martes, agosto 13, 2019

Guadalupe

Fuerte de Guadalupe. Hondarribia.

Llovía con furia cuando llegué a Guadalupe, en el alto, junto a Fuenterrabía, y apenas salí del coche para ponerme las botas el paraguas se me cayó  y el agua me empapó enseguida, así que tuve que refugiarme otra  vez en el coche hasta que de pronto, tal como había empezado, la lluvia cesó, y noté como del suelo cálido de agosto subía una columna de vapor, como una pasada de botafumeiro, como un vahído de la tierra exhausta por el verano, y justo cuando se deshizo y comenzamos a andar,  apareció allí enfrente  la silueta de  fuerte de Guadalupe, la mole tapada por la hiedra y los hierbajos del viejo fuerte en ruinas; allí donde yo había llegado hacía mas de 40 años en una columna militar de maniobras; una fila de vehículos que subió del cuartel de Ventas, en Irún,  en los que los soldados íbamos sentados mirándonos frente a frente con el cetme en la mano y la mochila sobre las rodilla, silenciosos, medio dormidos, atentos a los árboles chirriados que nos hacían pasillo, una fila de coches  que avanzaba como un gran gusano por la carretera sinuosa  y al final, cerrando la marcha, un jeep con un remolque que llevaba la cocina de campaña con el cocinero, un tipo de Rubí, Barcelona, que tenía una risa de alucinado y hacía muecas mientras revolvía el rancho en una perola en aquella cocina que se desplegaba como una cama turca,  con sus bombonas de butano y sus grandes sartenes, diciendo que aquello era una  mierda y que él , con cuatro cosas, nos haría una paella para caernos muertos.
Todo esto me vino allí a la cabeza, un reflejo del pasado que aparecía borroso en los charcos de lluvia que el temporal había dejado, y que fuimos pisando por  el camino que bajaba hacia el mar que se adivinaba allí abajo, tapado por los árboles, pero al que no llegamos, pues enseguida nos arrepentimos y volvimos sobre nuestros pasos, como si la llamada del fuerte fuese también muy fuerte y no pudiéramos perder la ocasión de encontrar  la memoria perdida en un edificio abandonado pero en  pie, así que dimos  la vuelta y tomamos un camino que rodeaba el fuerte por el exterior,  un  camino  desde el que se veían los grandes fosos, los pasadizos, las puertas, la bocas de fuego, las casamatas, los altillos de vigía que ahora llevan una barandilla desde los que se ve el cantábrico y el lento desembocar del Bidasoa, y todo aquello me trajo de nuevo a aquellos días alucinados, al ir y venir incesante de una compañía de soldados en el fuerte, donde todo estaba húmedo y desvencijado, al frío que hacía aquel invierno, a las literas de metal y las mantas que olían a rancio, a las guardias somnolientas aquel año 80, uno de los años de plomo, junto a la frontera. Éramos, pensé,  una burbuja dentro del mundo, parte de un ejército desconcertado y vuelto sobre sí mismo, empeñado en fingir que las cosas eran como siempre, mientras la radio hablaba de una bomba en Madrid que había matado a un general y su chófer, un pobre soldado; vivíamos el acojono y el  aburrimiento del fuerte, a partes iguales, junto con las ganas de, al menos, volver al cuartel  desde aquel Guadalupe donde a la noche se oían las frases entrecortadas en el sueño,  los ronquidos de los soldados niños, los gritos de miedo de alguna pesadilla. Y entonces recordé que un día, desplegados por todos los rincones del fuerte, hicimos un ejercicio de transmisiones donde yo debía poner algo desde mi puesto, cifrar un mensaje, y después de pensarlo un rato puse: “el enemigo es el frío”, algo que ahora que lo pienso era un buen resumen de la situación. Luego pasó mucho rato y yo andaba  muerto   de asco y de frío, acurrucado para protegerme de la  lluvia que había arreciado, y allí,  sin poder abandonar el puesto hasta nueva orden, me entraron ganas de fumar pero no tenía tabaco, así que de pronto, a pesar  de saber que uno no podía abandonar el puesto -esa era la regla básica de un soldado que ha sido apostado allí, en un altillo, una posición que debe defender a toda costa y transmitir desde ella aunque el enemigo, en realidad, no sea sino el frío- porque se expone a un consejo de guerra, todo eso no me importó, porque en la mili algo te impulsa a hacer locuras, a prescindir de toda cautela,  a jugártela, allí no rigen la lógica común, por eso, tal vez, un ejercito se lanza a la batalla; en ese momento, digo, dejé mi puesto y salí corriendo hacia donde confiaba  que otro soldado helado tendría al menos tabaco, con tal mala suerte que me topé de frente con una comitiva de mandos que avanzaban bajo la lluvia, dispuesta a hacer una inspección del despliegue, entre ellos, según comprobé con horror, un general;  todavía recuerdo sus charreteras rojas y la estrella con los sables cruzados, la imagen de aquel hombre mayor que condensaba toda la autoridad, y en un instante, no sé cómo, mientras corría,  vi que tenía que tomar una decisión: parar de golpe y tratar de explicar  que huía de  mi puesto por alguna razón, o seguir como si nada, pasar de largo de aquel grupo que tenía mi destino en sus manos, como si no los hubiera visto o me dirigiera con normalidad hacia algún sitio y decidí esto último: seguí corriendo sin detenerme, temiendo que en algún momento una voz que me hiciese parar y me pidiese explicaciones; una voz de mando entre escandalizada y terminante que no llegó, como si yo me hubiera vuelto invisible o me hubiera  convertido en un espectro del fuerte, así que sin parar de correr hice una larga curva por detrás del grupo que se dirigía hacia el otro extremo y volví sin mi cigarro hasta mi puesto con el corazón palpitante y la imagen grabada de aquel general que, calado hasta los huesos y con cara de pena, tal vez solo quería, como todos los que estábamos allí,  volver de una vez a casa,  sentir que se había salvado hasta ese momento,  in extremis, de algo peor y que me dirigió una mirada de lástima.