Han encontrado una grabación con la voz de
Frida Kahlo, esa pintora que se autorretrató tantas veces con flores en la
cabeza, con cara de luna redonda y seria o con largas trenzas, a veces con el corazón
abierto, fuera del cuerpo, como si hubiera escapado; autora de una obra que todavía nos deslumbra -quizás ahora más incluso que antes- y que está llena de color e indigenismo
mexicano; una mujer que se sobrepuso a la polio y a tremendos dolores de espalda y que fue
también la mujer de Diego Rivera -o éste de ella- el gran muralista mexicano; una pareja que
son por sí una novela, que juntan arte, política y primer feminismo, amigos y protectores de aquel Trotsky refugiado en
Coyoacán huyendo de Stalin, quien lo
borró a conciencia de las fotos de la revolución –una especie de fake de aquellos tiempos,
para cambiar la historia- y quería
borrarlo también del mapa, y lo consiguió gracias Ramón Mercader, el obediente comunista español que le
clavó un piolet en la cabeza, quizás el asesinato más surrealista del siglo. En
el corte de radio que se ha rescatado en México Frida habla de Diego, de quien
dice que es un niño grande, lo que cuadra con la imagen de bebé gordo e
imponente que tenemos de él, y alaba sus manos sensibles como antenas que lo
perciben todo, con las que pinta, y dice con ternura que quisiera tenerlo en
brazos como un niño recién nacido. Son palabras de amor dichas con voz firme y
clara, un poco afectada, como quien
recita un poema; una voz que, como ocurre con esas voces de quien no conocemos,
la de alguien que nos acompaña en la radio durante años, por ejemplo, no se corresponde luego con la imagen de quien las ha pronunciado,
como si fuera de otra persona, como si estuviera equivocada. Quizás la voz sea lo más
nuestro y contenga nuestro espíritu, como creían algunas tribus primitivas, y sea lo que nos exprese
mejor, más incluso que la imagen, no en vano oír la voz de quien se ha ido impresiona más
que verlo en una foto o un retrato. "La
voz es una cosa viva", he oído de pronto decir a Unamuno, cuya voz he
encontrado de pronto en una de sus escasas grabaciones diciendo, en uno de esos juegos verbales que tanto le gustaban, que "hay que aprender a
leer con los oídos la palabra viva", y más adelante ha recordado a Jesús, que no escribió
nada, como Sócrates. “Rechazo al hombre que habla como un libro”, clama la voz
metálica y lejana de Unamuno desde ultratumba, “prefiero los libros que hablan como hombres”.
jueves, septiembre 26, 2019
miércoles, septiembre 25, 2019
En Cálamo
Antes de llegar a Cálamo, en Zaragoza, para hablar de Diario de Hendaya ante un buen puñado de gente, alguno venido desde Pamplona, estuve en Madrid en la presentacion de la última entrega de Baroja y yo, en un acto que tuvo lugar en el Museo Lázaro Galdeano, con Carmene Caro, autora de "El grito del capitán Chimista", que cierra la colección, junto al editor Ciáurriz, que se emocionó y Jon Juaristi, que abrió el acto. Luego hubo un ágape en los jardines del museo, en una noche templada en la que solo faltó un conjunto de cuerda junto al gran abeto del jardín, y en la que se pudo revolotear entre autores e invitados. En un rincón me topé con Trapiello, lo que fue una suerte. Al día siguiente en Zaragoza, a donde ahora se llega desde Madrid en poco mas de una hora, como si uno fuera en metro, recordé esa velada y dije con cierto atrevimiento que aunque Baroja ha merecido 26 libros de autores que le recuerdan, Unamuno es más, su influencia es mayor y de otro relieve. La historia del Diario de Fukushima, que ya he contado alguna vez es un ejemplo. El hecho de que Amenábar acabe de hacer una pelicula sobre él y el inicio de la guerra, es otro dato. El acto de Zaragoza fue intenso y no solo se habló del Diario de Hendaya sino de algunas cosas que en él se sugieren, como la idea de extimidad o la de los ciclos, pues el libro es el recuento de uno; una idea, la de ciclo, tan cara al cristianismo y al mundo antiguo, que nos recuerda que la vida no es un linea recta, sino que somos un meandro que se curva y que propende a volver a empezar; que en verano hace calor y en invierno frío; que a veces hay alegría y otras dolor, pero que en ambos casos no cabe ufanarse o dolerse demasiado. Durante la presentación se preparó una tormenta que no terminó de estallar, y de vuelta a casa vimos el resplandor de los relámpagos por la autopista, a lo lejos, como los destellos de ideas que revoloteaban en mi cabeza, todavía en marcha, como ocurre cuando se habla sin red ante un público atento.
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