lunes, octubre 21, 2019

Ciudad satélite (III)

Santiago Arau. Taxi en Ciudad de México.
Recuerdo que viajé solo a México. Era el año 84 y yo era seguramente un muchacho perdido que apuntaba obviedades en un cuaderno que ahora está amarillento y que  empieza un  27 julio en el Hotel Tritón de la Habana, primera parada. El viaje era por Cuba. Hacía mucho calor. En el hotel había una boda y un grupo de invitados intentaba en vano entrar en el Tritón porque no tenían pase. En el ascensor una  mujerona negra manejaba, preguntaba por  el piso y se secaba el sudor. Cuba era un país de pases, de tarjetas, de gente que se queda fuera.  Al día siguiente, en el vuelo a México, encontré a dos chicas de Zaragoza: una era grande, rubia, bastante guapa, habladora. Se llamaba Pili. La otra era flaca, huesuda, fea, y también habladora.  Se llamaba Chusa. Como el resto era un grupo de vascos que ya iban planeando una cena en el centro vasco  del DF, seguí con ellas. Supongo que resultaron buenas compañeras de viaje.  Lo malo es que siempre iban juntas, eran uña y carne. En cierto modo hicieron piña contra mí. Les convenía ir conmigo. México era un país muy machista, no era cómodo para dos chicas viajar solas. Pero tenían su mundo al costado. Yo las acompañaba y ellas venían conmigo, era un pacto tácito. Intenté en alguna ocasión quedarme a solas con la rubia, hacer un plan aparte,  pero fue imposible. Entre las dos se las apañaban para manejarme. En los hoteles tomábamos una sola habitación, con cama supletoria o ellas se metían juntas en una. A veces cada una entraba en una cama y yo yacía en el suelo, con almohadas y mantas. Eran funcionarias, maestras, andaban bien de dinero, mejor que yo,  y me veían como un crío, seguramente. Cuando alquilamos un coche para salir  de México, que no fue fácil, yo conducía y me  dieron una lección. En un atasco bajé a comprobar algo y al volver al coche Chusa, la fea, estaba sentada al volante y la otra sonreía desde atrás. Me habían quitaron el mando. Un golpe de mano.  Me quedé sin palabras, entre dolido y avergonzado. Comprendí que tenían razón, pero eso no me ayudó.
 En el DF llamé a Osvaldo, el marido de Sara,  dado que ella estaba en España, de vacaciones. Se mosto muy solícito. Me invitó a comer a un buen sitio, con meseros de chaquetilla.   Luego fuimos a buscar a mis dos acompañantes, pues noté que cuando le dije que viajaba con dos mujeres se mostró muy interesado.  Las recogimos del Hotel Regis, donde nos alojábamos, y él nos dio un largo paseo en coche por el DF: el Zócalo, el Paseo de la Reforma, Las Lomas -sitios bien-;  también la universidad UAM y Coyoacan, donde nos llevó junto a la casa donde mataron a Trotsky con un piolet. También pasamos por el juzgado donde, según aseguró, juzgaron a  su asesino, Ramón  Mercader. Este tour, recuerdo que nos  llevaría como dos horas. Luego volvimos al centro y nos invitó -en realidad nos invitó a  todo- al  hotel Sheraton, donde nos tocó un Mariachi bien afinado. Desde la vidriera del hotel había una visión de la ciudad que se extendía a lo lejos y parecía no acabar nunca. Daba un poco de miedo. Después de tomar unas margaritas cenamos en la zona rosa, junto a Reforma, muy cerca del monumento a la Independencia rematado por un ángel dorado.  Las dos chicas iban calladas  al principio pero luego le cogieron la vuelta y no pararon de preguntarle cosas y de hablar. Que si tenía hijos, cuanto tiempo llevaba casado, cuál era su trabajo. Comprendí que lo veían como un burgués podrido de dinero e insensible, un hombre engreído y machista. Era el año 84, la época de la transición, todos nos creíamos tremendamente avanzados e izquierdista. Noté que ellas  le dejaban hablar, pero que por dentro pensaban que un tipo osado e ingenuo que trataba en vano de impresionarlas. Ellas hacían  con él lo mismo que conmigo: sonreír, seguirle la corriente,   sacarle partido. Eran uña y carne, ya lo he dicho.

viernes, octubre 18, 2019

A quien pueda interesar

 De uno a otro, a cuenta de lo que estoy escribiendo,  he pasado por varios escritores mexicanos (Villoro, Monsiváis, Pitol)  hasta llegar a Jose Emilio Pacheco y este poema que he copiado para no olvidarlo enseguida.

A quien pueda interesar

Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas obras
que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo.
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.

martes, octubre 15, 2019

Ciudad satélite (II)

CDMX foto desde dron de Santiago Arau
Enseguida me acuerdo de aquel viaje a México, hace años, del hotel Regis, que al poco se hundió en el terremoto, del viaje al Yucatán y a Chiapas. Recuerdo el peso insoportable de la cuidad cuando estuve solo, los últimos días, y traté de salir huyendo. Una mezcla de atracción y repulsión hacia Mexico.   Busco el artículo que Martin Caparros escribió en El País sobre esta ciudad: La ciudad desbocada y vuelvo a leerlo. Uno se pregunta qué más se puede decir. México: la primera y mayor ciudad de América, una urbe que no se sabe si tiene 22 o 24 millones de habitantes,  mayor que muchos países en cualquier caso. Pensar en México -pienso a su vez-  es hacerlo  sobre  un sitio impensable, fuera de los adjetivos,  de las categorías, de las palabras; sobre un lugar que   nadie podría conocer en su totalidad ni aunque empleara toda su vida y no hiciera otra  cosa; un anticipo del futuro, del mundo que nos espera: ciudades enormes, sin principio ni fin, que se han ido tragando todo lo que las rodeaba: pueblos, lagos, riscos, bosques, vertederos, pantanos; en todo esos sitios se instalan los que llegan,  vuelven a levantar lo que se derrumba, retornan tras los desalojos; surgen barrios,  colonias, fraccionamientos suburbios. Nada los puede parar. Nada hay detrás de esto, ninguna mente pensante, ningún plan previsto, ya que cuando se implanta ya está viejo. Se trata del crecimiento  de un organismo; imparable, metastático,  fruto de una miriada  de decisiones, el caos y el orden  a la vez.

lunes, octubre 14, 2019

Ciudad Satélite (I)

Torres a la entrada de Ciudad satélite

Vino Sara de México, y me contó que ya no vive en Querétaro sino que hace un año, por motivos de trabajo familiares, han vuelto al DF, que ya no se llama DF sino CDMX: Ciudad de México. A. lleva viviendo allí muchos años, desde que se casó con un mexicano que conoció en Madrid, del que luego se separó. A Mexico le ata ahora una hija y una nieta. También una casa, y un pasado. Le pregunto en qué zona viven, y me dice que en "Ciudad satélite", un nombre, me digo,  que sería un título muy bueno para una novela, o un cuento al menos.  Es un barrio, compruebo, que se hizo hace años, y que tiene unas torres que se levantaron entonces, que la identifican. Satélite pretendía ser eso: un satélite,  una ciudad fuera de la ciudad, orbitando alrededor de ella pero desprendida, independiente;  un lugar concebido en el plano por la razón urbanistica; vanguardista, funcional, de clase media, rodeada en teoría de bosques y zonas verdes, pero que fue absorbida por la urbe que lo engulle todo y pronto  quedó en nada.  Como un sol que atrapa a un ganimedes y lo hace desaparecer. A día de hoy, según me cuenta A,  este satélite es escasamente habitable: ella apenas sale, salvo para ir al centro comercial. Dice que todo es muy costoso: los desplazamientos, la recogida de la niña del colegio, cualquier encargo; que la calle es agresiva, que da miedo y falta seguridad. Pasear por la vereda es ir entre tapias altas que ocultan las casas. Pero la ventaja de satélite, dice,  es que está al norte, cerca de la autopista que sale para Querétaro, lo que permite huir rápido cuando hay una alerta por contaminación y es difícil respirar en Mexico, lo que no es tan extraño.

martes, octubre 01, 2019

Lápiz

Comí con un editor –el oficio no va muy bien, me dijo, pero me permite leer en horas de trabajo- y a los postres estuvimos hablando de la pesadez de la escritura en ordenador, que carga la cabeza y las cervicales,  donde si uno  se descuida no acaba nunca de revisar,  por no hablar de la tentación continua de distraerse por la red y coincidimos en que hay una relación entre la herramienta con la que se escribe y el resultado. Es claro que lo que se escribe con el móvil  parece un telegrama. Pero no todo son mensajes  en pantallas. BIC, por ejemplo, vende 11 millones de bolígrafos al día y los lápices -esa vieja y brillante tecnología, un hito en la historia-  son un objeto preciado, una elección como los discos de vinilo.  Los lápices son mi debilidad, me confesó el editor. Los mejores, añadió, son los japoneses, hechos con madera de cedro y grafito de china. Dicho esto sacó con cuidado uno redondo, color mostaza: Mongol 480, del 2, ponía, y me lo tendió diciendo que era el mismo modelo que utilizaba Steinbeck. “Perdone que haya ganado el nobel de literatura, pero es que escribo con lápiz”, le gustaba decir. También Hemingway o Navokov escribían con lápiz, pero Steinbeck, para quien el ritual de escribir era sagrado –cosa común en casi todos los escritores, que necesitan un precalentamiento- comenzaba la jornada afilando 24 lápices que iba dejando conforme perdían la punta, hasta volver a afilarlos todos a la vez. Luego, cuando estaban por la mitad, se los regalaba a sus hijos. Necesitó 300 lápices para escribir “Al este del edén” y alguno más para “Las uvas de la ira”. Steinbeck es uno de los grandes, y esos libros, recuerdo, retratan la época de la gran depresión y le llevan a uno a una América brutal y profunda y a la cara dolorida de James Dean en la versión para cine de Elia Kazan, donde no morirá nunca. El editor me confesó que había conseguido una partida de mongol 480 a buen precio, y que los repartía con cuentagotas. La inspiración es una cosa caprichosa, así que he dejado el Mongol encima de la mesa con el sacapuntas al lado, y lo he mirado con esperanza, preguntándome si seré capaz de sacarle todo lo que lleva dentro.