lunes, diciembre 07, 2020

El Tiempo sublime.

   La fiesta en Byung-Chul Han

 

Antes del encierro. Pamplona.

  
 En la segunda edición de su libro “La sociedad del cansancio”, publicada este año 2020, Byung-Chul Han añade un capítulo titulado “El tiempo sublime”, donde habla de la fiesta. Es como si a lo dicho en ese libro, en el que ha planteado su tesis sobre el exceso de positividad de nuestra época, regida por el imperativo del rendimiento, donde el exceso de trabajo y la auto explotación hace innecesaria la coerción externa, hasta el punto, dice, que el explotador y el explotado coinciden, víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse, Han quisiera añadir algo más, algo que lograra expresar el carácter de este tiempo en que vivimos: un tiempo plano, sin énfasis, un tiempo entre el aburrimiento y la laboriosidad, sin sentido en realidad, un tiempo sin fiesta.
    Así que el asunto de la fiesta sería el punto de capitón, el corolario que vendría a completar lo dicho por Han. Lo dicho se resumiría, pues, en la imposibilidad actual de la fiesta, una auténtica ruptura con uno de los rasgos que nos hacía humanos: la capacidad de cesar el tiempo ordinario, la facultad de celebrar, de entrar en un nuevo tiempo que lo trastoca todo, que interrumpe drásticamente el transcurso de los días y el trabajo e introduce al sujeto en un tiempo distinto, incluso en un no-tiempo, podemos decir, no en vano dice Han que en la fiesta se ha eliminado casi el tiempo, que el tiempo en ella es imperecedero. 
    Todo lo cual me ha llevado de inmediato a recordar la concepción de la Fiesta como ámbito y lugar de lo sagrado que debemos a Roger Caillois. A la imposibilidad que vino a explicarnos de entrar ya en un tiempo sagrado, pues el mundo se ha vuelto profano. 
    Esta equiparación de la fiesta y lo sagrado la explicita muy bien Caillois -un escritor que merece la pena, con muchos vínculos además con Hispanoamérica- en su libro “El hombre y lo sagrado”, texto espléndido y conciso, con deudas a otros autores. 
    “Es una gloria para Durkheim”, escribe Caillois, “haber explicado fiesta frente a los días de trabajo por la distinción entre lo sagrado y lo profano”. Para Caillois, así, la fiesta es el ámbito de lo sagrado. Lo profanos es la inercia acomodaticia del día a día. Lo sagrado es la fiesta, lo profano el día de labor. La fiesta consiste en transgresión y exceso, desgaste y dispendio. Lo contario del cuidado habitual. La fiesta huye de la normalidad, rompe el discurrir del tiempo y pone en riesgo la vida. La atmósfera sacrificial es la de la fiesta, dice. Lo sagrado, explica, es aquello a lo que uno no puede aproximarse sin morir. La dialéctica de la fiesta duplica y reproduce la del sacrificio. 
    Con todo ello se refiere sin duda a la antigua fiesta hoy casi perdida; la fiesta ancestral que ha ido decayendo hasta casi desaparecer y cuyos restos todavía podemos encontrar, más o menos reconocibles, en algunas fiestas que subsisten, degradadas, cómo sería el caso de los sanfermines, por lo que hace unos años dediqué un libro a este residuo de la fiesta bajo el título: Fin de fiesta. Crónica de una muerte del encierro, donde hablaba de cómo este rito del encierro en los sanfermines -lleno de riesgo y gozo de salir vivo-, conserva los rasgos de la vieja fiesta, participa de ella y puede que exprese mejor que ninguna otra cosa, como un resto de cerámica que permite recomponer un vaso completo, lo que era la fiesta.
    Por eso, en las fiestas más auténticas que todavía subsisten a duras penas, en las francachelas y carnavales, en las ceremonias y días grandes del ámbito rural, se contienen rastros de la antigua fiesta visibles en su forma de dilapidar tiempo y recursos, desterrar los horarios y obligaciones, poner todo patas arriba, permitir el exceso en comida y bebida, entregarse a la embriaguez y la desinhibición, incluso jugarse la propia vida, para volver luego a la vida ordinaria.
    Así, la fiesta auténtica que se vislumbra tras estos restos sería siempre exceso y sacrificio, paroxismo que purifica y renueva la sociedad, hasta el punto, dice Caillois, que en sociedades más primitivas, cuando las fiestas han cesado bajo la influencia de la colonización, la sociedad perdido su lazo de unión disgregándose.
    Esta concepción original de la fiesta  contiene la idea de que es el tiempo del día a día, con sus obligaciones y labores, lo que extenúa, lo que hace envejecer, lo que encamina inexorable hacia la muerte, lo que desgasta. Frente a ello, la vieja fiesta tenía la labor terapéutica de agotar lo que hay, lo viejo, y renovar de nuevo el mundo y el tiempo. Se trta de renacer. Simbólicamente cada año, como en la naturaleza, había que renovar la vida, inaugurar un nuevo ciclo, volver a empezar. Para eso estaba la fiesta, como una actividad no productiva ni al servicio de nada, a veces destructiva e incontrolable, dionisiaca, pero cargada de sentido.
    ¿Es posible una festividad hoy en día? se pregunta también Han. Desde luego hay fiestas, dice, pero no son festividad en sentido propio. Son meros eventos o espectáculos. No tienen nada que ver con el carácter de celebración y la temporalidad especial de la fiesta. Ninguna relación con su antiguo vínculo con la belleza y el arte. Cita a Nietzsche, para quien el arte original era el arte de las fiestas. Con los griegos, explica, uno se preparaba y vestía para la fiesta, y allí los hombres mortales querían parecerse a los dioses. El arte original, señala, es manifestación de la fiesta, testimonio de aquellos momentos dichosos de una cultura en los que se cancelaba el tiempo habitual, monumentos de un tiempo sublime. Eran manifestación de la vida intensa, sobrexcedente, rebosante. Las obras de arte sólo existían dentro de los actos de culto. Pero en el mundo actual se ha perdido todo lo divino y festivo, se lamenta Han, nos dice en este último capítulo añadido, como una apostilla.
    A veces es la mañana festiva la que me viene mi memoria, límpida, luminosa, donde soy un niño lleno de asombro y el día parece el primero del mundo.

viernes, diciembre 04, 2020

Cafe Iruña

El poeta Eloy Sánchez Rosillo llegó a Pamplona y se sentó en la terraza del café Iruña. Lo cuenta en su último libro “La rama verde”. Rosillo es un poeta profundo que escribe con palabras sencillas. Lo suyo no son fuegos de artificio. En sus versos habla de una pared con sol, de las manos dulcísimas de la madre, del viento de la edad, de la visita de un gorrión a su jardín que mueve la cabeza para mirarle. Es un poeta murciano, de la huerta y sus olores, que mira al mar y luego al cielo por el que pasa una gaviota. Como tiene ya unos años hace balance. A mi amigo R, a quien también le gusta mucho, le parece que su poesía es celebratoria de la vida, y que transmite el asombro y la felicidad ante lo que hay, lo que es una gran muestra de sabiduría. Yo creo que Rosillo medita, si bien a su manera, porque no hay manera para meditar, y luego lo cuenta y por eso habla de entrar en el silencio y dice que el fondo de las cosas está a la vista, en lo inmediato. Rosillo pasó por Pamplona un 24 de abril, él lo precisa, y se sentó en el Iruña con una cerveza. Antes había paseado por la ciudad y aparte de las muchachas que vio, resurgidas del invierno, dice, y de hombres con grandes boinas étnicas, dice, le gustó ver las filas de castaños en plena floración. Ahora está en la plaza del Castillo, un recinto inmenso y recatado, donde no pasa nada. Disfruta del sol y de la cerveza, y sigue atento. Se diría que dentro del poema está escribiendo otro, como en un juego de espejos. Quizás aquel en que se recuerda como un adolescente, una lejana y plomiza tarde de verano en que solo se oía a las cigarras. Sin embargo, aquel fue un momento crucial, escribe, en el que de pronto, medio amodorrado por la siesta, le vinieron nítidos recuerdos del pasado y vislumbró también algo del futuro, como si fuera un instante más allá del tiempo, hasta que volvió en sí. Ahora tengo 70 años y ha pasado la vida, escribe mentalmente en el Iruña, apurando la cerveza, y siente un dolor en la espalda que le hace cambiar de postura, pero no le amilana. Lo importante es vivir, aunque vivir nos duela, dice, estar vivos del todo mientras dure la vida.