viernes, noviembre 23, 2018

Un Freud cervantino



Voy a la charla de Villacañas sobre Freud en el ciclo de Filosofía. Me siento delante, como siempre.  En primera fila. La causa freudiana, en realidad, nunca me ha sido ajena.
 La intervención de Villacañas, en contra de lo que suele ser habitual,  no toma distancia ni se excusa; no comienza poniendo todo tipo de cautelas sobre Freud, aclarando que es de otra época y que ya no está vigente, como se pretende ahora. Al revés, le otorga un valor muy grande para la filosofía, a pesar de no ser precisamente un filósofo, sino más bien -así se presenta él siempre-  un científico,  alguien que desconfía de la importancia que la filosofía da al pensamiento, de esa tendencia neurótica a controlar el mundo con el pensamiento. 
El espacio que abre Freud, viene a decir Villacañas,  es muy fértil.  El programa de Freud, a su juicio, sería trabajar y amar. El suyo es, ante todo, un discurso racional, que opera mediante la lógica.
Siempre se ha puesto a  Freud en la estela que viene  Nietzsche y Shopenhauer, pero Villacañas lo ve más en relación con Husserl, en cuanto Freud hace una fenomenología, una descripción de hechos: los sueños, los lapsus, el humor, de los que extrae consecuencias, sin mediaciones conceptuales.  También con Darwin, en cuanto el mismo Freud habla de las tres revoluciones copernicanas que, según Villacañas, suponen un doble movimiento: de humillación y enseguida también de autoafirmación. Está la propia revolución de Copérnico:  la tierra ya no es el centro del universo, sino una piedra perdida en un espacio casi infinito; no el  espacio privilegiado donde se desarrolla la salvación, sino un planeta más. Está, después,  la revolución propia de Darwin:  el hombre no es una creación divina, sino  la consecuencia de un proceso evolutivo a partir de un animal. En la última revolución, la de Freud, el hombre, que tras las dos humillaciones anteriores al menos tenía su individualidad y su razón, se convierte en alguien que no es dueño de su propia casa, que responde a una lógica que no conoce y le domina. No es transparente a sí mismo, no puede conocerse de forma inmediata. Se trata del  inconsciente, pues.
 El hombre que Villacañas ve en la obra de Freud es el hombre en riesgo, sujeto a pulsiones contradictorias, también  a las más letales; el hombre que  puede malograse, que puede regresar a estadios anteriores: todo es frágil, todo puede derrumbarse. Las conquistas que creemos establecidas: la dignidad humana, el concepto de igualdad, de justicia, en dos generaciones pueden perderse para siempre.
 El ser humano, lee Vilacañas en Freud,  es un ser improbable, el más débil, el que se puso en pie en la sabana a merced de los depredadores y se salvó solo por los recursos culturales, por el lenguaje. Es lo que expresa el mito de Prometeo (el mito recoge una verdad muy antigua, es la prueba de que nada se olvida), que en el reparto de dones por los dioses el hombre llegó tarde y ya solo pudieron darle el lenguaje, bien poca cosa. El hombre,  simplifica  a mi juicio Villacañas, es un ser  sometido a la angustia del nacimiento, al trauma de ahogarse hasta que  rompe a respirar por su cuenta, y que no quiere volver a ella. Por eso todo lo que le ponga a resgurado de esa angustia lo adoptará. Se protegerá en la repetición. Se defenderá con el escudo del símbolo. La característica fundamental del ser humano sería la prematuración, por eso necesita de un útero artificial, social, muy potente. Por eso es tan frágil. La apuesta para Villacañas sería por la palabra frente a la mera pulsión, por la construcción de un superyó operativo, viene a  decir.
Si Freud es científico, si se reclama de la ciencia, le pregunto, cómo es que hoy está en el ostracismo y sea, como él ha dicho, un perro olvidado en la propia universidad. Qué paradoja que, tras la hipótesis fecunda de inconsciente, el sujeto actual de la ciencia viva de espaldas a él, ciego, que la ciencia funcione con un sujeto racional transparente a sí mismo y que no sabe nada de no ser dueño de su pensamiento.
Es así, dice él, y cree además que en la medida que no se reconozca el inconsciente, no cabe esperar nada bueno, se va a la omnipotencia y la falta de límites, al desconocimiento de la palabra. Sólo la modestia de sabernos goberanados por el incosciente  nos podría salvar de la pulsión de muerte.
Habría a su juicio que abogar por un camino cervantino, en cuanto don Quijote, que Freud leyó de joven -incluso creó una academia española con un amigo- es un buen ejemplo: un hombre con un potente superyo, que persigue por tanto grandes ideales, pero capaz de soportar siempre la adversidad y a quien los golpes de la vida no le hacen caer en el cinismo de la desesperanza.




jueves, noviembre 22, 2018

Autorretratos

Elena Goñi. Perfil de tarde.

La pintora Elena Goñi expone en Espacio Marzana de Bilbao sus "Autoretratos". Aquí hay uno, que titula Perfil de tarde. El juego consiste en que, en realidad, esto es lo que la pintora ve cuando se mira a sí  misma (las suaves colinas, los promontorios del cuerpo, la cúspide de un pezón), pues nunca podemos vernos la cara, salvo en el artificio del espejo.

martes, noviembre 06, 2018

Robles

Simonides. Roble de Lizarraga.
Voy a Lizarraga a ver los grandes robles de los que me hablaron el otro día.   El otoño parece no haber llegado todavía. El camino, al principio, está sucio y embarrado. Hará frío porque el camino, me advierte J, es por un paco. Después de ir por el linde de unos campos se entra en el robledal y allí están los grandes garabatos de estos arboles macizos, extraordinarios. Todo está desierto y solo se escucha el sonido del viento en las ramas y los pájaros que van en vuelos cortos de aquí para allá.  A lo lejos se divisa el campo apagado, con tonos pardos y un chopo solitario que se yergue ya totalmente amarillo, como un estandarte. Me paro ante el gran roble enorme, lleno de protuberancias y nudos y pongo mi mano sobre él, como si esperase un latido. Parece un gran animal que durmiera, un cetáceo varado en la playa que no se sabe si sigue vivo, una ballena con su espesa piel salpicada de cicatrices. La corteza tiene grietas profundas en las que casi se puede meter la mano, sin que se queje. Harían falta muchas personas para rodearlo. Después J., en el pueblo, me cuenta que en tiempos cada gran roble tenía tallada una inicial que correspondía a cada casa, que así podían hacerse con las ramas de ese árbol para leña. Esas iniciales se han perdido, el árbol se  las ha tragado.  Me siento de espaldas a él, sobre las altas hierbas y trato de escuchar. Todo parece estar en su sitio, como si aquí no hubiera afanes y el tiempo no corriera. Enfrente la sierra de Aranguren, con el castillo de Irulegui en la cima del monte. Desde aquí es posible ir hasta él, pasando por el poche, como lo llama J.  Vuelvo al pueblo y paso entre las casas cerradas.  Del madroño de un jardín como uno de sus frutos rojizos.  Mientras hablo con J pasan unos bandos de grullas. Se oyen sus gritos estridentes.  El primero, con la V ya dibujada, yendo hacia el sur. Luego viene un grupo grande sin orden, con los pájaros que dan vueltas como si no se decidieran, chillando, hasta que poco a poco se agrupan en una formación. Son como los humanos, digo a J, tienden a lograr un orden y seguir al que va delante. Bajo las barbas, sonríe. Las grullas siempre me ponen de buen humor, es como el paso de un buen augurio, la prueba de que el mundo sigue girando, las estaciones se suceden y que la voluntad de vivir se abre camino. En el coche pienso en las dos palabras que he encontrado, como pequeños trofeos: poche, que es el collado que facilita el paso y paco, esa zona sombría a la que apenas llega el sol y donde uno puede resbalar. Palabras de caminante, pienso.

lunes, noviembre 05, 2018

Novela

Pensaba escribir una novela, pero he desistido. La novela, como género, está acabada. Las cosas tienen su tiempo y éste va de otra cosa. Antes una novela era una visión del mundo, un agujero en la niebla.  Ahora sirve para que un influencer, o algún famoso que ha pasado por un reality ganen presencia. Para que alguien que ha superado un cáncer o dado la vuelta al mundo en triciclo lo cuente, o lo haga un negro por él. Me refiero a las novelas que lo petan. Ahora hay que venderse como mercancía, hay que crear un personaje que se multiplique por las redes, una marca personal, algo que atraiga la atención y una novela puede valer tanto como una recaída en las drogas. A la novela, además, la realidad le ha ganado la partida.  La realidad superaba a veces a la ficción, pero ya la ha derrotado. Es difícil diferenciarlas. Por mucha imaginación que uno tenga es imposible competir con una personaje como el comisario Villarejo, por ejemplo, oculto tras un cartapacio con sus gafas oscuras de madero, parapetado tras sus grabaciones que ahora destila con cuentagotas la prensa y que son una novela con morbo en la que los personajes hablan a los postres sobre un puticlub que sirve para sacar información a los que manejan el cotarro y otras lindezas.  El lector entonces se pregunta qué sentencias dictarán luego los jueces chantajeados. Qué acuerdos tomarán políticos agarrados por la entrepierna. He ahí una trama de terror que supera cualquier ficción.  Frente a esto, poco tiene que hacer la ficción. Así no se puede competir.  El mundo hoy no lo explica una novela, que se queda siempre corta, ni siquiera una serie de HBO en seis temporadas, aunque se le acerque más. La novela con sus matices y su elaborado lenguaje sobra. No casa con un mundo que prima la transparencia y donde todo se exhibe y circula sin pudor.  Lo contrario del viejo arte, siempre velado, oculto en pliegues, ambivalente, sin un único sentido. Cercano a la verdad de las cosas. Ante un mundo así es inútil volver escribir Ana Karenina.  La novela ha muerto y tal vez por eso se siguen escribiendo tantas, como si nos resistiéramos a su pérdida.