Voy
a la charla de Villacañas sobre Freud en el ciclo de Filosofía. Me siento
delante, como siempre. En primera fila.
La causa freudiana, en realidad, nunca me ha sido ajena.
La intervención de Villacañas, en contra de lo
que suele ser habitual, no toma
distancia ni se excusa; no comienza poniendo todo tipo de cautelas sobre Freud,
aclarando que es de otra época y que ya no está vigente, como se pretende ahora. Al revés, le otorga un
valor muy grande para la filosofía, a pesar de no ser precisamente un filósofo,
sino más bien -así se presenta él siempre-
un científico, alguien que
desconfía de la importancia que la filosofía da al pensamiento, de esa
tendencia neurótica a controlar el mundo con el pensamiento.
El
espacio que abre Freud, viene a decir Villacañas, es muy fértil. El programa de Freud, a su juicio, sería
trabajar y amar. El suyo es, ante todo, un discurso racional, que opera
mediante la lógica.
Siempre
se ha puesto a Freud en la estela que
viene Nietzsche y Shopenhauer, pero
Villacañas lo ve más en relación con Husserl, en cuanto Freud hace una
fenomenología, una descripción de hechos: los sueños, los lapsus, el humor, de
los que extrae consecuencias, sin mediaciones conceptuales. También con Darwin, en cuanto el mismo Freud
habla de las tres revoluciones copernicanas que, según Villacañas, suponen un
doble movimiento: de humillación y enseguida también de autoafirmación. Está la
propia revolución de Copérnico: la tierra
ya no es el centro del universo, sino una piedra perdida en un espacio casi
infinito; no el espacio privilegiado
donde se desarrolla la salvación, sino un planeta más. Está, después, la revolución propia de Darwin: el hombre no es una creación divina,
sino la consecuencia de un proceso evolutivo
a partir de un animal. En la última revolución, la de Freud, el hombre, que
tras las dos humillaciones anteriores al menos tenía su individualidad y su
razón, se convierte en alguien que no es dueño de su propia casa, que responde
a una lógica que no conoce y le domina. No es transparente a sí mismo, no puede
conocerse de forma inmediata. Se trata del inconsciente, pues.
El hombre que Villacañas ve en la obra de Freud es el hombre en riesgo, sujeto a pulsiones contradictorias, también a las más letales; el hombre que puede malograse, que puede regresar a estadios anteriores: todo es frágil, todo puede derrumbarse. Las conquistas que creemos establecidas: la dignidad humana, el concepto de igualdad, de justicia, en dos generaciones pueden perderse para siempre.
El hombre que Villacañas ve en la obra de Freud es el hombre en riesgo, sujeto a pulsiones contradictorias, también a las más letales; el hombre que puede malograse, que puede regresar a estadios anteriores: todo es frágil, todo puede derrumbarse. Las conquistas que creemos establecidas: la dignidad humana, el concepto de igualdad, de justicia, en dos generaciones pueden perderse para siempre.
El ser humano, lee Vilacañas en Freud, es un ser improbable, el más
débil, el que se puso en pie en la sabana a merced de los depredadores y se
salvó solo por los recursos culturales, por el lenguaje. Es lo que expresa
el mito de Prometeo (el mito recoge una verdad muy antigua, es la prueba de que
nada se olvida), que en el reparto de dones por los dioses el hombre llegó
tarde y ya solo pudieron darle el lenguaje, bien poca cosa. El hombre, simplifica a mi juicio Villacañas, es un ser
sometido a la angustia del nacimiento, al trauma de ahogarse hasta
que rompe a respirar por su cuenta, y que
no quiere volver a ella. Por eso todo lo que le ponga a resgurado de esa
angustia lo adoptará. Se protegerá en la repetición. Se defenderá con el escudo
del símbolo. La característica fundamental del ser humano sería la
prematuración, por eso necesita de un útero artificial, social, muy potente.
Por eso es tan frágil. La apuesta para Villacañas sería por la palabra frente a la mera
pulsión, por la construcción de un superyó operativo, viene a decir.
Si
Freud es científico, si se reclama de la ciencia, le pregunto, cómo es que hoy
está en el ostracismo y sea, como él ha dicho, un perro olvidado en la propia
universidad. Qué paradoja que, tras la hipótesis fecunda de inconsciente, el
sujeto actual de la ciencia viva de espaldas a él, ciego, que la ciencia
funcione con un sujeto racional transparente a sí mismo y que no sabe nada de no
ser dueño de su pensamiento.
Es
así, dice él, y cree además que en la medida que no se reconozca el
inconsciente, no cabe esperar nada bueno, se va a la omnipotencia y la falta de
límites, al desconocimiento de la palabra. Sólo la modestia de sabernos goberanados
por el incosciente nos podría salvar de
la pulsión de muerte.
Habría
a su juicio que abogar por un camino cervantino, en cuanto don Quijote, que
Freud leyó de joven -incluso creó una academia española con un amigo- es un
buen ejemplo: un hombre con un potente superyo, que persigue por tanto grandes
ideales, pero capaz de soportar siempre la adversidad y a quien los golpes de la vida no
le hacen caer en el cinismo de la desesperanza.