martes, junio 22, 2021

Gredos II

Peter Handke, un escritor de los grandes, sumamente especial, más bien huraño, siempre errante, que cuenta el paisaje de un modo distinto, iniciático, sonámbulo a veces y que consiguió -pese a su situación de apestado por su apoyo a Serbia en la guerra de los Balcanes- el Premio Nobel hace un par de años, escribió “La pérdida de la imagen o por la Sierra de Gredos”, al que he vuelto, en el que ve -o un personaje ve- aparecer estas montañas desde la ventanilla, viniendo de la meseta, y habla de “un reflejo amarillo, luego rojizo, luego amarillo rojo azulado”. A Handke siempre le ha gustado el paisaje español porque está vacío, y ha venido a menudo por aquí y residido en un lugar tan fuera de todas las rutas habituales como Linares, en Jaén, donde se hacía, recuerdo, un interesante torneo de ajedrez. En el libro compara la sierra de Gredos con los Alpes, aunque la de Gredos sea una cordillera mucho más modesta, y dice que ambas están hechas de piedras, granitos, gneis, pizarras de Mica, pero que en Gredos todos los materiales son mucho más potentes que en los Alpes, y que invitan a aventuras muy distintas. Para él, Gredos es millones y millones de años más viejo, y sus montañas transmiten una sensación de estar naufragadas, desmenuzadas, liquidadas, decrépitas, en contraste con los Alpes, que aun son jóvenes y se elevan y yerguen, mientras las cumbres de Gredos adelgazan continuamente, se gastan, se arrugan, y un día no serán más que una meseta un poco más elevada en medio de la meseta, lo que cuadra muy bien por cierto con la visión del circo y la laguna cuando llegué, tan descarnada, donde parecía que algo hubiera explotado y todo estuviera lleno de restos, como los escombros que deja una batalla.

miércoles, junio 16, 2021

En Gredos

Voy a la plataforma de Gredos pronto. La carretera casi sin nadie parece ir al fin del mundo. Dejo el coche y salgo por un camino de piedras grandes y regulares, una calzada que va ascendiendo por un paisaje sin árboles, en el que la vista no encuentra un final. Los prados están verdes de hierba y amarillos del piorno serrano, la retama: un arbusto que se hace ahora, en junio, dueño de todo. Cerca del collado encuentro a una pareja con una gran teleobjetivo fotografiando pájaros. Entre los altos arbustos amarillos se ve la cornamenta de varios grandes machos de cabra montés. Estamos un rato en silencio, mirándolos por el catalejo, sin que se inmuten, mientras en su honor canta una alondra. Luego seguimos despacio, atentos, y de vez en cuando ellos me indican las flores del camino: el campanario, la manzanilla, el colchicun, que aquí llaman quitameriendas, el azafrán serrano, la margarita. Es la primavera en la sierra, el esplendor en la hierba. Mas arriba junto al mirador, se ven los picos del circo: La Mina, el picudo Almanzor, granito puro, y se advierte el tajo del antiguo glaciar que seguía varios kilómetros hacia el norte y que ahora es una garganta por donde corre el agua. Ellos se quedan allí y yo bajo hasta la laguna, me descalzo y meto los pies en el agua fría llena de renacuajos. Es extraño pero, pese a la caminata, no tengo hambre. Es como si ya estuviera saciado. El circo con la laguna grande es un lugar pétreo, desolado, labrado por los elementos. El sol pega fuerte. Aquí no hay verde ni amarillo, piorno ni margarita. Que hago aquí, me digo. Los pies duelen de tanto pisar piedras. Vuelvo por donde he venido. En el mirador, donde les he dejado, están todavía los ornitólogos. Se ha nublado, pero no les importa, porque es mejor para las fotos. Paro a comer en Hoyuelos, pero no encuentro el hambre.