarse la distancia. Por esas soledades, según A., tiene que haber mucho jabalí. Luego me cuenta que a un chaval de Puente  la Reina que puso en la redes una foto con unos jabalís muerto tras una batida le han llovido los insultos. "Ojala te explote la escopeta en la cara", le escriben. El animalismo es un síntoma también de que se acerca el fin del mundo, pienso, de perdida de proporciones, de desenfoque de las cosas, de confusión. Humanizar  un animal es inhumano. Los jabalís, en realidad,  desde que el monte está abandonado, son una plaga. El camino asciende hasta un collado  en que hay una gran piedra, como un dado gigante cubierto de hiedras.  Subimos por la izquierda hasta la cima de Elke. De pronto,  la lluvia arrecia y las piedras están húmedas y peligrosas. En la cima hay un buzón y varias placas con epitafios, como si fuera un lugar de exvotos. Uno de ellos está dedicado a "J.M. León, El Turbio". "¿Ande andarás?", se pregunta en la placa, con humor negro. Cuando llegamos de nuevo a Gorraiz estamos calados y apenas hay donde refugiarse. De una  ventana sale de pronto una mujer y nos pregunta si hemos subido al monte. Seguramente nos da por imposibles. Luego nos dice que podemos ir a una borda allá al lado, para cambiarnos, pero da miedo salir de debajo del alfeizar.   Descendemos  luego en coche por el otro lado, por una carretera estrechas que traza grandes curvas, hacia el Urrobi, al encuentro de la carretera que viene Burguete sin cruzarnos con nadie.

domingo, septiembre 10, 2017

Diario de Hendaya (7)

 

26 de agosto. Le rayon vert. 

Amenaza lluvia pero bajamos al paseo. Ella a pie, yo remoloneando alrededor con la bici, porque el pie me duele. De pronto, veo a  R, sonriente, que viene a hacia mí. Nos abrazamos.  Es una causalidad. Está allí con su pareja y con su hermana, en un apartamento que tienen en  Hendaya  pueblo. Vamos andando, y nos cuenta que llevan días y se van mañana. En la playa, escuchando las olas, R ha escrito una  habanera. Recuerdo que en su espectáculo, en la "Pequeña Suite",  ya canta una que también compuso él, dedicada a Tabarca, esa pequeña isla en la que pintaba acuarelas en verano. Sobre el mar, que está allá enfrente, inevitable, se ve algún relámpago. Su zigzag granate aparece unos segundos en el cielo encapotado. Mientras miramos al mar, por si llega otro, alguien recuerda  "Le rayon vert",  (El rayo verde), esa película de Rhomer cuya última escena, en la que se adivina por un instante el rayo, sucedia en San Juan de Luz. Toda la película, esperando ese momento luminoso y minúsculo. (Recuerdo que alguien dijo que ver una película de Rhomer era como ver crecer una planta). R cuenta que justo han estado esa mañana en San Juan de Luz y han entrado en la tienda que se llama así, "Le rayon vert",  pero a la dependienta no le sonaba la película. Le rayon vert, La femme de l´aviateur,  Pauline á la plage,  Le genoux de Claire. De aquellas películas de Rhomer, cotidinas, minimalistas, tan francesas, solo recuerdo los títulos.  R y su familia veraneaban de pequeños en San Juan de Luz. Un día, cuenta, su padre volvió a casa y anunció que había comprado un apartamento en Hendaya, lo que era algo incongruente. El piso, además, estaba en el pueblo, lejos de la playa, cerca de la estación. Al pedirle explicaciones, R recuerda que su padre alegó algo acerca de que Hendaye era un buen sitio para escapar, para salir de allí en el primer tren hacia el norte, para salvarse si sucedía alguna  catástrofe.Quizás era un momento especial, comprometido, pero R no recuera nada especial.  Puede que si llega algo temible Hendaya sea un buen lugar para salvarse, o al menos  para perderse de vista. Un lugar en la frontera, en tiera de nadie. Una estación termini desde la que alejarse.  De pronto, la idea del fin del mundo me resulta familiar.  Seguimos andando hasta que efectivamente empieza a llover y nos despedimos.  Mientras subo pedaleando deprisa, caigo en cuenta que el fin del mundo tiene que ver con la película "Luz de invierno", la de Bergman, que de alguna manera todavía trabaja dentro de mí. 

miércoles, septiembre 06, 2017

Diario Hendaya (25)

1 enero 2017 HELADO


El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del año,  el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el propio vaho que salía  de la boca, vimos a lo lejos la capilla  de  Eunate,  difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos que parecen piezas de  patchwork, hechos de lienzos de cereal recién brotado entre  ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas como cintas blancas.  Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había embarrado la senda que sube hacia Arnotegui.  Allí,  según me contó F., vivía  hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era, el sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la rueda, que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de apariencias y embelecos, sino de lo esencial, algo a la vez valiente y deseable, un signo en este tiempo de locos, pero mientras ascendía con el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude dejar de preguntarme si  ese desprendimiento no sería también una trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo,  ¿no es sobre todo una forma de escapismo?  ¿No se trata de algo muy egoísta? ¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o no,  abstenerse o mancharse las manos,  esa es siempre la cuestión, y ya en lo alto recordé de pronto la máxima  de que hay que estar en el mundo pero sin el mundo, es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las  cosas, sí,  pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente  lo que uno debe, y confiar. Eso es todo. Así que  descendí bien ligero hacia el pueblo, a paso vivo, sin  quedarme en lo helado, sino yendo mejor al calor de los otros.

1 enero 2018 COMIENZO

 No había nadie en las Nequeas cuando pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos –no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se atreviesen  a brillar y parecían más bien  recién pintados con los pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de lejanas sierras, la líneas apenas intuidas del Moncayo, todo bañado en un luz  matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta el mediodía, hacían que el  paisaje pareciese recién estrenado, como el propio año nuevo en el que las desgracias todavía no habían ocurrido y todo era posible todavía, como sucede con aquello que deseamos pero no hemos emprendido, antes de que nos  muestre sus dificultades e imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién hecho, sentí a la vez el orgullo de vivir en un sitio así,  de pasearlo de arriba abajo, buscar sus secretos  y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también ajeno a él, aligerado de todo su peso, casi como un extraño,  pues ya dijo  alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay que buscar, "no sentirse en casa al estar en  casa", sino sentirse siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos sino inquilinos que están un tiempo de prestado,  de paso, al cuidado de las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo y al poco tiempo, como suele ocurrir,  nos pusimos a levantar murallas que nos protegen y nos encierran  a la vez,  y peor que despojar a alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, sea él mismo, cuando toque, me dije, mirando  los verdes y amarillos, los pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que parecían hablarse entre ellos,  siempre de aquí para allá,  sin equipaje.

martes, septiembre 05, 2017

Diario deHendaya (6)

3 de septiembre. Las Olas. 

 


El mar ha estado como un plato, pero hoy, cuando bajamos a la playa,  ha cambiado. Se nota enseguida porque hay más surferos y la línea de las olas, vista desde lejos,  mientras descendemos por la cuesta, con la imagen de los edificios del Hôpital recortada sobre el mar,  es más blanca, tiene un copete de espuma, como una cerveza bien tirada.  Vamos paseando hasta el espolón y vuelta. Cuando vamos de ida y vemos Fuenterrabía todo el rato, pienso en Unamuno y en una foto que me han mandado, en la que se le ve apoyado sobre una barca, mirando justamente lo que tengo enfrente al caminar.  La cara está afilada, blanquecina, con una barbita rala y lleva una  boina ladeada. Se parece a alguna de sus caricaturas. Un buen paseo junto al mar. Sería otra cosa si el pie no me doliera. Voy a la orilla y meto los pies en el agua, para calmarlos. Recuerdo que a mi padre también le dolían siempre los pies. Las olas chocan una tras otra contra las piernas, y se deshacen, se desparraman sobre la arena.  Su sonido al romper lo tapa todo. Es como entrar en una cápsula en la que puedo pensar con tranquilidad. Recuerdo que en  Mazarrón, un  mes de abril, grabamos en el I Pad el sonido de las olas en una playa llena de piedras  que,  al ir y venir,  las movían emitiendo un  sonido de cantos rodados, de cascada, como  un guiso que entrara en ebullición y luego volviera a calmarse. Era un sonido que, al ser escuchado después, tenía algo de música primitiva y de repetición hipnótica.
Ahora, de pie en la orilla,  es como si yo mismo estuviera  dentro del sonido de las olas,  con una extraña clarividencia, como si  mi percepción se abriera de pronto. Pienso en un mensaje de ayer de J, que está leyendo “Luz de agosto”, en el que me mandaba un  párrafo: “Él siguió tendido de espalda con los ojos abiertos mientras el globo suspendido brillaba con un resplandor doloroso, como en una casa en la que todos los habitantes estuviesen muertos”.
 "Metáfora", señala J en su mensaje. A veces manda metáforas, a veces Haikus que ha escrito él y que yo contesto.
Está muy bien, pienso, pero tiene algo de artificioso, de desplazar a los objetos una especie de consciencia.  Mientras lo pienso siento el golpear de las olas, que no descansan, como un perro que viniera una y otra vez con la pelota.
“La metáfora marca la diferencia, sí " -contesto a J, una vez en casa-  "es un efecto sobre el significado de las palabras, sobre sus relaciones novedosas, pero nos falta el efecto puro del lenguaje, más allá del significado; el del ritmo y las cadencias del idioma, el ir y venir de las los sonidos y acentos,  lo que solo se percibe en la lengua original”.   Son las olas.

viernes, septiembre 01, 2017

Diario de Hendaya (5)

14 agosto. Galerna


Galerna desde Hendaya.
Tras un día demasiado caluroso se levanta a la tarde una nube de arena en la playa de Fuenterrabía que al principio parece una niebla densa, desmayada,   que también se posa en la zona de Sokoburu y deja a salvo, entre ambas playas, la franja de casas del pueblo. Se acerca la galerna a Hendaya y la gente se levanta, recoge las tollas, y se va yendo despacio, mirando de vez en cuando hacia atrás, a punto de convertirse en estatuas de sal. El mar se ha encrespado de repente y está rizado, lleno de borregos, batido por un viento que se lleva por los aires toallas y sombrillas. Un windsurfista vuela sobre las olas. La gente sube en fila la cuesta de la corniche hacia los campings, en silencio, unos detrás de otros, acarreando sus pertenencias: parecen inmigrantes o refugiados que no saben bien donde se dirigen, que huyen. Alguien que los viera desde el espacio pensaría en una tragedia. Es como si la  turismofobia de este verano hubiera triunfado. En el jardín miro al cielo oscuro donde  la lluvia no acaba de romper, iluminado de vez en cuando por un relámpago.