lunes, enero 30, 2017

Reverte

Jorge M. Reverte -el otro Reverte-,  cronista de la historia reciente y de la guerra civil, publicó un libro hace poco sobre la matanza de Atocha de la que ahora se cumplen 40 años, en que entrevistaba a los protagonistas de aquellos días en que todo pendía de un hilo y que fue sin duda el momento clave de la transición.  Los pistoleros que mataron a cinco abogados de CCOO querían reventar el frágil avance hacia la democracia y provocar una respuesta militar que desbaratara el proceso y, de hecho, el propio gobierno de Suarez, desbordado por la situación,  acuciado por todas partes,  reconoció que aquellos días  no era capaz de garantizar siquiera la seguridad de los heridos ni  el cortejo fúnebre.  Sin embargo,  aquel atentado logró lo  contrario que pretendía. “Sirvió para consolidar el camino a la democracia” explica Ruiz Huerta, el abogado que sobrevivió a la bala que chocó contra el bolígrafo que llevaba encima. “El ADN de la democracia está en Atocha”, dice. El orden estricto de aquel desfile con los féretros por las calles de Madrid, lleno de dignidad y silencio,  fue a cargo del PCE, que a los pocos meses estaba legalizado. Paca Sauquillo, cuyo hermano fue uno de los asesinados,  recuerda la enorme tensión de aquellos días, la violencia que acuciaba desde todos los lados, el miedo reinante. Quien hoy desprecia aquello, no sabe lo que dice.  El libro de Reverte confirma la idea de que la transición no fue un guion escrito, sino un proceso frágil y costoso, lleno de incertidumbre, y que las cosas podían  haber salido de otra manera. Es la confirmación de que la historia no está escrita, sino en nuestras manos, que nada está determinado del todo. Esto ocurre también para la vida de cada uno, cuya deriva  no podemos  atribuir sin más  a las circunstancias o al destino.  Con lo que nos toca, podemos hacer cosas distintas. Cuando escribía el libro de Atocha, Reverte sufrió un ictus que le llevó al borde de la muerte.  El mismo sintió en un instante que podía dejarse  llevar, o volver. Volvió, y terminó el libro. Desde entonces, por encima de sus secuelas y dificultades, no ha parado. Da gusto leerle.
(Publicado Diario Navarra 30/I)

lunes, enero 23, 2017

Semana negra


Mientras en el Baluarte de Pamplona se celebraba la semana negra, en la que novelistas, forenses,  y expertos hablaban del género y daban vueltas  a la potencia narrativa del  crimen y de su tratamiento en el cine y la literatura, fuera del Baluarte teníamos un caso práctico, la realidad mostraba su lado oscuro, y una mujer moría al parecer a manos de su pareja y era arrojada al río envuelta en una alfombra. El crimen nos horroriza y nos espanta, y nos levantamos contra él, pero al mismo tiempo nos atrae y nos produce una extraña fascinación. Por eso hay jornadas sobre el crimen que suscitan tanto interés, puede que más que cualquier otra cosa, y de qué sino del crimen tratan la mayoría de películas y series que vemos, llenas de asesinos en serie, policías corruptos y cadáveres en el armario.  Del crimen queremos saberlo todo y entrar en detalles que nunca nos bastan, y por eso los medio le dedican grandes espacios, junto con las catástrofes de todo tipo; aviones que caen, tornados, terremotos, que serían como un crimen sin autor o con un autor anónimo o genérico como la naturaleza, o el destino, por no hablar del género de las desapariciones, que son enigmas en los que intuimos un final fatal  y, que nos mantienen en tensión. Es como si tuviéramos dos almas: una amorosa y compasiva y otra que encuentra algún tipo de satisfacción en lo contrario, dos caras de la montaña, una de luz y otra en sombra, que van variando a lo largo del tiempo, dos pulsiones dentro de nosotros. La dificultad de vivir con los otros,  el fenómeno contagioso del odio, la patología del crimen, son también parte de nuestra naturaleza. Para ilustrar lo que es vivir en sociedad, Freud se refirió a un cuento en el que un grupo de erizos enfrenta una noche heladora y se juntan para darse calor, pero entonces las púas de unos y otros se clavan y vuelven a separarse, hasta que el frío les hace juntarse de nuevo  y volver a hacerse daño. Buscar la distancia precisa, salvarse uno solo y a la vez con los demás, como los erizos, esa es la cuestión.
(Publicado Diario Navarra 23/I)

lunes, enero 16, 2017

Rescate

Ang Rita. Sherpa.
En 1980 llegó Pamplona el sherpa Ang Rita, invitado por varios montañeros de Pamplona a quienes había acompañado en el asalto al Dhaulagiri, un clásico del Himalaya,  y su visita levantó mucha expectación. Para empezar, Rita y un compañero llegaron a Barcelona en avión,  pero sin equipaje, pues al parecer no vieron necesario traer ropa de recambio  o puede que no estuvieran seguros del clima de Pamplona,  no en vano era la primera vez que salían de su pueblo. La impresión ante una ciudad europea y moderna debió ser mucha, pero lo que más les llamó la atención,  por encima de cualquier otra maravilla, fue subir en un ascensor, lo que hicieron varias veces,  para comprobar cómo iba arriba y abajo cada vez. Eran, sin duda, otros  tiempos, los montes y los viajes se hacían con más calma,  regían las distancias y quedaba  alguna gente feliz.   Cómo nos ven los otros es algo que da muchas pistas de lo que realmente somos. Hay un hombre negro,  por ejemplo, que llegó hace tiempo del Camerún también sin equipaje, y que se dedica a la venta de collares y baratijas por los bares –me pregunto quién monta todo esto-, y que al llegar a Pamplona un otoño,  lo que más le  sorprendió fue que había gente cuyo trabajo era recoger las hojas que habían caído de los árboles. Cómo serán de ricos aquí, escribió a su familia, que pagan a alguien por barrer las hojas del suelo. Tenía razón. En África y en gran parte del mundo, la basura se amontona en cualquier parte, se vierte a los ríos, y las hojas se las lleva el viento muy lejos, a veces perseguidas por esos perros famélicos que sobreviven a duras penas y que ladran a todo lo que se mueve. Pero si ese hombre llegara hoy a nuestra ciudad,  no serían  las hojas barridas, sino la historia  del rescate de un perro con un helicóptero, que hemos conocido sin inmutarnos estas navidades, lo que le dejaría pasmado. El equipo de rescate  se descolgó de una peña cercana para no asustar el can, y se lo entregó a su dueño. Si este hombre cuenta esto a los que siguen allí en el Camerún, no van a creer que él siga a duras penas  vendiendo por los bares.
(Publicado Diario Navarra 16/I/17)

lunes, enero 02, 2017

Mesías

Fragmento del Mesias copiado por Beethoven.
El Teatro Real de Madrid se llenó para escuchar el Mesías esta Navidad, una obra que siempre es un acontecimiento, pero ya desde el principio se vio que William Christie, su director,  un tipo exigente, estaba molesto  con las toses de la platea, aunque lo peor vino más tarde, en el aria He was despised, cuando  el  contratenor proclama que el Mesías fue  "despreciado y rechazado por los hombres”, momento en que se oyó nítidamente un móvil en un palco cercano al escenario. No era la primera vez,  y Christie hizo callar de golpe la música. "Acaba usted de cargarse uno de los pasajes más bellos de una de las obras más hermosas jamás escrita", dijo enfurecido. Tal vez Händel en ese momento dio un respingo en su tumba.  En su época  no es que hubiera un gran silencio: la gente pateaba las obras, entraba y salía, cuchicheaba.  Pero el móvil logró lo que nadie antes: detenerla.  Puede que esto, ante la magnitud de problemas del mundo, parezca una minucia, pero no es así.   Pasan los años, se acumulan los dramas, las guerras se repiten, las generaciones se renuevan,  pero el Mesías sigue brillando sobe el escenario y su música, una vez empezada, sabemos que no se detendrá hasta el final, lo mismo que el día no termina hasta la noche. Esto no es en vano. La primera vez que oyó el Mesías, el rey inglés Jorge II se levantó de pronto en el Aleluya, conmovido, dicen que para  estar unas pulgadas más cerca del cielo.  Cuando Händel compuso esta obra estaba en bancarrota,  sufría una apoplejía y arrastraba una crisis creativa. Era un hombre acabado. Sin embargo, algo le hizo dejar de lamentarse, salir de la cama y acabarla en catorce días febriles, sin parar.  La otra noche, el Real  contuvo el aliento cuando Christie detuvo  la música.  Al poco se oyeron murmullos y la gente rompió a aplaudir. La orquesta atacó entonces el He was despised, y el mundo volvió a girar. Las toses callaron y los móviles, por una vez y sin que sirva de precedente, pues no es posible curar una epidemia, cesaron también, mientras  la música fluía a sus anchas, como un hombre liberado por fin de una gran carga.
(Publicado Diario de Navarra 2/I/17)