miércoles, febrero 26, 2020

Parásitos

Jose Luis Garci
Yo he tenido siempre mala suerte con las películas coreanas, y por eso no comprendo bien que hayan dado tantos Oscar a Parásitos, la tengo que ver para salir de dudas, pero nunca antes habían dado a una película extranjera el Oscar a la mejor, ni siquiera Fellini o Bergman, que son palabras mayores,  lo habían conseguido, solo  México amenazaba con algo así cuando ganó con Iñarritu el de mejor director, y el año  pasado volvió a conseguirlo con  Cuarón por Roma, esa película deliciosa, el retrato de una familia en los años 70 en México DF, con un padre puntilloso y ausente y una madre  alocada que no hace más que rayar el coche,  pero que es la que saca las castañas del fuego, por no hablar de la chacha, una india mixteca que mantiene todo en pie.  Tal vez esos años 70, en que esa ciudad todavía era vivible, hayan sido el culmen de los tiempos, el momento en que todavía el mundo estaba en equilibrio y la naturaleza resistía, luego todo ha comenzado a desmoronarse. Todo se ha llenado de plásticos y calor. Tampoco le han dado el Oscar a El Irlandés, de Scorsese, pese a sus 80 años, edad en que los directores brillan como nunca antes de apagarse, como lo demuestran John Huston o Clint Eastwood;   ni se lo han dado a Joker, ni al largo plano secuencia de Sam Mendes en 1917 que tiene  a todo el mundo embelesado, ni el de mejor película extranjera a Dolor y Gloria, que es una película  sobria y potente a la vez, mejor que las ultimas de Almodóvar, que sí recibió un montón de Goyas, algo tan inevitable como que  a Garci, nuestro director díscolo, tal vez el único que se sale de la fila, lo ignoraran de nuevo y pasaran de su Crakc 0, que retrata el Madrid de la transición,  aunque a él parece no importarle y se dedique a charlar en la radio  con el fiscal Torres Dulce y presumir de que no tiene móvil, ni ganas de contar nada más, y a  poner música de Jazz  en la madrugada del  Madrid de ahora,  en la que  los ministros van a Barajas en coche camuflado, con guardaespaldas, a  encontrase con  una mujer peligrosa que trae cuarenta maletas, como si fuera una película de espías en que todo es mentira, y todo huele cada vez peor.

viernes, febrero 14, 2020

Fuerte

Subí a visitar el Fuerte de San Cristóbal -gracias a una amable invitación- pues uno puede llevar toda la vida viviendo en Pamplona y no haber entrado nunca en Los Caídos ni cruzado el umbral del famoso fuerte recortado siempre sobre el monte, los edificios enormes,  cerrados siempre a cal y canto, rodeados de orines y misterio, herencias mastodónticas con las que no se sabe qué hacer, a expensas siempre de alguna idea que los devuelva a la vida, y en verdad que merecía la pena recorrer este enorme edificio militar que se asienta sobre la propia orografía del terreno, de muros a prueba de bomba, grandes espacios y suelo adoquinado, ver sus casamatas para la artillería, sus pabellones para la tropa, el gran polvorín, la iglesia,  su patio de película bélica, su red de túneles, sus enormes aljibes para resistir seis meses de asedio, un gran dispendio defensivo que se inició tras la tercera guerra carlista, a petición de la ciudad, para defenderla desde las alturas,  una construcción que duró cuarenta años,  en los que  de madrugada subían de la cuenca las cuadrillas de canteros, albañiles y peones para la obra, aunque todo aquel esfuerzo apenas sirvió para nada -como no es raro que suceda con nuestros más costosos empeños-,  nunca el fuerte fue asediado por nadie, no hubo un enemigo  a la vista, desde aquella guerra Pamplona, que siempre fue una ciudad amurallada, siguió siéndolo, pero tal vez solo para seguir encerrada en sí misma, los nuevos armamentos y la aviación hicieron al fuerte obsoleto, y ya en la república fue prisión para los anarquistas de Asturias  y luego, en la guerra civil, oscura cárcel de presos políticos,  de lo que casi 800  se fugaron, cazados muchos de ellos después en las propias faldas del monte, hasta que en los años cuarenta, al encontrarse en las alturas, sirvió de sanatorio de presos tuberculosos, una  suerte de montaña mágica con frío y sabañones; hoy este monte y este fuerte, testigo  de las luces y sombras del pasado, en cuyas  galerías tirita el viento de la historia, merecen convertirse en el gran parque de Pamplona, con sus domingueros y sus ciclistas, donde los niños pregunten y alguien responda.