jueves, agosto 24, 2017

Diario de Hendaya (4)

12 junio. Mar de fondo

Monfornet. Edward Hopper.

 A la noche, A me dice que podemos quedar en Hendaye y salir en barco con C. Que me lo confirma mas tarde. La idea es muy buena. Llevo mucho tiempo queriendo ir a navegar,  pero el plan, ahora, también me desazona. Duermo mal, vigilante, como si tuviera una premonición.   A la mañana hemos quedado a las 11, pero no hay nadie. Me siento en un banco y pienso que no nos vamos a encontrar, que el paseo se va a la mierda, que tal vez sea lo mejor. Es un día brumoso, con la playa ya casi llena. Llegan. A no ha podido aparcar, todo está atestado. Voy con C al barco a esperarle. Es un velero de 7 metros con un pequeño camarote donde él ha dormido, con la escotilla abierta, mirando las estrellas. A la mañana, temprano, ha ido a nadar. Es la vida errante, en la naturaleza, sin compromiso, que parece tan atractiva, aunque seguramente no es así. Viene A y comemos algo de melón y queso que he comparado de paso en el Carrefour. Mientras almorzamos, se acerca un conocido de C y le dice que tenga cuidado, que hay mar de fondo, y que el viento va a subir. Los otros no parecen hacerle mucho caso, pero yo sí. Me pregunto si he hecho bien en venir, pero después de tantas vueltas ya me entrego a  lo que sea. Partimos. El pequeño motor nos lleva poco a poco, como si fuera un suspense,  hacia la bocana del puerto donde rompen las olas. C dice que nunca había visto que las olas rompieran allí. Que sea lo que Dios quiera, me digo. Enseguida, en el mar abierto, llega una racha de viento que escora el barco, aunque nadie parece inquietarse. C, que ve mi cara, me dice que no me apure, que el barco no puede volcar. O que en caso contrario habrá que pedir cuentas al armador, añade. Enseguida, me deja el timón para ir él a hacer algo. A está a proa, quieto, mirando de frente como si viera algo a lo lejos, ensimismado. El viento viene del noroeste, y lo llevamos de través. La ceñida es vibrante, la vela -que no tiene todo el trapo, por si acaso- se tensa y hay que hacer fuerza sobre el timón para mantener el rumbo. (Me pregunto de donde he sacado este vocabulario marinero, debe ser una especie de contagio). De frente, el mar se ondula en unas olas grandes, verdosas, que parecen insalvables. Sin embargo el barco asciende por ellas como si nada: sube y luego baja hacia el seno de la ola donde el viento, por un momento, para, y luego, al salir a la cúspide vuelve a soplar con fuerza. Poco a poco me voy calmando, recibiendo el aire y el sol en la cara, agarrándome con fuerza y haciendo todo el contrapeso que puedo, en tensión,  sintiendo las gotas de agua que de vez en cuando me salpican. Todo es mar y cielo y la mente se aquieta por fin, queda libre y se emplea en lo primario: gobernar el barco, trazar el rumbo, virar. Así que poco a poco voy  sintiéndome  fuera de todo lo demás, como debería en realidad ser, me reprocho;  con esa mezcla de ligereza y vacío que trae el estar menos pendiente de las cosas, menos absorbido por ellas, lejos de la tierra firme y de sus cuitas, me digo. Y sin embargo, escucho una vocecita dentro de mí, quiero volver ya.

viernes, agosto 18, 2017

Diario de Hendaye (3)

15 agosto. Cajón de Sastre

 

Dolo Marina. "Bahía de Txingudi al atardecer".
Fiesta en todas partes. Voy al viejo puerto de Caneta a ver pescar. Desde el muelle, dos hombres jóvenes han lanzado sus cañas y esperan. Cuando se ha lanzado una caña y no se hace nada, ese no hacer nada se llena de contenido, es un estar distinto, una espera que está  justificada y permite  la pura contemplación.  Por el paseo, junto  la bahía de Txingudi, pasa gente sin parar que dejan a su paso el reguero de una conversación. De vez en cuando sobrevuela  una familia de cormoranes. Uno de los pescadores jóvenes lleva pantalones piratas y un tatuaje en la pantorrilla. Me siento un poco apartado, en el banco, y observo  a un tercer pescador con visera que lanza la caña una y otra vez con un señuelo. De vez en cuando da un tirón y el señuelo aparece sobre la superficie, como un pez que salta. La tarde es fresca y nubosa, a ratos se despareden unas gotas de lluvia. Un avión entra de improviso desde el mar y  desciende de golpe para aterrizar en el aeropuerto de Fuenterrabía, que parece construido en un lugar imposible, como si se hubiera hecho sitio a codazos. Pasa el rato. El pescador del tatuaje deja el cigarro, va rápido a una de las cañas y va recogiendo. “Esta trae algo”, dice, excitado. Pronto aparece un pez plateado que se debate y enseguida da vueltas sobre si mismo sujeto al hilo. Enseguida el pescador lo desprende del anzuelo. “Una lubineta”, dice.
Me acerco, a curiosear pero el pez ya está a buen recaudo, como si fuera un secreto.  “Plaza Eva Forest”, pon en un cartel sobre una tapia, allí mismo.  Eva Forest fue la mujer de Alfonso Sastre, y estuvo involucrada en el atentado de Eta de la calle Correo y en el de Carrero Blanco. Parece que fue ella quien escribio "Operación ogro". En aquello años todo estaba muy mezclado, todo parecía anti franquismo, pero la pareja de Eva y Alfonso cortaron pronto con el PCE, por considerarlo reformista y apoyaron siempre a la izquierda abertzale, justificando las fechorías de Eta, sin desfallecer nunca. A juicio de Lidia Falcón, que los conoció bien en los años duros “Eva era la activista y Alfonso le intelectual”.  Cuando en  2009 una ETA en su fase final asesinó al socialista Froilán Elespe, en uno de sus últimos atentados, Sastre, el intelectual,  escribió uno de sus artículos en Gara, amenazante como todos, advirtiendo que si el gobierno se empecinaba en no negociar con Eta, cosas así se iban  repetir. “Lo que se llama terrorismo es una forma particular de la guerra. En cualquiera de los casos, sin embargo, se trata de matar al enemigo, así como suena: de matar al enemigo”, había escrito en los 80. “Quienes hacen esas acciones, a veces atroces, tienen una conciencia moral muy fuerte y son más sensibles a los sufrimientos humanos, a pesar de que los provoquen, de la que tienen esos que los condenan”, nos ilustró en los 90 sobre el noble carácter de los terroristas.
Sastre y Eva vivieron en Fuenterrabía durante años, con el apoyo del entramado abertzale, que los mimaba y los exhibía.  Ambos tuvieron puestos políticos representando a HB. Forest murió hace unos años, y sus cenizas se lanzaron, al parecer, a esta bahía de Txingudi. Sastre todavía vive. Recibe homenajes, en los que aparece satisfecho, con la boina puesta. Fue un dramaturgo notable, al menos durante una época, que comenzó con Alfonso Paso y tuvo una gran diatriba con Buero Vallejo, que no veía el teatro como un arma de combate. El  caso de Sastre confirma la ceguera y el sectarismo de muchos intelectuales y escritores, la tendencia a remediar el mundo a su antojo, la superioridad intelectual, la simplificación de las cosas, el radicalismo verbal,  la tendencia a vivir –bastante bien- al abrigo de una causa que les dota de un salvoconducto de superioridad moral.  “Sastre es autor genial, pero, al igual que Bergamín, se ha encerrado en una ideología”, escribió Francisco Nieva.
Miro Fuenterrabía allí enfrente, donde acaba de aterrizar el avión. Se ve la parroquia en la que de vez en cuando dan las horas. Me pregunto quien decidió, en Francia,  poner este nombre al muelle, a la plaza. Con el tiempo, nadie recuerda de quien se trata, me consuelo. Luego, miro el agua que pasa lenta y recuerdo que por esta misma zona donde el  Bidasoa termina y  acaba en el mar,  venía a pasear Unamuno cuando estuvo exiliado en Hendaya, para poder ver dese aquí un trozo de España, la cercana Fuenterrabía que parece al alcance de la mano. "Paseo de Don Miguel de Unamuno", podría ser una alternativa más justa.
El pescador de la gorra, el tercero, el francés,  no ha logrado nada, recoge y se acerca a los otros dos que esperan quietos junto a las grandes de cañas fijas. Hablan en francés entre ellos, aunque uno de los españoles traduce de vez en cuando al otro. Hablan de capturas, de día buenos, de que parece que ayer alguien sacó una gran dorada allí cerca. Deux pecheurs et deux chasseurs,  quatre menteurs, dice el francés sonriendo. Bajo el puente, dice luego señalando hacia el puente de Santiago, que franquea el paso sobre el Bidasoa entre Francia ya España, hay siempre grandes peces. La pareja asiente. Uno de ellos, el más joven, moreno, sin tatuaje, recuerda que un día había allí un gran pez que no atendía a nada, por mucho que se acercara cebo de quisquilla, de cangrejo, gusano, pasaba impertérrito frente a todo, hasta que de pronto, dice el chico moreno, se acercó un viejo y puso despacio un grillo vivo en el anzuelo, luego lanzó al agua y en cuanto el grillo tocó e agua el pez entró sin dudarlo y el viejo lo cobró. ¡Un grillo!, dicen los otros, extrañados. La verdad es que cuesta creerlo. 

martes, agosto 08, 2017

Diario de Hendaya (2)

1 de mayo. Hôpital Marin



Llego de nuevo a Hendaya. La luz de mayo es como un empaste de pintura dorada sobre el mar. La playa, ya tarde, parece hecha de nuevo, distinta a cuaquier otro día. Tuerzo a la altura del Resto de l´ Ocean, cerrado, y paso por el Hôpital Marin para ir a a casa y veo de nuevo esos grandes pabellones de otra época, esa arquitectura de sanatorio o de centro de reclusión  que ocupan una gran extension frente al mar, al final de la playa. Es un vasto complejo que data de finales del XIX, cuando unos médicos comisionados de Paris instalaron un gran sanatorio con ideas higienistas, laicas y benefactoras, en el espíritu de la época, para traer niños enfermos, y que luego ha ido acogiendo distintas patología. Un gran centro que siempre se ha dedicado a atender lo mas grave: el grand handicapé, las lesiones medulares, tetraplejias, las enfermedades degenarativas, síndromes de nombres inciertos, la esclerosis lateral, demencias, psicosis;  enfermos que apenas pueden andar y valerse por sí mismos, hombresy mujeres presos de una agitación continua, que gritan de noche aullidos ininteligibles, mas allá de todo significado, o esos seres ensimismados, quietos en un espacio cercado frente al mar, algunos flacos como un suspiro,  otros obesos, incapaces de  tenerse en pie por sí solos,  que permanecen allí sin hablar.  Este viejo y enorme hospital remozado, sus internos y visitantes, dan  a la playa de Hendaye en verano un caracter muy especial. Hombres en sillas de ruedas conducidas con la boca, o jóvenes retorcidos en la silla acompañados por una enfemera vienen y van por el paseo. Se diría que aunque se hagan esfuerzos por pasar de largo, están ahí.  Una legión de asistentes acuden también  para poder atenderlos. Toda la playa frente al hospital -la handiplage-  se llena cada día  de enfermos del hospital y también de minusvalidos de otros sitios que vienen a bañarse.  La playa, así, adquiere un carácter insólito, como si un obstinado principio de realidad   se impusiera  a la ligereza del tiempo vacacional. Somos mortales, somos de frágil carne y hueso, parecen recordarnos. Son el recordatorio del cuerpo, atravesado siempre por una biografía particular, una historia, lleno de marcas. Ahora, recién estrenado mayo, ya se ven algunos enfermos en el hospital.  La temporada ha empezado y las paredes de los pabellones parecen recién pintadas, dispuestas para la llegada de muchos más. Vienen a tomara las aguas del mar, como los primeros bañistas románticos, como aquellos primeros niños que sacaban de la ciudad fétida y sus vapores contaminados, para respirar la brisa del mar, llena de sal y de iodo.  

jueves, agosto 03, 2017

Diario de Hendaya (1)


14 abril. Luz de invierno

La casa está muy fría, y cuando piso con los pies descalzos noto el suelo gélido, incapaz de calentarse a pesar de la calefacción.  Me quedo solo, con todo el tiempo para mí. Una sensación extraña. Siempre, en Semana Santa, hay una sensación de estar fuera del tiempo, una necesidad de que ocurra algo, que no sean días sin más, algo de nostalgia de lo sagrado. Por la tarde decido ir a oficios a la iglesia de Hendaye. Antes, veo el comienzo de "Luz de invierno", una película de Bergman que me descargué antes de venir. Un Pastor luterano celebra el oficio de Semana Santa ante apenas unos pocos fieles. La escena es larga, prolija. Luego pasa a la sacristía y escucha los reproches de su amante hasta que una pareja pide hablar con él. Corto la película y voy a oficios. Por el camino, como tengo tiempo, me paro en la playa. El mar bajo el sol tiene un color plateado sobre el que se deslizan los surferos. Luz de primavera. Hace fresco. En la Iglesia reparten un cuadernillo con la Pasión en francés que luego leerán. Sigo el oficio con el texto, embelesado. Como la lectura es la misma que en español y como llevo un tiempo estudiando francés entiendo todo. Al final recogen los cuadernillos y no me atrevo a quedármelo. Vuelvo a casa, preparo algo de cena y veo lo que queda de la película. El hombre que visita al Pastor está desesperado. No tiene ganas de vivir. Su mujer le ha traído para que el Pastor le diga algo que le dé ánimos,  pero el pastor es incapaz pues también él es un  hombre sin ilusión, que parece vivir pegado  a unos rituales vacíos y que no cree en nada. La pareja se marcha y la amiga del Pastor vuelve y le reprocha que no la ame. No quiero contar el final. La película es desnuda, profunda, inquietante. Es difícil encontrar hoy algo así. Seguramente, pienso,  es una buena forma de  celebrar la Semana santa. Al poco de terminar oigo el coche que llega.

martes, agosto 01, 2017

Barceló

Al final de la tarde sofocante me senté en el Plaza Mayor, por ver si el gran elefante que Barceló ha instalado allí boca abajo, haciendo equilibrios sobre su trompa, saludaba con un cuesco, y miré hacia arriba, hacia  el azul del cielo y aquella luz intensa me trajo de nuevo los colores violentos que había visto todo el día en la gran exposición de Barceló repartida por toda la  ciudad, y que celebra los 800 años de la Universidad de Salamanca, pues son las últimas obras del mallorquín las que se muestran aquí y allá:  el gran cuadro del  Arca de Noé, lleno de  animales y  frutos, en Fonseca, junto al amarillo de las arenas o  el azul del paraíso de las acuarelas que pintó para ilustrar  la Divina Comedia, y esos formatos enormes con frutas y protuberancias, repletas de todo lo que se vierte, chorrea, se superpone, brilla, comienza a pudrirse, reverbera,  estalla, se replica, se vuelve blanco, cae al fondo, se deshace, se vierte, resbala, se comba, se aplasta, se pega, flota en el mar; lo que se toca y se huele y sale del cuadro, lo que se consume y persiste retorcido como esas enormes cerillas a medio quemar que se parecen, en el patio plateresco de las Escuelas Menores, a  las estilizadas estatuas de Giacometti, metáfora de la vida que se consume enseguida en su llama y tras la que solo  queda un breve fulgor; todo esto me venía de nuevo a la cabeza allí en la plaza, sentado por fin, solo entre los demás, recogido, lo que me hizo recordar los versos de Aleixandre: hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado; allí en la plaza miré al cielo y volví a ver todas las  ocurrencias de ese niño grande que juega con el barro y los colores, un bromista muy serio, pues solo el arte que tiene la ligereza y la penetración del humor puede decirnos algo, mientras las gentes pasaban a mi alrededor, iban y venían, unos niños formaban una fila habalndo en francés,  los vencejos chillaban, desfallecía la tarde  y en el reloj del ayuntamiento daban las campanadas  de  las nueve y de pronto aquel elefante blanco de ocho metros erguido sobre su trompa, tal vez la imagen de nuestra vida siempre en la cuerda floja y  que pese a todo se sobrepone y busca su equilibrio y se las arregla para seguir adelante,  soltaba una ráfaga de humo  por el ano que ascendían  al cielo y se difuminaba enseguida en el aire, hasta hacerse invisible.