lunes, abril 25, 2016

The Queen

La cotizada fotógrafa Anne Leibovitz ha hecho una foto del noventa cumpleaños de la reina de Inglaterra, en el que aparece rodeada por 7 de sus nietos y bisnietos en un salón de palacio, como si quisiera dejara claro que la dinastía de los Windsor va para largo, y que tiene el aire de un cuadro de un pintor de cámara. La reina Isabel lo es desde hace más de 60 años, y ya salió  al balcón junto a Churchill a celebrar la victoria en la 2ª guerra mundial, lo que  la coloca en una especie de olimpo de otros tiempos. A ella y a su familia se la ha tildado de todo: de ser nazi, pues su estirpe viene de los Hannover alemanes, avara, fría y calculadora, cuando no corrompida y haber odiado a Lady Di, incluso de ser en realidad un reptil humanoide, y pertenecer a la secta reptiliana, una trama dedicada a  dominar al mundo con malas artes, lo que explicaría su extraordinaria longevidad en el poder. Para ello se han fijado en los pliegues y arrugas de su cuello, una prueba de que la reina sería en realidad una lagartija disfrazada.  La  misma Helen Mirren, la actriz que la interpretó, bordando el papel, declaró que la familia real era en realidad extraterrestre -se supone que fue una metáfora- y que habitan en un mundo más allá de nuestra comprensión. En aquella película  vimos como el personaje de Tony Blair vacilaba ante la reina, a  la que tenía a su merced, paralizado por su edípica admiración ante una mujer que representa,  sin duda,  a una madre distante y difícil de complacer, algo que debe funcionar con la mayoría de sus súbditos. Si hay que destronar a alguien, a fin de cuentas, es al padre.  Las celebraciones de la onomástica durarán  tres meses, e incluyen ampliar horarios en los pubs,  paseos por palacio y una cena con Obama, además de recibir a líderes de los países de  la Commonwealth, desde la India a Canadá, en cuya monedas está todavía la efigie de esta mujer adicta a los trajes anticuados, los sombreros maceta y los bolsos como el que sostiene en la foto una niñita rubia con mucha gracia -una menina-,  a quien la reina mira de reojo, como si quisiera volver  a empezar.
(Publicado Diario de Navarra 25 abril)

lunes, abril 18, 2016

Costumbres

Ciudad de Panamá
Solo después de dudar tres veces, como san Pedro, el ministro Soria admitió su relación como una sociedad off shore y dimitió de todos sus cargos, tras una torpe sucesión de evasivas y excusas que no llevaban a ninguna parte. Todo lo que ha venido de Panamá ha sido muy desalentador. Es como si asistiéramos a la prueba de la deserción de las élites: artistas, políticos empresarios, tenían su chiringuito fuera, mientas predicaban patriotismo, solidaridad y regeneración dentro. Esto da mucha rabia, pero sobre todo supone un efecto terrible. Toda esa gente influyente son modelos sociales, y como dice el filósofo Javier Gomá, fuente de moralidad: su ejemplo y comportamiento genera un clima moral, una manera de actuar por imitación o desquite: si ellos no pagan, cuando tienen tanto, no voy a ser yo tan pringao de hacerlo. Si todos lo hacen, tengo ya la coartada. Así se crea un clima moral en el país, un comportamiento colectivo que nos emponzoña. El problema no es  tanto cambiar las leyes, cumplir el déficit o formar  gobierno,  sino que cambien los modelos, que haya más gente significativa con un comportamiento ejemplar y un buen hacer y que arraigue en  nuestra costumbres el prestigio de ser decente, no el gran crédito que tiene la picaresca y el escaqueo. España, ha escrito Gomá, atraviesa las dificultades de una democracia sin buenas costumbres: no pudo heredarlas de la dictadura, y no ha sabido inventarlas en estos 40 años.  Aquí todo el mundo predica y proclama grandes principios, pero en cuanto tiene ocasión hace lo contrario cuando nadie le ve, y ejemplos de eso tenemos cada día. Todas las excusas de los implicados en esta trama, por ejemplo, han sonado a hueco, a echar balones fuera, a ponerse de perfil.  Lo que nos está causando más daño que esa sensación dominante de que entre el dicho y el hecho hay un abismo, y que se presume de lo que más se carece. Nadie, nunca mejor dicho, tiene las “manos limpias”. Nada más eficaz para exigir decencia que practicarla.
(Publicado Diario Navarra 18-IV)

jueves, abril 14, 2016

Dublineses

Cada una de las noches que he pasado en Dublín, en el Harding hotel: un establecimiento antiguo, solvente, con moqueta mullida y habitaciones abuhardilladas, en las que uno puede prepararse un té e incluso plancharse una camisa, he oído las campanas despertándome cada hora, como si todavía en la católica Irlanda tuviera que quedar claro que la Iglesia debe estar a todas horas repicando, y así yo, desvelado, abría los ojos y escuchaba atentamente, pero solo oía el grito de una gaviota que venía desde el río Liffey, y si alzaba la cabeza por la claraboya podía ver entre la bruma nocturna y el tenue resplandor rosáceo de las farolas,  las torres imponentes de Christ Chucrh,  de dónde provenía el insistente repicar; las tres campanadas como disparos espaciados de  las tres de la mañana, la hora peor, pensaba, porque ya es muy tarde y a la vez demasiado pronto para salir de  la cama y entonces, por unos instantes, me acometía esa inquietud  que a veces nos ataca cuando estamos lejos de casa y es de noche y el mundo parece latir allí fuera, amenazante. Entonces, después de ir al baño y observar el hilo amarillo, abstraído, volvía a la cama y encendía la luz y tomaba el libro para ver si leyendo un rato  me volvía el sueño. Había comprado un ejemplar de Dublineses para regalarle a mi hijo, pero todavía lo tenía celosamente conmigo y así volvía  a leer esas viejas historias de Dublín, en las que también parecen escucharse  las campanas cada hora, no en vano el catolicismo, tal vez junto a  la cerveza y el pastel de riñones, es de lo que está lleno este libro espléndido. Hemos abandonado el catolicismo, pero no sus categorías, recuerdo que escribió  Joyce, y eso es una gran verdad que nos explica todavía. Ahora, en esta nueva lectura nocturna, volví a comprobar la maestría con la que Joyce tiñe sus cuentos de una finísima ironía, la forma en que el auténtico argumento de un relato transcurre por debajo de lo que está contando, los certeros detalles con los que describe una escena o define en media línea un  personaje; la extraordinaria expresividad de sus metáforas y comparaciones, que parecen salir del texto hacia los aires como una jabalina: aquella mujer que posando en el helado círculo de sus dotes, aguardaba a que algún pretendiente se atreviera a ofrecerle una vida mejor; aquel hombre cuya conversación, que era muy seria, transcurría a intervalos por su enorme barba marrón; aquel muchacho que observaba a un chica cuya ropa se movía al compás de su cuerpo y oscilaba la cinta con la que se sujetaba el pelo; aquellas calles pobladas con las chillonas letanías de los dependientes que guardaban los barriles con orejas de cerdo, la cantinela nasal de los cantantes callejeros dispuestos a emprender una balada sobre las desdichas de nuestra tierra natal; aquella sensación del muchacho enamorado de que su cuerpo era un arpa en las que los gestos y palabras de ella eran los dedos que recorrían las cuerdas; aquel hombre que vivía a cierta distancia de su cuerpo, viendo sus propios actos con una mirada de soslayo; la sensación del narrador al oír cantar a Julia en la reunión que se describe en Los muertos -el relato con el que Huston hizo su última y bella película-, de que seguir aquella voz sin mirar el rostro de la cantante era  como sentir y compartir la excitación de un vuelo seguro, y luego, el final de ese mismo relato, cuando solo en la habitación Gabriel observa la nieve que cae, y se dice que su alma se desvaneció lentamente al escuchar  en la noche el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída como el descenso de la última postrimería , sobre todo los vivos y muertos, y con ese pequeña eclosión de sentimientos, sumamente evocadora y contenida,  pude  volver   a dormir y caí en un sueño profundo, como el de un niño saciado, y así las campanas, en segundo plano, siguieron sonando sin que yo las oyese.

martes, abril 12, 2016

Camilleri

He leído a Camilleri mientras viajaba por el sur de Italia, lo cual era como llevar una guía de viaje, porque uno se encuentra a los tipos que retrata por todas partes, pero no una de sus novelas de Montalbano, que le han hecho tan popular, sino “El caso Santamaría”, que es su último trabajo y que va de una enredo político en que se ve envuelto un funcionario formal y metódico, de probada honestidad, que ha de inspeccionar un banco en que confluyen interés muy turbios,  pero sobre todo es una historia  de lo que una mujer bella y joven puede hacer en un hombre maduro, es decir, hacerle perder la cabeza. La novela es breve, precisa, exacta. Funciona como un reloj suizo.  Camilleri tiene 91 años pero se conserva lúcido y tiene un extraordinario oficio. Es una prueba de que escribir es una carrera de fondo. Él lo hace todos los días durante tres horas, a duras penas, porque casi ha perdido la vista, pero no la curiosidad ni el afán de entender, algo que debería ser contagioso.  Siempre ha vivido en Roma, aunque vuelve  a Sicilia cada año y comenzó a escribir tarde, después de jubilarse de la RAI. Es uno de los creadores  de la novela negra del sur, junto con Vázquez Montalbán y el griego Márkaris, un contrapeso a la novela negra del norte, que produce mucho más frío. Una vida tan larga da para mucho. Cuenta que fue arrastrado al fascismo en los año 30, como tantos jóvenes, pero se desengañó pronto. Fue luego comunista durante años, como tantos intelectuales, de aquel  PCI que era el más importante de toda Europa, y que buscaba un compromiso con la Democracia Cristiana, una alianza entre las dos grandes corrientes políticas del  siglo,  que no fue posible. “Mis ideas políticas no son realizables, porque han fracasado en todas partes, como  es evidente” reconoce ahora,  al final de su vida, lo que no es usual. Sin embargo, echa en falta una izquierda nueva. En las fotos, Camilleri tiene cara aplanada como la de un pescado o una  máscara griega y sonríe satisfecho con el cigarro en la mano, como si fuera pronto para dejarlo. Un hombre formal y metódico, de izquierdas, casado hace muchos años, que no ha perdido la cabeza.
(Publicado Diario Navrra 11/4)

lunes, abril 04, 2016

Montecassino

Durante este viaje a Italia subimos un día a Montecassino, donde Benito de Nursia fundó el primer monasterio benedictino en el siglo VI, un edificio que  resistió desde entonces a duras penas terremotos, incendios y guerras de todo signo, y que fue al final destruido en 1944, durante la segunda guerra mundial. En ese año, el ejército aliado desembarcó en Salerno y fue subiendo la bota italiana camino de Roma, hasta que se topó en Cassino con la cerrada defensa alemana, enzarzándose  en un denodado combate que duró muchos días y causó una enorme sangría.  Los alemanes, que se apostaban en el monte, disparaban contra las tropas del general Clark que veían el monasterio ahí arriba, inexpugnable. Al final, fueron los sufridos polacos quienes se hicieron con la montaña, aunque la mayoría quedó en un gran cementerio que se ve en una ladera.  Días antes, tras muchas dudas,  los aliados habían bombardeado la abadía, que terminó convertida en escombros, advirtiendo a la población mediante un pasquín de que no tenían más remedio.  Por suerte el comandante alemán, en un rapto de lucidez, había evacuado antes a Roma todos los tesoros de su biblioteca, en cuyo scriptorium se habían copiado las obras de la antigüedad clásica y estudiado Tomás de Aquino. Durante la visita, alguien me dijo que hoy no podría pasar algo igual, pero basta mirar alrededor para comprobar que no es así. La guerra de Siria, la huida de miles de refugiados, el furor de acabar con las viejas piedras, no son sino más de lo mismo: la pulsión de muerte que se abre paso, y ciega a los seguidores de cualquier causa. Sin embargo este lugar contiene también una  esperanza. Poco tiempo después, la abadía fue levantada de nuevo,  como  una réplica exacta de la anterior y los códices e incunables volvieron a su sitio.  Libros miniados,  dibujos renacentistas, obras de poetas latinos y filósofos griegos, partituras medievales; todo lo que la persistente  cultura  ha ideado para tratar de eludir la barbarie  está de nuevo allí, como si fuera una victoria de la luz sobre la sombra.
(Publicado Diario de Navarra 4 abril 2014)