jueves, octubre 29, 2020

Cansancio

El filósofo Byung-Chul Han

  Como tengo la pierna mala, llevo una vida doblemente confinada: primero porque estamos aislados, sin poder salir de Navarra -en realidad casi sin poder salir de casa- y nos piden además que restrinjamos los contactos. Después, porque no puedo ir muy lejos. Hay una suerte de decaimiento general que se acompaña con el decaimiento de la luz este otoño qué está haciendo frío, un tiempo oscuro, lluvioso, tal vez premonitorio. El sábado sale bueno y voy al monte, doy un paseo corto por que no puedo andar más. Voy temprano y tras superar la niebla miro los montes que emergen sobre ella, velados, y escucho el sonido que parece una fina lluvia del agua que resbala por los árboles que han estado hasta hace poco cubiertos de vaho. El monte me da vigor, me produce un cansancio grato, algo que me permite luego recogerme en casa e intentar escribir. Es un tiempo felizmente aprovechado.  Es la búsqueda del día logrado. Ahora vuelvo a Byung-Chul Han, del que ya leí “La sociedad de la transparencia”. Quizás, he oído, es el pensador que mejor ha identificado las cuestiones claves del mundo en que vivimos, donde el panóptico que soñaron ciertos filósofos, en el cual podíamos ser observados por un vigilante, se ha convertido en una red en que nos mostramos a cualquiera, y todos somos vigilantes y vigilados. Quizás esto que hago aquí sea la prueba.  

Han es un filósofo que triunfa en los medio por medio de frases redondas extraídas de sus libro, que son breves también y sentenciosos. “Ahora uno se explota a sí mismo, y cree que está autorrealizándose”, ha dicho. Vivimos en un  exceso de positividad, añade, refiriéndose a la adición al trabajo, al exceso de información, al imperativo de estar siempre bien.  El efecto de este exceso es el cansancio, sobre el que ha escrito uno de su libros, pero se trata de un cansancio muy distinto al del paseo por el monte, me digo: es más bien el agotamiento que se muestra en los vagones de metro de Seúl que aparece en el reportaje que le hizo Isabel Gresser,  y que tiene que ver con tener que rendir hasta la extenuación, con la angustia de no hacer siempre todo lo que uno puede; unos trabajos forzados, podemos decir, para los que, paradójicamente, ya no hace falta la coerción de un agente externo.  

 “El exceso de rendimiento se agudiza, y se convierte en auto-explotación. Esto es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues se ve acompañado de un sentimiento de libertad”, escribe. 

Se diría, pues, que la libertad ha llevado a esclavizarnos. Que el proyecto de la libertad ha fracasado. Para Han esto lo confirma el hecho de que  las sociedades liberales de occidente resultan poco operativas, son un engorro para el control biopolítico del individuo que, como se ha visto ahora, parece necesario para controlar el virus, algo que sí han logrado las sociedades orientales, en especial China. 

 Frente a todo esto, me digo, estaría un cansancio distinto. El cansancio que es a la vez descanso. El ir sin intención que es por si mismo el camino. Como tenía la pierna mal he tenido que demorarme, parar en el bosque y escuchar el resbalar de la gotas de lluvia, y así poder percibir los detalles sin apresurarme, sino de forma pausada: cambiar lo más por lo menos, el objetivo de distancia por el paseo modesto, el tacto del musgo por el jadear en la cuesta, el quedarse en el inicio frente al cubrir la distancia prevista, lo macro por lo micro, la demora frente a la prisa. Un paseo que apenas sirve como paseo verdadero de monte, me digo sin culpa.  Haz uso de lo inservible, dice Byung-Chul Han que decía Zuangzhi.


lunes, octubre 19, 2020

El mejor relato jamás contado

 “Apuntar más lejos tal vez signifique hacer obra con menos”.
Chantal Mainard

        Le dije a R que si me invitaban a participar en el ciclo sobre “El mejor relato jamás contado” -en el que él ya lo había hecho con “La dama del perrito”- elegiría uno de Monterroso. Tal vez no el famoso del dinosaurio sino otro. El caso es que cuando finalmente me invitaron y rescaté sus  libros de la biblioteca -en realidad, su obra apenas cabe en dos libros no muy grandes-   enseguida me detuve en “Obras completas” y confirmé  que era un relato  muy indicado para la ocasión,  pues trataba el abismo que existe entre la escritura de creación y toda la erudición que se hace a partir de ella, entre el saber y el saber hacer, que son cosas distintas, pero a la vez pensé que  elección no dejaba de ser caprichosa,  que “Obras completas” no era el mejor cuento que yo hubiera leído nunca, pero sí del que quería hablar.
Elegir un cuento entre todos, después de años de lectura, me dije, era una elección muy comprometida, casi imposible; “lo mejor” “lo perfecto” en literatura no existe, y muchas veces lo perfecto debe ser algo imperfecto, porque a veces lo que vemos imperfecto con el tiempo nos ofrece su razón y su ventaja. A cualquier creación, pensé, le cuadran más palabras como justeza,  emoción,  revelación, antes que la de ser “lo mejor”, pero lo cierto,  comprendí, es que  elegir un solo cuento para el ciclo era en el fondo un ejercicio de crítica literaria, una ocasión de reconocer qué escritores y qué estilos me habían ayudado a mí a ser el escritor que soy, y reflexionar de paso sobre el momento actual de la literatura,  sobre qué y cómo escribir en el futuro.

¿Cómo había llegado hasta ese cuento, como lo había decidido casi sin dudarlo? Lo primero, sin duda, porque se trataba de un cuento en mi propio idioma. Seguramente lo cuentos de Flannery O´ Connor, o los de John Cheever, por poner dos cuentistas soberbios que me vinieron enseguida  a la cabeza,  habían escrito relatos  superiores a los de Monterroso,  pero para mí era imposible entenderlos “de verdad”, captar todos los matices que contenían en su propia lengua de origen y todo el contexto en que habían sido escritos. ¿Cómo entender lo que significa el profundo sur americano, el cinturón bíblico y la huella profunda de la guerra de secesión,  del que nacen las obras de O´Connor,  o el tormento alcohólico de Cheever al retratar la clase media americana?  Únicamente soy capaz de leer “de verdad” en mi propia lengua, únicamente en español puedo apreciar los matices, el sustrato, las referencias culturales, las afinidades con otros autores, la sonoridad del idioma, el ritmo, todo aquello que enriquece y complejiza la lectura. Me afecta más, entiendo mucho mejor, paladeo de otra forma, un relato de Ignacio Aldecoa,  por ejemplo ese “Chico de Madrid” que leí durante el confinamiento, un cuento conmovedor y a la vez lleno de compasión hacia un muchacho que deambula por los suburbios de Madrid, que cualquier texto en otra lengua.

Debía, pues, hablar de un cuento en español. Y recordé que en los últimos tiempos había disfrutado mucho con autores mexicanos. Pensaba que era una especie de debilidad, un capricho, una casualidad, pero no lo era. Desde luego que yo tenía en mente la literatura en español de América, había leído a los grandes: desde aquel Cortázar que nos impactó tanto de jóvenes, hasta por supuesto Borges, Rulfo, Bioy Casares, García Márquez, o Julio Ramón Ribeyro pero, sin planearlo, últimamente  había vuelto por casualidad o necesidad a Ibargüengoitia -ese antídoto contra la solemnidad- y otros mexicanos como Arreola, o José Emilio Pacheco, que me atrapó con los deliciosos relatos de su libro “El principio del placer”.  Todos ellos estaban en la misma casa que la mía: la casa del español, pero de un español pasado por el océano, ultramarino, distinto, dulcificado,  lleno de términos y de giros nuevos que me hacían sonreír. Era como volver a viajar por México,  como gritar viva México, sonreí. Disfrutaba con esa mezcla de lo indígena y lo hispano que también me trajo a la cabeza la película Roma, y  entendí que a la hora de elegir el mejor cuento para la ocasión, tenía que ser  en mi  propio idioma, y además americano, preferentemente de México. Entre ellos podía incluir sin reparos a Monterroso, que vivió casi toda su vida allá, y tenía además mucho en común con el resto, algo que resultaba fundamental. Todos esos autores representaban un tipo de literatura, comprendí,  que se resumiría en  una apuesta por la ligereza,  por el humor,  por la brevedad y la concisión y, desde luego, una apuesta por la primacía del lenguaje frente a cualquier trama.

II


 Monterroso era una apuesta por un humorista de estirpe  cervantina,  por un escritor armado con el  bisturí del humor que rebana la realidad de arriba abajo. Era, sin duda, la opción más extrema por la ligereza frente a la pesadez. Y todo esto, de pronto,  me trajo a la cabeza a Ítalo Calvino y  su famoso texto sobre “Seis  propuestas para el próximo milenio” unas  propuestas que, según volví a repasar, serían la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad. Fue al comienzo de ese libro -que  todavía mostraba su vigencia, una vez adentrados en el siguiente milenio- donde Calvino explica claramente que  su trabajo de escritor  “ha consistido en quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades. He tratado sobre todo de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”.
Más adelante también dice: “estoy convencido de que escribir prosa no debería ser diferente de escribir poesía, en ambos casos se trata de la búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable”. Son la rapidez y en la concisión, asegura, las que agradan al presentar al espíritu una multitud de ideas y sugerencias simultáneas.  Así que prefiere la sugestión del resumen descarnado, donde todo queda librado a la imaginación. Por eso es tan amigo del cuento popular, como lo será por cierto también en las fábulas Monterroso.

Así pues, la columna del estilo que auguraba Calvino para el próximo milenio, consistía en QUITAR; y quitar, de algún modo,  era la preceptiva, pensé, que yo también había seguido, el modelo estilístico para mí había sido también el de la concisión, la exactitud la rapidez, la brevedad. El de exprimir la lengua, contar mucho con poco. El de las quintaesencias.

A ello no era ajeno el hecho de que yo fuera, desde hace mucho tiempo, escritor de artículos, sobre todo de columnas, en las que tenía que ceñirme a un máximo de 2000 caracteres: ese era  mi límite, mi frontera; ahí dentro es donde tenía que meterlo todo. Fue en ese momento, de la mano de Calvino, cuando recordé de pronto algo que me había ocurrido hacía poco, cuando después de un paseo por el monte, en concreto después de subir ahí donde Oteiza, en el alto de Agiña, entre Lesaka y Oyarzun, había levantado su capilla al padre Donostia, en medio de los montes que se extienden en el horizonte hasta el mar y que cuando acudí estaban bajo una leve neblina,  irreales, casi como si hubieran sido creados hacía poco, allí, digo, me surgió un adjetivo para un posible artículo,  una palabra comodín, a cuyo alrededor a veces se construye todo,  que aparecía  entre los megalitos y la estela de Oteiza, la palabra “telúrico”, y  entonces pensé, entusiasmado,  que tenía que escribir un artículo para incluir esa adjetivo que me sonaba a Chile, a Neruda, a estratos geológicos, a temblores y sismos, a tierra  primigenia.

Sin embargo cuando escribí el artículo, como siempre de forma laboriosa, quitando muchas cosas e intentando sintetizar,  ahorrando imágenes y materiales, puse telúrico, pero al releerlo me di cuenta que no pegaba, que chocaba con la intención de sencillez y a la vez de profundidad, como la estela de Oteiza, que yo quería transmitir de aquel paisaje. Telúrico era demasiado artificial, demasiado culto, era ponerse unos centímetros por encima de muchos de los lectores del periódico que, con suerte, conceden unos minutos a una columna, y a los que hay que facilitar las cosas.   Así que quité telúrico. Quitar, quitar, quitar: esa es la cuestión. Eso supone para el escritor un sacrificio, sin duda. Otro, o quizás yo mismo en otro tiempo,  hubiera dejado telúrico. El escritor es muy avaro le cuesta prescindir de lo que ha conseguido aunque dude. Yo prescindí de lo más preciado. Y ese sacrificio mereció  la pena. Ese quitar resumía la labor del escritor, que es fundamentalmente podar, esculpir sobre todo lo que ha salido a borbotones, eso que a veces las emociones llenan de demasiadas palabras, porque solo al quedar en menos es cuando el texto embridado gana, se convierte en más.


III


Tenía por tanto ya mis buenas razones para elegir a Monterroso, ya no tenía dudas. Incluso esa elección casi caprichosa me había llevado a plantearme una idea más general sobre la literatura y su futuro, algo sin duda un poco pretencioso, pero que se traducía enseguida para mí en algo más concreto y pertinente: la pregunta sobre cómo merecía la pena escribir en el futuro. Y eso sí que me afectaba.
Echando la vista atrás, y aun con el peligro de simplificar, se me apareció  un camino que estaba en gran medida agotado: el camino de la literatura, y sobre todo la novela que, después del espléndido siglo XIX  y comienzo del XX,  llega hasta Faukner y se topa con el callejón sin salida de la vanguardia que se va volviendo ininteligible. Después del auge viene, como no podía ser menos, la decadencia, y lo que a partir de entonces se produce ya es la repetición, la versión,  la parodia, el homenaje, la autoreferencia, la copia, el agotamiento. Hoy esa repetición extenuante se advierte en la enorme oferta de géneros como la novela histórica, o lo policíaco, todo eso que es más de lo mismo, que busca un éxito comercial y que se repite sin pudor. Pero también hay una sensación más general que se manifiesta a menudo. Uno lee la pestaña de una libro en la mesa de novedades que habla sobre una saga familiar de un hombre entre las dos guerras mundiales al qué suceden grandes peripecias durante 800 páginas y cuando lo toma en sus manos se pregunta: pero esto, ¿no está ya  escrito muchas veces? ¿Es qué puede hacerse mejor que como se hizo en su día?

Podemos decir, como balance general, que la producción en estos momentos ha vencido a la creación.Toda esa larga tradición de la novela de indagación psicológica, el realismo en todas sus vertientes, más o menos exacerbadas,  los grandes temas que se han tratado como la culpa, el Edipo familiar, el ajuste de cuentas con el padre,  todo lo que viene de la corriente simbólica y metafísica, del propio  Shakespeare,  o de la mera atmósfera sugerente y pesimista de Chejov, todo lo que corresponde ya en cierto modo ya otra época.

En este punto me vino a la cabeza César Aíra,  un escritor prolífico y travieso,  qué dijo con razón que “libros buenos hay muchos lo difícil es hacer algo nuevo” y eso es verdad: lo difícil es encontrar nuevas vías, lo difícil es hacer algo auténticamente original.
La pregunta, por tanto, que resultaba procedente en estos momentos, era hacia dónde va la literatura, qué es lo que puede darnos que no nos den otras artes, cómo va a conseguir nuevos lectores apasionados, qué va a hacer que subsista.  Y Monterroso  aparecía ahí como alguien capaz de hacer algo nuevo, aunque fuera de forma modesta, sin hacer ruido. Porque en él, apenas sin que lo notemos,  hay una ruptura. No se empeña en lo mismo. Pero esa ruptura no es desde un vanguardismo elitista e indescifrable, sino desde una literatura que puede leer cualquiera, aunque no todos, desde luego,  la lean de la misma forma. En Monterroso es donde auténticamente reina la teoría del iceberg, donde solo vemos la punta y lo que se lee no es todo lo que hay, sino que en el existen niveles de lectura y uno puede quedarse en la primera planta o en la quinta tranquilamente. Todo en él es comprensible, todo es sencillo, todo es verdad. En él podemos decir con razón que la creación ha vencido a la producción. Enseguida me vino a la cabeza a  Cioran, que decía que para lograr un aforismo tenía que escribir primero un folio. El lector, dice Monterroso, siempre tiene que creer que es más inteligente que el escritor, aunque para conseguir esto haya que hacerlo de una forma muy inteligente.

IV


Además de este agotamiento de la literatura, de la narrativa en general en nuestros días, existía otra poderosa amenaza hacia lo  literario, y era la existencia de competidores muy poderosos que ya hacían mejor lo que antes era monopolio suyo.  La literatura, sin duda, había perdido gran parte de la influencia y del valor que tenía para indagar y explicar el mundo, y su testigo había sido tomado por otros.  En este punto recordé lo que apenas unos días antes había declarado el escritor Martínez de Pisón al presentar su nueva novela. Se quejó de que los escritores realistas como él, “lo tenían mal”, porque hoy en día “la tele lo hace mejor que Galdós”, es decir, que a día de hoy, a esa literatura qué tenía casi el monopolio de la representación del mundo, le había surgido  la competencia insalvable de la televisión, de lo audiovisual, de las series que en este momento son capaces de construir personajes de largo aliento y una narrativa que atiende a los detalles, reconstruye épocas, complejiza tramas y crea suspenses, es decir, utiliza todos los mecanismo literarios a la perfección, pero con unos recursos mucho más potentes y fáciles de consumir.

A literatura de creación, pensé, puede aguardarle el destino del ballet, o del propio teatro, por ejemplo, que son artes muy estimables, pero que se encuentran ya en los márgenes de la cultura, fuera del main stream, como algo exquisito y celebrado por sus fieles amantes, pero sin capacidad ya de influir, generar debates o  pesar en el mundo.

También Calvino lo advierte en sus Seis propuestas: “En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de poesía y del pensamiento”. Es decir, que la literatura deberá abandonar aquello que otras artes le han arrebatado, o en que le van comiendo terreno y dedicarse a lo que le es más propio, tendrá que refugiarse en ofrecer textos con  la  máxima concentración de poesía y de pensamiento.

 Es como si ante la competencia de la narrativa audiovisual  lo  literario tuviera que optar entre dos vías para subsistir, como un organismo en riesgo de extinción que tiene que adaptarse al medio: encogerse o ensancharse, hacerse más pesado o mejor aligerarse, como propone Calvino y ejemplifica Monterroso. La otra vía de engrosarse, de llegar mediante el descenso al detalle del lenguaje, a la descripción pormenorizada donde nada e banal, allí donde la imagen no puede pararse, me trajo a la cabeza la escritura pródiga de un Franzen o de Foster Wallace, incluso de  alguien como el noruego Knausgärd, que nos da  el hiper detalle en una autobiografía total en que no hurta nada, en una desnudez en la que la imagen no puede entrar. En una iluminación que lejos de mostrar las cosas, las hace desaparecer.  

“Desde pequeño fui pequeño”, dice Monterroso en una entrevista que encontré en YouTube, con Sánchez Dragó.  Es como si él también fuera a escala con su obra, que tampoco abulta mucho: un par de libro de cuentos, otro de fábulas, algún texto inclasificable y una novela, si se puede llamar así,  “Lo demás es silencio”, sobre la vida y obra de una suerte de alter ego literario. Monterroso, por otra parte, se considera un escritor perteneciente al l boom de la literatura hispano americana, pero marginal, de menor medida -más pequeño, de nuevo- enfrentado en realidad a la mayoría de esos autores, más bien dados a  lo torrencial, a lo barroco, al realismo mágico, a la sobreabundancia tropical. Es su enmienda a la totalidad. Sobre todo, para el gran público,  es un autor aplastado por un cuento, el del dinosaurio,  de apenas línea y media, que cuenta, eso sí, con comentarios eruditos de varas decenas de páginas.
“Desde pequeño fui pequeño”, dice Monterroso mirando a Dragó tras sus grades gafas de pasta, con apenas un atisbo de sonrisa malévola. Luego cuenta cómo ya de muy joven trabajó en Guatemala en una carnicería, de donde salía después de muchas horas de trabajo para acudir a la Biblioteca Nacional. Una biblioteca, cuenta a Sánchez Dragó, “que era  tan pobre que sólo tenían libros buenos”. Allí, a falta de novedades,  lee a los clásicos españoles y  también latinos, a Horacio, y se detiene en las fábulas, en los epigramas. De esa biblioteca de pocos y selectos volúmenes es de donde surge su afición por lo breve, por lo conciso. La elección de ese estilo no es tanto una elección,  sino una exigencia; un encuentro con algo que se le impone. A partir de ahí la inspiración, como decía Benet,  será posible dentro de un estilo.

Pronto tiene que salir Monterroso de su patria, relata a Dragó,  pues unido a otros opositores al tirano del momento, Jorge Ubico, es perseguido y tiene que emigrar México. Según cuenta, una noche  pintó en una tapia, como protesta,  “No me ubico” lo que adelanta ya, desde luego, el escritor que va ser.

Esa predilección por lo breve la explica en un pequeño texto que se titula “La brevedad”, donde dice: “Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en qué hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busque se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al  punto y coma, al punto. A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio”.
Hay seguramente otro apoyo a la decisión estilística de Monterroso por lo breve y es la de Borges. La primera lectura de Borges le lleva a explicarlo así: “Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido tan conciso tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado lo ve de pronto en la calle más vivo que nunca”.

“La levedad para mí” dice Calvino,  “se asocia con la precisión y la determinación, no con la con la variedad y el abandono al azar”,  y cita aquello de  Valéry : Il faut être leger comme l´oisseau et no comme la plume. Ese Valéry que ha definido la poesía como “una tensión a la exactitud”.


V

 “Obras completas”, el relato que yo había elegido, es un título de un cuento que también contiene una broma, pues es el cuento que da título al libro, Obras completas, y es también el primer libro que publica Monterroso, como si anunciase en él su frugalidad.  Es un cuento que refleja bien lo dicho hasta ahora: la pugna entre producción y creación, entre saber y saber hacer, entre la fórmula repetida y lo nuevo. La apuesta por la ligereza: la de un pájaro, no la de una pluma.  Es un cuento de humor, pero de un humor cruel. Es, como hemos dicho sobre su obra, algo profundo pero escrito con palabras sencillas, teñido de ironía,  mucho más largo y premioso de contar que de leer.

 Estamos en la tertulia dominada por el gran erudito Fombona, cuya memoria, dice el narrador, “supliría la destrucción de las bibliotecas”. Los discípulos que se reúnen alrededor suya, dice, “sentían el peso de sus destinos gravitando sobre su conciencia”. A esta docta reunión, casi sagrada, llega el joven Feijoo, cuya timidez e inseguridad no pasa desapercibido a la “felina percepción de Fombona”. Un día, el joven Feijoo se atreve a enseñar unos versos sin que  Fombona se permita dedicarle ningún elogio. Algo le frena. Descubrimos entonces que en su juventud Fombona también intentó escribir versos, que es un escritor frustrado a quien los elogios hacían sonrojar. Los sinsabores de la creación fueron los que le llevaron a la erudición. Ahora, a diferencia de cuando trataba de escribir versos, es un hombre con criterio, tiene un saber y un prestigio. Enseguida surge una tensión soterrada entre Fombona y Feijoo, cuyos poemas van siendo mejores, hasta el punto de que Fombona no tiene más remedio que dedicarle por fin sus elogios, con el sordo placer de inquietarlo.  “Pertenecía a esa clase de personas” dice el narrador sobre Feijoo “a quien los elogios hacen daño”. Hay luego una descripción del café donde se reúne la tertulia: “saltemos sobre la ingrata descripción de este ambiente banal” dice el narrador, al presentarnos a los eruditos que discuten por una errata o un punto y coma.  Todos sienten que en ese café está en juego la cultura e incluso el destino de la humanidad.

Feijoo asiste callado a estas discusiones hasta que, en un momento oportuno, Fombona le pregunta por una cita concreta de Unamuno, y le encarga buscarla. Es un cebo. En el fondo, no soporta que Feijoo, sin mérito alguno, pueda llegar a donde él no pudo. Feijoo, por su parte, se apresura a complacer al maestro y lleva la cita exacta a la siguiente tertulia.  De pronto, era una pieza suelta, se convierte en una parte del del engranaje. Desde entonces, dice el narrador “los unió algo que antes no compartían: el afán de saber”, ahí donde a Fombona nadie le hace sombra.

Pero Fombona no puede evitar el remordimiento. En solitario, evoca sus intentos de ser escritor, aquellos tiempos de incertidumbre y vergüenza. Aquel tormento en que no hay nada previsto ni garantizado, podemos pensar. Allí donde nadie tiene más derecho que nadie por haber leído o tener un saber.  El escritor frustrado  que se oculta bajo las apariencias no puede evitar preguntarse “si todo su saber le compensaría del verso que no se atreve a decir y de una primavera vista siempre con ojos de otro”.

Feijoo, mientras tanto, va cayendo en sus redes, va haciéndose un estudioso, va abandonando los versos, mientras Fombona, con remordimiento, se dice a sí mismo: “muchacho escápate de mí, de Unamuno”.  En realidad, es él quien huyó del deseo que no se permitió, y el que no soporta que otro pueda hacer lo que él no pudo. Siente, sospechamos, que su vida está desperdiciada, y los versos de Feijoo no echan sino vinagre sobre la herida. El final, que no desvelaré, pone la guinda a esta lucha que hay que librar todos los días -escribir no es producir, sino ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos, es fracasar- entre Feijoo y Fombona.


viernes, octubre 02, 2020

Miércoles en la Biblioteca

 

 

El proximo miercoles 7 de octubre, a las 6 h, hablaré sobre Monterroso y su cuento "Obras completas" en la Biblioteca General de Navarra, dentro del ciclo "El mejor relato jamás escrito".