miércoles, julio 14, 2021

Mexicana

La playa no es un buen sitio para leer, pero como aquí en Hendaya donde estoy, en el extremo de Francia y España, se nubla bastante, entre sol y sol he terminado Mexicana, de Manuel Arroyo Stephens, un libro breve, intenso, indefinible, crónica de viajes y retrato de personajes que tiene como excusa México, donde Arroyo viajó mucha veces como editor de la editorial Turner, y vivió a temporadas. Al comienzo cuenta como al llegar al DF desde el taxi vio un gran cartel que anunciaba: “Modelo, la cerveza de barril embotellada”, y cuando extrañado preguntó al taxista este respondió “es lo mismo señor, solo que es distinto”, y Arroyo pensó que eso era México, el país donde todo es lo mismo pero distinto, empezando por el idioma; un país deslumbrante, enmarañado, hecho a capas indígenas y españolas, donde huele a mango y a tortilla de maíz, y donde la revolución es una institución, es decir, lo mismo pero distinto. Arroyo, que murió no hace mucho, tiene un libro-confesión llamado “Pisando ceniza” en el que habla de libreros de viejo -él dedicó su vida a los libros- que parece una novela policiaca, y donde también cuenta su viajes por la España de los 70 siguiendo con el escritor Bergamín al torero De Paula, de quien fue apoderado. El libero parece una road-movie por un país que ya no existe, o una peli de Berlanga. Es también una manera descarnada de contar la propia vida sin remilgos, algo que va en contra de la complaciente corrección de nuestro tiempo. En uno de los capítulos de Mexicana, Arroyo cuenta cómo escuchó en un tugurio de Coyoacán una noche a una cantante de más de 70 años que le recordó a otra, pero que resultó ser la misma. Era Chavela Vargas que seguía viva, aquella niña que su padre echó de casa por ser hombruna y que tras tantos años cantaba igual los corridos y las rancheras de siempre, pero distinto, como si todavía le dolieran. Arroyo se empeñó en traerla España. Ella no se fiaba, pero quería plata para morir despacio en una casita frente al mar. L

martes, junio 22, 2021

Gredos II

Peter Handke, un escritor de los grandes, sumamente especial, más bien huraño, siempre errante, que cuenta el paisaje de un modo distinto, iniciático, sonámbulo a veces y que consiguió -pese a su situación de apestado por su apoyo a Serbia en la guerra de los Balcanes- el Premio Nobel hace un par de años, escribió “La pérdida de la imagen o por la Sierra de Gredos”, al que he vuelto, en el que ve -o un personaje ve- aparecer estas montañas desde la ventanilla, viniendo de la meseta, y habla de “un reflejo amarillo, luego rojizo, luego amarillo rojo azulado”. A Handke siempre le ha gustado el paisaje español porque está vacío, y ha venido a menudo por aquí y residido en un lugar tan fuera de todas las rutas habituales como Linares, en Jaén, donde se hacía, recuerdo, un interesante torneo de ajedrez. En el libro compara la sierra de Gredos con los Alpes, aunque la de Gredos sea una cordillera mucho más modesta, y dice que ambas están hechas de piedras, granitos, gneis, pizarras de Mica, pero que en Gredos todos los materiales son mucho más potentes que en los Alpes, y que invitan a aventuras muy distintas. Para él, Gredos es millones y millones de años más viejo, y sus montañas transmiten una sensación de estar naufragadas, desmenuzadas, liquidadas, decrépitas, en contraste con los Alpes, que aun son jóvenes y se elevan y yerguen, mientras las cumbres de Gredos adelgazan continuamente, se gastan, se arrugan, y un día no serán más que una meseta un poco más elevada en medio de la meseta, lo que cuadra muy bien por cierto con la visión del circo y la laguna cuando llegué, tan descarnada, donde parecía que algo hubiera explotado y todo estuviera lleno de restos, como los escombros que deja una batalla.

miércoles, junio 16, 2021

En Gredos

Voy a la plataforma de Gredos pronto. La carretera casi sin nadie parece ir al fin del mundo. Dejo el coche y salgo por un camino de piedras grandes y regulares, una calzada que va ascendiendo por un paisaje sin árboles, en el que la vista no encuentra un final. Los prados están verdes de hierba y amarillos del piorno serrano, la retama: un arbusto que se hace ahora, en junio, dueño de todo. Cerca del collado encuentro a una pareja con una gran teleobjetivo fotografiando pájaros. Entre los altos arbustos amarillos se ve la cornamenta de varios grandes machos de cabra montés. Estamos un rato en silencio, mirándolos por el catalejo, sin que se inmuten, mientras en su honor canta una alondra. Luego seguimos despacio, atentos, y de vez en cuando ellos me indican las flores del camino: el campanario, la manzanilla, el colchicun, que aquí llaman quitameriendas, el azafrán serrano, la margarita. Es la primavera en la sierra, el esplendor en la hierba. Mas arriba junto al mirador, se ven los picos del circo: La Mina, el picudo Almanzor, granito puro, y se advierte el tajo del antiguo glaciar que seguía varios kilómetros hacia el norte y que ahora es una garganta por donde corre el agua. Ellos se quedan allí y yo bajo hasta la laguna, me descalzo y meto los pies en el agua fría llena de renacuajos. Es extraño pero, pese a la caminata, no tengo hambre. Es como si ya estuviera saciado. El circo con la laguna grande es un lugar pétreo, desolado, labrado por los elementos. El sol pega fuerte. Aquí no hay verde ni amarillo, piorno ni margarita. Que hago aquí, me digo. Los pies duelen de tanto pisar piedras. Vuelvo por donde he venido. En el mirador, donde les he dejado, están todavía los ornitólogos. Se ha nublado, pero no les importa, porque es mejor para las fotos. Paro a comer en Hoyuelos, pero no encuentro el hambre.

sábado, marzo 20, 2021

Superintendente

Uno de los 350 asesinatos no resueltos de ETA es el del comandante Díaz Arcocha, quien fue el primer jefe –superintendente, se llamaba- de la Ertzantza. Arcocha era un bilbaíno grande y extrovertido, que bebía coñac en la cantina de los soldados cuando yo era furriel –una palabra que debe haber pasado al olvido- en el cuartel de Loyola, en San Sebastián. Era el año 1981 y aquello no era para andar con bromas. Además de la amenaza de Eta, que mataba cada día con saña, incluidos muchos militares, fue el año del 23 F y aquella noche, encerrados en el cuartel a la espera de noticias, nos preguntábamos contra quien acabaríamos volviendo las metralletas y si tendríamos valor para hacer lo correcto. Arcocha era entonces un militar demócrata y vasco, nada menos, lo que levantaba suspicacias y lo hacía incómodo en cualquier parte. Un planeta con orbita propia. Entonces ya tenía apalabrado el paso a la policía autonómica, donde todo estaba por hacer, y como me tenía aprecio me insistía sin éxito en que me fuera con él, que le ayudara en aquel empeño en el que parecía muy solo. Con él, decía, yo podría tener un gran futuro. Para él el futuro terminó poco después, el 7 de marzo de 1985, mientras desayunaba en una gasolinera camino de Arkaute, sede de la policía vasca, que ya funcionaba bajo su mando. Ese día Eta, en apenas unos minutos y a plena luz del día, puso una bomba lapa en su coche que acabó con su vida. Aquí estoy, había dicho él unos días antes, cuando recibió amenazas. No se explica que el jefe de la policía en Euskadi fuera un objetivo tan fácil, sin vigilancia ni escolta. Seguramente era él quien no la quiso, pero en eso no debía haber sido obedecido. Han pasado de aquello la friolera de 36 años y su asesinato está por aclarar. Lo que sí está claro, como ha recordado su hija, es que tras su muerte ni siquiera la policía que él dirigía investigó el caso, como si su muerte fuera algo inevitable o él se lo hubiera buscado. Fue un hombre que, como muchos, se la jugó con nosotros y que en vez de justicia solo encontró el más profundo olvido. Como si una apisonadora hubiera aplastado del todo su memoria

domingo, enero 31, 2021

El Cid


Tuve la suerte de poder ver a José Luis Gómez -en estos días de pandemia fue como llegar a un oasis- en el museo de la UNAV con su versión del Mio Cid, una figura que está de moda por la novela de Pérez Reverte, pero que en el escenario, con este viejo actor de 80 años, apenas acompañado de una música que subraya las acciones, resulta otra cosa, asciende a mi juicio a otros lugares. Es poesía en acto, experiencia de lenguaje, viaje a nuestro interior, rebelión política.   Gómez recita el poema en un su castellano original, primitivo, que permite entender de donde viene el que ahora hablamos, como si viajáramos al siglo XI. Es una lengua que balbucea, en potencia, de arqueólogo, con sonidos que ya no existen entre nosotros. Es un reto recitar algo así ante el público, pero Gómez lo vence, incluso se da el lujo de recitar también en alemán para que percibamos el sonido de los idiomas. Eso que son más allá del significado y que tiene que ver con el puro fonema, con el ritmo, con los silencios, con los silbidos. Con las primeras palabras. El lenguaje es la sangre de nuestro espíritu y aquí la vemos brotar. No en vano el Mio Cid, como casi toda la literatura durante siglos, es para ser cantado y oído. Es de la estirpe de la Ilíada, que se va haciendo por un rapsoda en cada sitio. Es este canto del Cid, además, parte de nuestro imaginario, dice Gómez, cuando interrumpe el poema y cuenta que de niño jugó al ser el Cid con espada de madera, pero que ahora las palabras del cantar le están lloviendo encima, se le metan bajo los pies, le bailan por dentro. El niño que fue se conmueve ahora, a los 80, por el encuentro con las palabras de nuestros abuelos. Por la experiencia de una lengua interiorizada en la que resuenan, dice, todas las lenguas del país: el galaico, el valenciano, el aragonés, ecos del vasco. En este texto resuena nuestra casa, nuestra tierra, dice, llevado a una sensación de pertenencia, de estar enraizado, de pertenecer, como aquel juglar, todavía, a la tortuosa tierra del Cid. 

miércoles, enero 27, 2021

Correspondencia


Correspondencia de 1967 a 1972 entre don Américo Castro y Jiménez Lozano, publicada impecablemente por Trotta. Una joya. Es como abandonar este confinamiento light y salir de excursión a aquellos años, a aquellas disyuntivas. Lozano, un cristiano abierto y culto, y don Américo, un agnóstico en trance de volver  España desde la Jolla, ya mayor, dedicado a una obra a su vez dedicada a lograr la convivencia entre españoles. Que lejos de nosotros vemos ese empeño por entendernos, por subrayar la importancia de la peculiar forma en que estuvo compuesta la población española entre judíos, moros y cristianos y las consecuencias que eso tuvo al imponerse unos sobre los demás. El Vaticano II, el despertar del año 69 con huelgas en todas partes, el retiro de Lozano en el pequeño pueblo castellano de Alcazaren, en busca de  una vida que deje espacio a lo espiritual, las lecturas y preocupaciones del momento: el jansenismo, los conversos, Cervantes, el anticlericalismo español, la difícil convivencia en nuestro pais, la necesidad del humanismo, asuntos que nos alcanzan hasta hoy. Que nos alcanzan de lleno.  Que bien se leen estas cartas como fragmentos de algo mayor, como la cúspide de un iceberg.  Que delicia llos pequeños detalles. Cuando me escriba, le dice Lozano a Américo, basta que ponga mi nombre y Alcanzaren, sin más datos. En el pueblo todo el mundo me conoce. 

martes, enero 26, 2021

Amanece


Vi un pequeño resplandor en mi ventana y cuando me levanté comprobé que el amanecer estaba pintando de violeta el cielo que de pronto era púrpura y luego grisáceo, a franjas,  como un cuadro expresionista, y debajo de esos manchones caprichosos, que dejaban colas sobre el cielo como si hubiera pasado un cometa, había una línea de rojizo sangrante, como si el firmamento estuviera de parto y el sol tratara de abrirse paso y allí sentado en la cama, silencioso, vi como todo aquello brillaba un segundo y luego iba poco a poco deshaciéndose, empalideciendo, difuminándose,  vencido por el color pardo de las nubes panzudas que parecía tener volumen y amenazaban con  desplomarse sobre la tierra de un momento a otro.  No es el primer amanecer de enero así, me dije, no es el primer día de estos meses tan extraños en que el amanecer parece el anuncio de algo y se presenta como  un regalo inusitado, una inyección de fuerza y de belleza para comenzar el día,  como si el día por delante fuera  un regalo envuelto en papel de colores que mantiene todavía su ilusión oculta, sus horas por jugar en las que nada está escrito, un regalo que cuando uno trata de abrirlo sin rasgar el papel y no sabe todavía lo que oculta mantiene su máximo encanto, como si estuviera ante un velo sagrado que mantiene al tesoro libre de miradas;  no hay belleza sin secreto, no haya tiempo verdadero sin enigma, sin la necesidad  de ir detrás de algo que se escapa, que nunca se alcanza, que cuando está a punto de tocarse con los dedos ya no está allí, como el propio amanecer de este día de invierno sobre los árboles desnudos y los montes recortados que anuncian la jornada que todavía está por decidir, como el cielo recién estrenado sobre una ciudad tan callada que parece haber recibido una mala noticia, inmóvil todavía, desperezándose, saliendo a duras penas del toque de queda, alumbrada por los fucsias celestes, por los púrpuras profundos que alumbran en  el cielo un par de minutos y luego se esfuman entre la grúas lejanas en las que la luna ha ido columpiándose toda la noche, de una otra, como un borracho incorregible que no quiere entrar en casa.

 

martes, enero 12, 2021

Las Ratas

Conforme se acerca el fin de año los periódicos sacan listas de las películas, las series y desde luego los libros mejores del año, aquellos que uno no puede perderse, en general operaciones comerciales, promoción de autores de moda,  pero este ha sido un año en que gracias a la peste hemos vuelto a grandes libros que esperaban su momento, y así  Vargas Llosa, por ejemplo,  se ha enfrentado a los 42 tomos de los episodios nacionales de Galdós, y Trapiello a las 2.000 páginas  de Guerra y paz de Tolstói, según cuentan. Por mi parte, esta Navidad he leído “Las ratas”, de Delibes, retrato de un pueblo de Castilla en los años 60, justo cuando todo iba a cambiar para siempre, donde vive el Nini, un niño curioso y clarividente, amigo de los pájaros y las alimañas, que malvive en una cueva, casi en la indigencia, habla con los viejos y predice la nieve y la granizada. La vida en el pueblo es muy sobria y desolada, como le cuadra a esta Navidad sin los excesos de otros años,  y leyendo las historias  del Nini y del pueblo, del páramo interminable con sus tesos y cárcavas,  donde el padre del niño caza ratas para comerlas y la gente apenas saca nada de la tierra,  se comprueba que el libro es como una botella con un mensaje dentro de un pasado que ya no existe,  que ya tenemos poco que ver con lo que se cuenta en la novela, hemos mutado, no nos reconocemos: no existe ya ese lugar donde la gente se reúne para la matanza del cerdo, que el Nini abre  en canal  mientras los hombres  beben aguardiente, esperando la prueba. Cuanto hemos mejorado desde entonces, sin duda, pero a la vez cuanto hemos perdido. Es como si el mundo de hoy, tecnificado y global, lleno de objetos sofisticados y efímeros tras los que corremos, hubiera perdido la gracia y la proporción. Hemos robado el fuego de los dioses y el progreso nos ha traído bienestar, pero también la amenaza al planeta, el desquiciamiento y la infelicidad. Todo tiene su opuesto. Todo va muy deprisa, pero nadie sabe en realidad adónde vamos. Y aquí estamos: refugiados en casa, pendientes de una curva o una vacuna, con más miedo que en aquel pueblo remoto acostumbrado a todas las plagas.