lunes, diciembre 31, 2018

Homero y fin de año

El escritor Alberto Manguel
Paso por una librería atestada estos días. Casi todo cambia, pero no esto: el mismo deambular de gente abrumada por tanto título, sin saber que elegir. Hay que leer es un mandato, y la cultura una especie de obligación y no leer nos hace culpables. Eso se ve en la cara contrita de los que van a la caza de algo y no saben qué. Ese prestigio va en contra de los libros, pues leer, como todo lo que es verdad,  se juega en el puro deseo.  Elegir un libro es muy difícil. Ningún otro producto requiere tanto.  De Homero a hoy hay de todo. Y lo peor es que quizás Homero esté más vigente que algo recién escrito. Entre todos esos libros se esconde una perla que hay que encontrar, que nos espera.  Recuerdo que en tiempos, en la caseta que poníamos en la Feria del libro, las caseta de aquel Bibliófilo,  ponía un libro en un lugar determinado del mostrador y lo  vendía antes de un cuarto de hora. Así, pero a lo bestia, es este negocio. Se trata de mostrase en los mejores lugares. Ahora veo de refilón mis libros en un estante. En cierto modo he completado un ciclo. He logrado entrar en la mesa, en  la enorme ruleta de títulos que gira y se renueva sin parar.  En un rincón de la tienda hay unos pocos libros de Portugal, esquinados, como el país. Un país de moda. Pessoa, Saramago, Torga. No como España, que es un país casi  impronunciable. Todo lo que ha pasado este año está ya escrito en los libros: las intrigas, las traiciones, la vanidad, la codicia, el poder, la soledad del hombre ante el destino, la censura al otro sin mirarse a uno mismo. Es imposible escribir algo nuevo. Escribir un libro no trae cuenta: demasiado esfuerzo, escasa repercusión, pronto olvido.  Hace falta ser obstinado y algo vanidoso.  Alberto Manguel, el gran crítico argentino,  escribió un libro sobre Homero y su pervivencia, que abre con una cita de Queneau que dice que toda gran obra literaria es o la Iliada o la Odisea y explica que Homero comienza mucho antes que Homero, porque la Iliada y la Odisea se fueron formando gradualmente, más como mitos populares que como creaciones literarias, y esos antiguos poemas fueron, tras muchos avatares, las que acabaron siendo recitadas por un rapsoda ciego al que llamamos Homero. Manguel también dice que todo autor encontrará en algún momento un buen lector o un editor generoso, y eso  es una esperanza tras la que ir cada año.  

lunes, diciembre 17, 2018

En Biriatou

I

Iglesia de Biriatou
En Francia se conmemora por todo lo alto este 2018 el fin de la primera guerra mundial, la gran guerra, como la llaman, que tiene en cada pueblo un monumento conmemorativo con una antorcha, una dama llorosa, un monolito con una lista de nombres de los caídos en aquella carnicería que enfangó Europa y cambió sus fronteras. (Lo que nos recuerda de paso lo peligroso de cambiar las fronteras). El nacionalismo que llevó a aquello vuelve a Europa, ha advertido Macron que, tras la marcha de Merkel, se queda solo con el empeño de una Europa que disuelva fronteras y sea por fin algo más que un avispero de países, un lugar mejor.  Al menos hoy los enemigos de entonces ya no lo son y los soldados de ambos bandos son historia, recuerdo amargo de la crueldad de las guerras. Esa del 14, como la siguiente, fue una guerra que a nosotros no nos tocó pero que tenemos al alcance de la mano, basta en estos días frescos del otoño acercarse a Biriatou, donde el Bidasoa se apresta a confundirse en el mar, al otro lado de las montaña de Bera, para ver en su iglesia la lápida con los nombres de los once hijos del pueblo muertos en la gran guerra. Morts por la patrie, pone, y al píe reza: Orhoit gutaz, osea: acordaos de nosotros, que es el grito que nos lanzan siempre los soldado muertos de cualquier bando, incluso los que perdieron todo aunque su causa venciera, que es lo más trágico, como una doble muerte. Hasta la iglesia de Biriatou paseaba muchos días Unamuno, exiliado en Hendaya, donde pasó cinco años despotricando contra la dictadura de Primo, contemplando melancólico la cercana Fuenterrabía, y escribió un famoso poema sobre esa placa de la Iglesia de Biriatou: Pasásteis como pasan por el roble/ las hojas que arrebatan en primavera/ pedrisco intempestivo.   A Unamuno le imponía ese Orhoit Gutaz, ese acordarse de aquellos que han pasado al archivo de mármol funeral de una iglesuca, los nombres de aquellos muchachos que llevaban vestida el alma de infantil eusquera, que habían muerto tan pronto sin saber por qué. Fuisteis como corderos, en los ojos/ guardando la sonrisa dolorida, se duele Unamuno. En todas las plazas de Francia, como en esta, hay una placa con una lista de nombres que allí el tiempo no ha logrado borrar.


 II

El escritor Jorge Semprún
He vuelto a Biriatou, donde los chalecos amarillos han  colapsado estos día la frontera con su protesta, formando largas filas de camiones,  pero debía tratarse de una tregua porque no había rastro de  piquetes y  en este día luminoso el pueblo parecía más que nunca, aletargado bajo un sol de diciembre, una estampa de otros tiempos con sus caseríos rojos y blancos, su frontón y su iglesia y al ir ascendiendo he visto toda la costa desde Hendaya hasta las Landas, las islas de Bidasoa y la frontera de Irún que ha durado siglos y ha hecho correr tanta sangre y, casi al alcance de la mano, el empinado Larun tras el que se esconde  Bera.  Desde Biriatou Jorge Semprún miraba hacia el otro lado, hacia esa España que parecía salida del nodo, antes de cruzar la frontera como Federico Sánchez y jugarse el tipo como enviado el PCE en el interior; paraba un momento, y desde esta atalaya tomaba aliento sin saber si iba a volver. Aquí, en Biriatu, quiso ser enterrado, entre sus dos patrias y así lo recuerda una estela que le hizo el pintor Eduardo Arroyo. Hoy se trata de los chalecos amarillos que han levantado Francia, un país que cada poco inicia una revolución que se vende muy bien, pero que suele acabar a  las 11 de la noche, que es la hora que cierra el país, hasta el día siguiente, salvo que llegue De Gaulle; una revolución posmoderna que no es de la clase obrera, ni la dirige ningún partido, sino que se propaga en las redes y se nutre de la cólera de transportistas, jubilados, granjeros, subempleados y gentes del mundo rural que están hartos de los impuestos y de quedar siempre al margen de todo y que la han contagiado al resto del país. En esta revolución no se pide lo imposible, ni hay un cielo que descubrir bajo los adoquines, la impulsa el puro deseo de llegar a fin de mes; nadie la dirige ni la entiende, ni siquiera Macron, que anda ocupado con salvar el planeta. Pronto esta revuelta pasará la frontera, a no ser que ya esté entre nosotros y sea el voto que no gusta a los partidos de siempre, la resistencia a pensar lo que se debe, la enojosa abstención y la sorda protesta que espera salir por algún lado, como el vapor contenido.