sábado, marzo 20, 2021

Superintendente

Uno de los 350 asesinatos no resueltos de ETA es el del comandante Díaz Arcocha, quien fue el primer jefe –superintendente, se llamaba- de la Ertzantza. Arcocha era un bilbaíno grande y extrovertido, que bebía coñac en la cantina de los soldados cuando yo era furriel –una palabra que debe haber pasado al olvido- en el cuartel de Loyola, en San Sebastián. Era el año 1981 y aquello no era para andar con bromas. Además de la amenaza de Eta, que mataba cada día con saña, incluidos muchos militares, fue el año del 23 F y aquella noche, encerrados en el cuartel a la espera de noticias, nos preguntábamos contra quien acabaríamos volviendo las metralletas y si tendríamos valor para hacer lo correcto. Arcocha era entonces un militar demócrata y vasco, nada menos, lo que levantaba suspicacias y lo hacía incómodo en cualquier parte. Un planeta con orbita propia. Entonces ya tenía apalabrado el paso a la policía autonómica, donde todo estaba por hacer, y como me tenía aprecio me insistía sin éxito en que me fuera con él, que le ayudara en aquel empeño en el que parecía muy solo. Con él, decía, yo podría tener un gran futuro. Para él el futuro terminó poco después, el 7 de marzo de 1985, mientras desayunaba en una gasolinera camino de Arkaute, sede de la policía vasca, que ya funcionaba bajo su mando. Ese día Eta, en apenas unos minutos y a plena luz del día, puso una bomba lapa en su coche que acabó con su vida. Aquí estoy, había dicho él unos días antes, cuando recibió amenazas. No se explica que el jefe de la policía en Euskadi fuera un objetivo tan fácil, sin vigilancia ni escolta. Seguramente era él quien no la quiso, pero en eso no debía haber sido obedecido. Han pasado de aquello la friolera de 36 años y su asesinato está por aclarar. Lo que sí está claro, como ha recordado su hija, es que tras su muerte ni siquiera la policía que él dirigía investigó el caso, como si su muerte fuera algo inevitable o él se lo hubiera buscado. Fue un hombre que, como muchos, se la jugó con nosotros y que en vez de justicia solo encontró el más profundo olvido. Como si una apisonadora hubiera aplastado del todo su memoria