martes, diciembre 31, 2019

4 textos para la entrada de año


DÍA 1




No había gente el día de año nuevo,  la mañana  luminosa era toda nuestra  y subiendo el Perdón sin ver un alma, fui pisando los charcos todavía helados que emitían un leve chasquido bajo los pies,  como si protestaran, parando de vez en cuando para contemplar la ciudad que habíamos dejado atrás,  resplandeciente, como si alguien le hubiera sacado brillo;  los montes cercanos con la silueta de los pirineos al fondo,  recortados sobre el cielo azul; el amplio panorama de la mañana brillante, conocido y a la vez nuevo, hasta que en una curva nos topamos con una peregrina coreana que llevaba un anorak rojo, allí quieta y  ensimismada,  y tras saludarla seguimos andando  siempre en sombra, con frío,  hacia lo alto y una vez arriba paramos junto a la escultura de los caminantes,  donde noté que  sobraba la ropa: el sol pegaba ya con fuerza, el aire era más templado y después de un parada comenzamos a andar por la ladera del otro lado, la que  desciende hacia el llano, tan distinta; basta con pasar el Perdón, se sabe,  para que el paisaje  cambie, crezca la luz  y la tierra se serene, como si se cruzara una frontera, y entonces me vino a la cabeza la imagen de la bandera coreana con  el dibujo redondo del Ying y el Yang, esa esfera con dos figuras dentro que se refieren a los dos lados de la montaña: Ying es la ladera en sombra, mientras que Yang es la iluminada, pero como el sol se mueve durante el día, el ying y el yang cambian de lugar,  resulta que lo que antes brillaba se oscurece y viceversa; nada es nunca lo uno o lo otro, viene a decirse,  todo contiene los dos polos, son nuestros  pasos los que nos llevan sin querer del uno al otro:  de lo frío a lo cálido, de lo húmedo a lo seco, del agua al fuego,  de lo  lento a lo rápido,  de la tierra al cielo, de la luna al sol,  de la noche al día, de lo femenino a lo masculino, del hielo de la mañana a la piedras caldeadas por el sol del camino que conduce dócil hacia a los pueblos;  solo  se trata de andar gozosamente hacia alguna parte, pensé: del Yang nuevamente hacia lo Ying, sin que el mismo destino parezca ya importar.




HELADO


El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del año,  el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el propio vaho que salía  de la boca, vimos a lo lejos la capilla  de  Eunate,  difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos que parecen piezas de  patchwork, hechos de lienzos de cereal recién brotado entre  ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas de ganado semejantes a cintas blancas.  Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había embarrado la senda que sube hacia Arnotegui.  Allí,  según me contó F, vivía  hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era él, sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la fila, que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de apariencias y embelecos sino de lo esencial, un gesto definitivo ante tanta palabrería,  pero mientras ascendía con el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude dejar de preguntarme si  todo eso no sería también una trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo,  ¿no es sobre todo una forma de escapismo?  ¿No se trata de algo muy egoísta? ¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o no,  abstenerse o mancharse las manos,  esa es siempre la cuestión, y ya en lo alto recordé de pronto la máxima  de que hay que estar en el mundo pero sin el mundo, es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las  cosas pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente  lo que uno debe, y confiar. Eso es todo. Así que  descendí bien ligero hacia el pueblo, a paso vivo, sin  quedarme en lo helado, sino yendo mejor raudo al calor de los otros.



COMIENZO


No había nadie en las Nequeas cuando pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos –no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se atreviesen  a brillar y parecían más bien  recién pintados a base de pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de las lejanas sierras, la línea apenas intuida del Moncayo, todo bañado en un luz  matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta el mediodía, todo eso, digo, hacía que el  paisaje pareciese recién estrenado, como el propio año nuevo,  ese momento inicial en el que las desgracias no han ocurrido y todo es posible todavía, como sucede con aquello que deseamos fervientemente pero no hemos emprendido todavía, sin que nos haya podido  mostrar, por tanto,  sus dificultades e imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién nacido, sentí a la vez el orgullo de vivir en un sitio así,  de pasearlo de arriba abajo, buscar sus secretos  y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también un poco ajeno a él, aligerado de todo su peso, distante,  casi como un extraño,  pues ya dijo  alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay que buscar, "no sentirse en casa al estar en  casa", sino sentirse siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos sino inquilinos que están un tiempo de prestado,  de paso, tan solo al cuidado de las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo y al poco tiempo, como suele ocurrir,  nos pusimos a levantar murallas que nos protegen y nos encierran  a la vez,  y peor que despojar a alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, y sea él mismo por fin, me dije, mirando  los verdes y amarillos, los pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que parecían hablarse entre ellos,  siempre de aquí para allá,  sin equipaje.



TANGRAM



Esta vez el camino de cada año nuevo estaba muy soleado, y después de pasar Eunate, cuando una corta subida nos dejó en las Nequeas, los campos resplandecían como si alguien hubiera subido la intensidad del color en una pantalla, y en el horizonte lejano se veía el Moncayo con apenas una pelusa de nieve, reverberando en la mañana soleada y luego la silueta de las sierras chatas que siguen hacia la Rioja y, como siempre,  la vista de estos campos era como la de trozos de tela recortados en verde, marrón y amarillo: un patchwork de  tonos distintos que esta vez se me antojaron piezas de un enorme tangram, ese juego chino en el que hay que formar figuras con siete piezas: cinco triángulos, un cuadrado y un rombo, con las que  pueden hacerse muchas figuras: pajaritas,  elefantes, conejos, monjes, casas, pagodas, patos, jarrones, o también simples formas geométricas, figuras puramente abstractas, combinaciones que se van sumando: parece que se han hecho ya más de 900 figuras con este juego que la leyenda atribuye a un sirviente de un emperador chino que rompió un valioso mosaico y al no poder  rehacerlo se dio cuenta de que con las piezas rotas podía componer un sinfín de figuras nuevas; un pequeño puzzle que tiene, a su vez,  algo de ilimitado; un rompecabezas  capaz de abrir la mente de un niño a las formas, la percepción y el espacio y espolear su  creatividad en la misma medida que la puede quitar una pantalla que se lo da todo hecho, así que mientras contemplaba el tangram de los campos verdes, pardos y amarillos; los triángulos, cuadrados y rombos esparcidos en el paisaje,  pensé  que era sin duda con las piezas gastadas del año que acaba, con los platos rotos y los restos de la batalla,  con aquello que tenemos a nuestro alcance, a base de paciencia e imaginación, con lo que hay que componer el  rompecabezas de los días,  ir  armando el nuevo año, casar las piezas una y otra vez, construir una y otra cosa,  y guardarlas luego como en el tangram en un cuadrado en su caja, donde descansan.

viernes, diciembre 27, 2019

Boris Vian para fin de año


Un poeta
 Un poeta/ Es un ser único
Con muchos ejemplares/ Que solo piensa en verso
Y escribe solo en música/ Sobre temas variados
Sean verdes o rojos/Pero siempre magníficos.

jueves, diciembre 19, 2019

Ranchera

Monté en el bus para volver a casa, y también lo hizo  un chico con síndrome de Down, lo que es habitual en esa parada donde suelen ser muchos más  –tienen por ahí un centro- los que suben  y se ponen a hablar entre ellos,  se dirigen al conductor,  cambian de sitio, observan a alguien sin disimulo, preguntan,  no paran. Se diría que en su mundo no hay tanta prevención, tanta distancia, que hay menos barreras. Luego subió una chica muy joven con una silleta en la que dormía un bebe -algo que no abunda-  que no llegaba al año. Se veía que era madre primeriza, estaba tensa y enseguida aparcó la silleta y se quedó mirando al bebe, vigilante.  El joven Down desde su asiento también los miraba.  Era un chico grande, de ojos claros, desparramado en el asiento. Estaba solo y parecía aburrido.  Al poco sacó el móvil y puso una ranchera a todo trapo: “México lindo y querido”, y comenzó a cantarla feliz y desafinado. El resto del autobús no abrió la boca.  Nada más adictivo que las rancheras, por otra parte. Luego miró en derredor, dubitativo, hasta que se levantó y fue directo  hasta donde estaba el bebé con su madre, se acodó en el asiento contiguo, sacó la lengua  y acercó el móvil al niño para que escuchara. La madre se quedó quieta, sin saber que hacer. No es fácil ya coincidir con un Down.  Siguió allí tensa, en alerta, mientras el  niño abría mucho los ojos y  el  chico seguía con el móvil en alto, guiñándole de vez en cuando un ojo, y canturreando. Cuando terminó “México lindo” puso enseguida, sin pensárselo,  “Volver, volver, volver”, que sonó inconfundible y quejumbrosa, como en una fiesta de pueblo. Entonces la cara del pequeño dibujó  una gran sonrisa y comenzó a mover los brazos y piernas a la vez, rápidamente, como un juguete mecánico,  alborozado. Así siguió, como si hubiera entrado en un nuevo territorio estridente y pegadizo, y su cuerpo no pudiera parar de moverse, hasta que, varias paradas más tarde, el chico  apagó el móvil, volvió a guiñar el ojo al niño, nos miró orgulloso  y dijo con pena a la madre muda: “lo siento, me tengo que bajar”, y se fue. Todo volvió a ser entonces soso y aburrido, como antes.  

jueves, diciembre 12, 2019

Ópera

Aquí el pequeño relato que M.A. Rus me pidió para leer en Sexto Continente de RNE:


 Por fin llegó a la ciudad una gran ópera de Wagner, El anillo del Nibelungo, gracias a la largueza de la administración pública, siempre pendiente de aumentar nuestra cultura y la colaboración del empresariado local, que no para en mientes cuando se trata del bel canto (aunque Wagner para muchos fuera demasiado estridente). La expectación era enorme y solo  mi amistad con  D, gran melómano y directivo filarmónico, me deparó una entrada. “Será una jornada memorable”, me avisó. Llegué con tiempo, y acodado en el palco volví a confirmar que en la ópera no trabaja solo el oído sino la vista: todos pendientes de quien entraba y salía, quien acompañaba a quien. "Lo más extraño de la ópera es que los personajes hablen cantando", le dije una vez a D, en aquellos largos cafés matinales en que esquivábamos el trabajo. Pese a todo, no lograba provocarle. Para él, la ópera representaba una isla de belleza que nos salvaba de la fealdad del mundo. Estaba casado con una soprano italiana y cada noche se ponía corbata para cenar con ella a la luz de las velas. Es posible que cenaran cantando.  Ahora lo vi en las primeras filas, departiendo con el alcalde y su mujer, presa de un traje de muselina. De pronto levantó la cabeza y me miró con inquietud. Dieron varios avisos. El tercero, como en los toros, fue definitivo. Brunilda y los demás salieron a cumplir su complejo destino. A la segunda hora me dormí profundamente y desperté con los vivas y la ovación cerrada. Luego oí que la gente se dirigía hacia la calle desde la que se oyeron gritos, imprecaciones y disparos que la hicieron retroceder y volver rauda a sus asientos, al abrigo del mundo. 

lunes, diciembre 09, 2019

Amarillo

Durante la última semana las hojas de los árboles se han vuelto rabiosamente amarillas, y ahora han comenzado a caer llenando el suelo de una alfombra de oro que todavía persiste, porque este año, a diferencia de otros, todavía no ha pasado la brigadilla con el cañón de aire que las reúne y se las lleva como un ladrón de bancos. “Fíjate su serán ricos aquí”, escribió un inmigrante africano a su casa desde Pamplona, “que pagan a gente para retirar las hojas que caen de los árboles”. De todos nuestros dispendios, este es el que más le impresionó. La ciudad está amarilla estos días y de pronto, por contraste, me ha venido el color rojo de la Rioja  que vi el año pasado justo por estas fechas: las viñas  sin podar tras la vendimia, los sarmientos largos, las grandes hojas marchitas dando un tono rojizo, sangrante, al paisaje. Todo era rojo. La Rioja es ya el vecino modesto que nos da envidia. Allí todo parece más sencillo, sin el empeño repetido de poner en cuestión nuestro propio ser, sin la greña política que huele siempre a agravio y conflicto. Sin tener que negociar con Bildu los presupuestos.  Hace poco vi un mapa de España donde La Rioja aparecía como la única comunidad donde en 10 años no ha habido un solo caso de muerte por violencia machista. Es una comunidad pequeña, cierto, pero también lo son Cantabria, o Navarra y no lo hemos conseguido. Esto es una anécdota, pero es claro que la Rioja es otra cosa: una comunidad que no saca pecho, que no quiere ser más que nadie, que no pretende ser una nación o arrogarse no se sabe qué derechos. Un lugar donde hacen un buen vino, y donde se escribió por primera vez el castellano, rodeado de vecinos poderosos. En cierto modo es como Portugal.  Si hubiera que soñar un país distinto, reorganizarlo -puesto que cambiar el mapa y trocearlo es el auténtico asunto político de nuestro tiempo- habría que unir primero España con Portugal, como soñó Pessoa, para dulcificarnos un poco y luego Navarra y La Rioja, sin meter ruido, para hacer una comunidad con todo los colores; el verde, el amarillo y el rojo; el lugar de largos otoños de fuego y oro,  donde se sigan salvando  todas las mujeres.