domingo, enero 31, 2021

El Cid


Tuve la suerte de poder ver a José Luis Gómez -en estos días de pandemia fue como llegar a un oasis- en el museo de la UNAV con su versión del Mio Cid, una figura que está de moda por la novela de Pérez Reverte, pero que en el escenario, con este viejo actor de 80 años, apenas acompañado de una música que subraya las acciones, resulta otra cosa, asciende a mi juicio a otros lugares. Es poesía en acto, experiencia de lenguaje, viaje a nuestro interior, rebelión política.   Gómez recita el poema en un su castellano original, primitivo, que permite entender de donde viene el que ahora hablamos, como si viajáramos al siglo XI. Es una lengua que balbucea, en potencia, de arqueólogo, con sonidos que ya no existen entre nosotros. Es un reto recitar algo así ante el público, pero Gómez lo vence, incluso se da el lujo de recitar también en alemán para que percibamos el sonido de los idiomas. Eso que son más allá del significado y que tiene que ver con el puro fonema, con el ritmo, con los silencios, con los silbidos. Con las primeras palabras. El lenguaje es la sangre de nuestro espíritu y aquí la vemos brotar. No en vano el Mio Cid, como casi toda la literatura durante siglos, es para ser cantado y oído. Es de la estirpe de la Ilíada, que se va haciendo por un rapsoda en cada sitio. Es este canto del Cid, además, parte de nuestro imaginario, dice Gómez, cuando interrumpe el poema y cuenta que de niño jugó al ser el Cid con espada de madera, pero que ahora las palabras del cantar le están lloviendo encima, se le metan bajo los pies, le bailan por dentro. El niño que fue se conmueve ahora, a los 80, por el encuentro con las palabras de nuestros abuelos. Por la experiencia de una lengua interiorizada en la que resuenan, dice, todas las lenguas del país: el galaico, el valenciano, el aragonés, ecos del vasco. En este texto resuena nuestra casa, nuestra tierra, dice, llevado a una sensación de pertenencia, de estar enraizado, de pertenecer, como aquel juglar, todavía, a la tortuosa tierra del Cid. 

miércoles, enero 27, 2021

Correspondencia


Correspondencia de 1967 a 1972 entre don Américo Castro y Jiménez Lozano, publicada impecablemente por Trotta. Una joya. Es como abandonar este confinamiento light y salir de excursión a aquellos años, a aquellas disyuntivas. Lozano, un cristiano abierto y culto, y don Américo, un agnóstico en trance de volver  España desde la Jolla, ya mayor, dedicado a una obra a su vez dedicada a lograr la convivencia entre españoles. Que lejos de nosotros vemos ese empeño por entendernos, por subrayar la importancia de la peculiar forma en que estuvo compuesta la población española entre judíos, moros y cristianos y las consecuencias que eso tuvo al imponerse unos sobre los demás. El Vaticano II, el despertar del año 69 con huelgas en todas partes, el retiro de Lozano en el pequeño pueblo castellano de Alcazaren, en busca de  una vida que deje espacio a lo espiritual, las lecturas y preocupaciones del momento: el jansenismo, los conversos, Cervantes, el anticlericalismo español, la difícil convivencia en nuestro pais, la necesidad del humanismo, asuntos que nos alcanzan hasta hoy. Que nos alcanzan de lleno.  Que bien se leen estas cartas como fragmentos de algo mayor, como la cúspide de un iceberg.  Que delicia llos pequeños detalles. Cuando me escriba, le dice Lozano a Américo, basta que ponga mi nombre y Alcanzaren, sin más datos. En el pueblo todo el mundo me conoce. 

martes, enero 26, 2021

Amanece


Vi un pequeño resplandor en mi ventana y cuando me levanté comprobé que el amanecer estaba pintando de violeta el cielo que de pronto era púrpura y luego grisáceo, a franjas,  como un cuadro expresionista, y debajo de esos manchones caprichosos, que dejaban colas sobre el cielo como si hubiera pasado un cometa, había una línea de rojizo sangrante, como si el firmamento estuviera de parto y el sol tratara de abrirse paso y allí sentado en la cama, silencioso, vi como todo aquello brillaba un segundo y luego iba poco a poco deshaciéndose, empalideciendo, difuminándose,  vencido por el color pardo de las nubes panzudas que parecía tener volumen y amenazaban con  desplomarse sobre la tierra de un momento a otro.  No es el primer amanecer de enero así, me dije, no es el primer día de estos meses tan extraños en que el amanecer parece el anuncio de algo y se presenta como  un regalo inusitado, una inyección de fuerza y de belleza para comenzar el día,  como si el día por delante fuera  un regalo envuelto en papel de colores que mantiene todavía su ilusión oculta, sus horas por jugar en las que nada está escrito, un regalo que cuando uno trata de abrirlo sin rasgar el papel y no sabe todavía lo que oculta mantiene su máximo encanto, como si estuviera ante un velo sagrado que mantiene al tesoro libre de miradas;  no hay belleza sin secreto, no haya tiempo verdadero sin enigma, sin la necesidad  de ir detrás de algo que se escapa, que nunca se alcanza, que cuando está a punto de tocarse con los dedos ya no está allí, como el propio amanecer de este día de invierno sobre los árboles desnudos y los montes recortados que anuncian la jornada que todavía está por decidir, como el cielo recién estrenado sobre una ciudad tan callada que parece haber recibido una mala noticia, inmóvil todavía, desperezándose, saliendo a duras penas del toque de queda, alumbrada por los fucsias celestes, por los púrpuras profundos que alumbran en  el cielo un par de minutos y luego se esfuman entre la grúas lejanas en las que la luna ha ido columpiándose toda la noche, de una otra, como un borracho incorregible que no quiere entrar en casa.

 

martes, enero 12, 2021

Las Ratas

Conforme se acerca el fin de año los periódicos sacan listas de las películas, las series y desde luego los libros mejores del año, aquellos que uno no puede perderse, en general operaciones comerciales, promoción de autores de moda,  pero este ha sido un año en que gracias a la peste hemos vuelto a grandes libros que esperaban su momento, y así  Vargas Llosa, por ejemplo,  se ha enfrentado a los 42 tomos de los episodios nacionales de Galdós, y Trapiello a las 2.000 páginas  de Guerra y paz de Tolstói, según cuentan. Por mi parte, esta Navidad he leído “Las ratas”, de Delibes, retrato de un pueblo de Castilla en los años 60, justo cuando todo iba a cambiar para siempre, donde vive el Nini, un niño curioso y clarividente, amigo de los pájaros y las alimañas, que malvive en una cueva, casi en la indigencia, habla con los viejos y predice la nieve y la granizada. La vida en el pueblo es muy sobria y desolada, como le cuadra a esta Navidad sin los excesos de otros años,  y leyendo las historias  del Nini y del pueblo, del páramo interminable con sus tesos y cárcavas,  donde el padre del niño caza ratas para comerlas y la gente apenas saca nada de la tierra,  se comprueba que el libro es como una botella con un mensaje dentro de un pasado que ya no existe,  que ya tenemos poco que ver con lo que se cuenta en la novela, hemos mutado, no nos reconocemos: no existe ya ese lugar donde la gente se reúne para la matanza del cerdo, que el Nini abre  en canal  mientras los hombres  beben aguardiente, esperando la prueba. Cuanto hemos mejorado desde entonces, sin duda, pero a la vez cuanto hemos perdido. Es como si el mundo de hoy, tecnificado y global, lleno de objetos sofisticados y efímeros tras los que corremos, hubiera perdido la gracia y la proporción. Hemos robado el fuego de los dioses y el progreso nos ha traído bienestar, pero también la amenaza al planeta, el desquiciamiento y la infelicidad. Todo tiene su opuesto. Todo va muy deprisa, pero nadie sabe en realidad adónde vamos. Y aquí estamos: refugiados en casa, pendientes de una curva o una vacuna, con más miedo que en aquel pueblo remoto acostumbrado a todas las plagas.