viernes, mayo 19, 2017

Making of

(Texto solicitado sobre cómo escribí RC)

El 30 de mayo de 1985 una bomba explotó en un portal de la parte vieja de Pamplona, justo cuando Alfredo Aguirre, un chico de 13 años, entraba en el portal de su casa. La bomba iba dirigida a unos guardias que habían acudido a una falsa llamada de socoro, y fue detonada desde la distancia por unos etarras apostados allí. La explosión de la bomba, que estaba dentro de una bolsa de basura en el portal, destrozó a Alfredo e hirió de gravedad al policía Francisco Sánchez, que había acudido a llamada y que moriría poco después en el hospital. La madre de Alfredo bajó corriendo y se abrazó primero al policía agonizante, creyendo que era su hijo, y luego al ver unas zapatillas que no le eran desconocidas en el otro cadáver comprendió su error. Al día siguiente, los  compañeros de Alfredo, a quien apodaban Godo, su clase de 7º de EGB del colegio de Jesuitas, pintaron espontáneamente en la pizarra de su clase: GODO  nunca te olvidaremos. En una foto de entonces, un profesor de espadas contempla en silencio la pizarra. 25 años después, aquellos muchachos se reunieron para decir que todavía lo recordaban.


Aquellos eran los años de plomo de Eta, que mataba cada tres días,  con una saña que hoy cuesta trabajo imaginar. Mi generación ha tenido que convivir toda la vida con esta violencia nada ciega, sino certeramente dirigida a amedrentar a la sociedad para que cediera por la fuerza  a sus pretensiones. A base de bombas, tras esa pesadilla,  se iba a construir una Arcadia feliz.  Nada nuevo. Después  de Aguirre todavía  vinieron muchos más. Imposible retener tantos. En Pamplona esto se vivía con una especial intensidad, desde el centro del huracán, con una parte de la población que disculpaba esas muertes, o se inhibía, por miedo o comodidad,  como si no pasara nada. 
Mucho tiempo después, hacia 2007, cuando el terrorismo estaba en su final, sentí la necesidad de escribir algo sobre este tiempo, esa larga época de violencia, sobre sus víctimas y sus autores. Era algo difícil de evitar y a la vez difícil de abordar para un escritor. Como si faltaran las palabras para hacerse cargo. Como si fuera todo demasiado cercano. Sin embargo, comprendí que no podía escurrir el bulto, que escribir consiste en contar lo que  no procede,  aquello en que nos va la vida. Si no, ¿para qué hacerlo? Sin embargo, no tenía claro el cómo, me sentía incapaz de inventar algo que lo resumiera todo, buscaba una historia significativa. Por azar me topé con un asunto en el que  un etarra, después de salir de la cárcel, encuentra un trabajo e intenta alejarse de su pasado.  Pero de pronto, una orden judicial ordena embargar parte de su sueldo  para  hacer frente a su RC,  a su responsabilidad civil, a la indemnización que debe a la víctima. La cuestión es que dejarse embargar era tanto como  aceptar que había algo que reparar,  reconocer el  mal causado,  admitir  que no hubo razón para matar. Eso, cuando la consigna en ese mundo era rechazar  cualquier beneficio penitenciario, cualquier forma de reinserción que viniera a reconocer que la violencia terrorista no era lícita o no estaba justificada. Dejarse embargar era sencillamente  colaborar con el enemigo. Una traición. Un ejemplo que no se podía permitir.
Antonio, el preso,  se ve presionado para que  deje el trabajo de inmediato y debe elegir entre hacer lo que le mandan o salirse  de la fila. También Luis, el padre del niño, debe elegir entre pasar página y no reclamar, para que el preso se reinserte, para pacificar las cosas, o seguir demandando lo que se le debe. Aquello, comprendí,  concentraba todas las cuestiones en juego que se iban a suscitar enseguida: la muerte, el dolor, la culpa, el duelo, la responsabilidad, el perdón;  en suma,  como íbamos a cerrar la larga etapa del terrorismo. Y las reunía no de una manera teórica, sino narrativa: en un dilema real.  Empecé a escribir. Tenía el etarra que sale de prisión, Antonio, un pobre tipo hijo de un emigrante de Zamora que quiere integrase como sea,  no un héroe aguerrido y cruel, como se presenta  a veces a los terrorista, sino un buen ejemplo de la banalidad del mal y necesitaba al otro lado a una víctima de su  desvarío.  Entonces me acordé de Alfredo, Godo, y me valí de él, para arrancar la novela y crear el personaje de Luis, su padre, enfrentado a un duelo imposible.  El que empieza ese día maldito en que un niño da una patada a una bolsa de basura en el portal.  Luego, escribiendo, comprendí que aquello, más allá de la anécdota, la época y el contexto, adquiría un rango superior, como si fuera aplicable a otras víctimas y otras situaciones, como si fuera parte de una historia mayor que viniera de muy atrás.
Alfredo fue el detonante de esta historia, un niño que apenas aparece en la primera página pero deja un rastro imborrable. Un agujero negro.  En el fondo, aunque no salga más que al inicio,  todo lo que ocurre  depende directamente de él: el desconsuelo y el alejamiento de sus padres, incapaces de soportar su falta; el largo proceso de Antonio, en la cárcel,  que poco apoco va sentirse culpable; el devenir de un mundo en que él ya no está y que pese  a todo sigue girando; la historia  de ambos, Luis y Antonio, víctima y asesino,  que van a reunirse por fin un día, frente a frente, por su causa.
Todo es ficción en la novela: la historia, los personaje, y   a la vez todo es verdad, pues responde  a lo que ocurrió. Cada día, sin faltar uno,  hay alguien que recuerda a un ser querido que le fue arrebatado sin razón.  Quizás la deuda que tenemos con él sea contar lo ocurrido y que eso consiga darle un poco de consuelo.