sábado, julio 18, 2020

Garrapata

Templo de Ise. Japón
Volví del monte y me descubrí varias garrapatas en brazos y piernas que hubo que sacar después con cuidado, pues es un bicho pequeño pero que puede dar mucha guerra y como el monte ha estado sin gente en este tiempo, ha proliferado todo, incluidas ellas. Eso lo comprobamos enseguida, pues mientras subíamos vimos como maleza crecía a sus anchas, y grandes helechos arborescentes estaban a punto de tragarse el camino. Es posible que, si nos confináramos durante bastante tiempo, la vegetación se terminara comiendo el mundo, borrando las carreteras, enmarañando las ciudades, castigando nuestro orgullo, por no hablar de los animales a su anchas. Supongo que la garrapata se alojó en mí cuando a la bajada paramos en un gran claro del bosque -seguramente en las inmediaciones de la cabaña de algún filósofo-, aunque más exactamente junto a las bordas llamadas de Kabuki. Allí sentado miré el panorama que en la tardía primavera pirenaica tiene un tono de esmeralda, mientras bebía un trago de agua tibia y posponía el momento de levantarme. El nombre de aquellas bordas, Sabuki, sonaba a japones y tal vez por ello mi acompañante me habló del templo de Ise, en Japón, un templo sintoísta que es derruido cada 20 años y se construye de nuevo justo al lado, en un claro del bosque, con la misma forma desde hace más de mil años.  Es un signo de la impermanencia de todo. De la renovación de la naturaleza. Estuve un rato allí, junto a Sabuki, viendo pasar la nubes por el cielo, atento al zumbido de los mosquitos y al canto incesante de los pájaros.  Era el último día del estado de alarma y todavía no se podía salir de Navarra, pero a la vuelta, sin quererlo, tomamos la carretera del pantano y nos vimos de pronto en Aragón. Todo estaba desierto, apenas se veía algún coche aparcado en un recodo, puede que de alguien que tomaba los barros en el embalse. Era como cometer un pecado. Pensé que si nos paraba la policía diríamos que no nos habíamos dado cuenta, lo que era verdad, pero no pasó nada. Al llegar a casa la cara me ardía por el día de sol y esfuerzo.  En nada volveremos a la normalidad, me dije, y nos tocará construir el templo en otro lado.

miércoles, julio 15, 2020

Donostia Rebelde

 En primera línea, junto a los ejemplares de mi libro, de mi viaje a la utópica Fardelia, estaba el de Miguel Usabiaga, un autor de la casa, hijo de Marcelo Usabiaga, histórico dirigente comunista donostiarra, titulado Donostia rebelde, en el que repasaba el primitivo movimiento obrero  en San Sebastián, proveniente del cercano puerto de Pasajes, y el surgimiento de  las ideas comunistas en la ciudad. Allí aparecían nombres míticos: Larrañaga, Astigarrabía -único ministro comunista del Gobierno vasco durante la guerra-, Zapirain, Lizárraga, también  los Amilibia, socialistas, o los de Ignacio Campoamor y su hermana Clara, que tanto peleó por el voto de la mujer y que pidió ser enterrada en San Sebastián. Todos ellos tendrían gran protagonismo en tiempos de la república, muchos conocieron la cárcel de Ondarreta y todos ellos terminaron en el exilio o contra el paredón.
 Todo aquello, además de que el autor estuviera sin duda implicado en lo que cuenta, y quisiera rescatar la memoria paterna, tiene un aire mítico, de gran pureza; muestra un comunismo de tinte salvífico, todavía virgen, cuando apenas lleva unos años implantado en la Unión Soviética; una causa total a la que entregarse, de las que confieren sentido y finalidad a una vida. Una auténtica aventura utópica. Es también una historia escondida, imperceptible en una ciudad de veraneantes -de donde Toostky huirá enseguida, espantado de los precios-  subterránea. No hay más que leer las cartas que alguno de ellos, condenado a muerte, dirigen para despedirse, para ver el talante y el convencimiento de aquellos hombres, auténticos creyentes a los que nada, todavía, ha hecho mella en su ideal. Son cristianos primitivos que mueren contentos.
“Se bien lo que me espera”, dirá ante el Tribunal que le va a condenar a muerte Cristino García en 1946, “pero declaro con orgullo que cien vidas que tuviera las pondría al servicio de mi pueblo y de mi patria”.
Todos ellos, además, se insertan en la política española, se sienten españoles y conciben su trabajo a esa escala nacional, algo que hoy molesta, y se intenta disfrazar. La relevancia de la política vasca en España es muy grande en estos años.  La misma proclamación de la república española se gesta en el veraneo donostiarra del año 30, con una reunión de dirigentes políticos republicanos en el llamado “Pacto de San Sebastián”. Allí están los  Azaña, Prieto, Alcalá Zamora, Maura,  De los Ríos, Eduardo Ortega y Gasset. Luego, la primera localidad en proclamar la nueva república será Éibar.
En cuanto a los comunistas vascos en que se detiene el libro de Usabiaga, sin duda que su voluntad es cambiar el país, hacer la revolución, pero eso lo quieren hacer en y con el resto de España. Fundan el comunismo donostiarra, o irunés, pero como parte del comunismo español. La inclemente guerra que llega enseguida no es un enfrentamiento, como ahora quieren hacer creer, entre Euskadi y una España tenebrosa, sino un enfrentamiento dentro del propio País Vasco, como el que se produce en el resto de España, desgajada en dos bandos. Son muchos los gudaris que salieron en defensa de la república en Guipúzcoa, pero seguramente no fueron menos los voluntarios del requeté carlistas que se unieron al levantamiento de Franco. El enfrentamiento era netamente español. Era entre las dos Españas.
La prueba de ello es que aquellos hombres: Astigarribía, Larrañaga -que dio nombre a un famoso batallón, gemelo del Rosa Luxemburgo-, no entregaron las armas en Santoña, como hicieron los batallones nacionalistas, para  quienes,  tras la caída de Euskadi no merecía la pena continuar -craso error, pues su destino se jugaba en el destino de la república-, sino que siguieron luchando en otros frentes. Y acabada la guerra, son los que intentan entrar de nuevo en España bajo los auspicios de la Unión Nacional que crea el PCE . Tenemos el propio caso de Usabiaga, hecho preso en Valencia y  luego fugado a Francia, de donde vuelve enseguida con el maquis. Tenemos la historia, para terminar, de Imanol Asarta, que tras la guerra se exilia en América, de donde vuelve pronto para infiltrarse con un grupo en España, pero es detenido en Lisboa junto a Larrañaga y entregado. Antes de ser fusilado en la cárcel de Porlier, dirige una carta a su mujer en la que le pide que no desespere. “Muero tranquilo y sereno, confiado en que el sacrificio de mi vida servirá para que en el porvenir no sufran los que nos sucedan las vicisitudes de nuestra generación. (…) No os dejo en herencia más que mi pasado de consecuente honradez, mi limpio apellido de comunista”.
Que hemos hecho con esa herencia y ese pasado, es otra historia.


domingo, julio 12, 2020

Con Savater.


San Sebastián. En los largos ratos que nos dejaban tranquilos en la feria, mi editora me contó que el día anterior habían estado con Savater, a cuenta de la reedición de alguno de sus libros, y que le habían encontrado triste, alejado el mundo, sin ganas de salir de casa. Parecía un hombre que ha perdido las ilusiones. Yo sabía que desde la muerte de su mujer ya no era el mismo, que seguía inconsolable y casi había dejado de escribir, salvo su columna semanal en El País, a veces agriamente desesperanzada y ella me lo confirmó.  Estuvieron en su casa y luego comieron en un hotel cercano. Eso fue todo. Al contarme esto, recordé la figura de aquel Savater que se crecía ante los retos, el que no rehuía ninguna batalla, el hombre que sabía disfrutar de la vida. Sobre todo, recordé aquel Savater que desde la plataforma Basta Ya sacudió a una sociedad dormida, resignada, y la movilizó frente a un nacionalismo que parecía obligatorio. Fue él quien la armó de argumentos frente al rollo plañidero y victimista del nacionalismo, poniendo la ciudadanía por encima del sentimiento.
Había que frotarse los ojos en aquellos actos de Basta Ya para creerlo, viendo aquel Boulevard donostiarra con las banderas de todas las autonomías dentro de un corazón con la de España, cuando ser español, en la mentalidad supremacista imperante, era un insulto.  En aquellas manifestaciones, recuerdo, se veía a la gente llorar, abrazarse, salir del armario, atreverse por fin a hablar. Luego, de vuelta a casa tras la marcha, se veía a Savater caminar rodeado de guardaespaldas, entre aplausos.  Era el hombre que hizo que muchos abrieron los ojos. No es extraño que quisieran matarle a toda costa
Su figura se convirtió en referencia. En un acto en el Kursaal, recuerdo, Bernard Henri Levy lo comparó con el Sartre de los mejores años. El Parlamento Europeo concedió a Basta Ya el premio Sajarov. Gracias a él se conoció la situación de persecución política en el País Vasco, el intento de eliminación política y física de la oposición, mientras la sociedad miraba hacia otro lado. Era la conciencia cívica del país, pero aquel día del Kursaal con Henry Levy,  Savater, en el escenario, enrojecía y le hacía gestos para que terminara los elogios.
Eso ya pasó, la ETA fue vencida. Pero fue una victoria amarga, pues pronto pudimos constatar que el daño que había ocasionado no fue solo a las víctimas, sino a todos los ciudadanos, y ese es un daño duradero que ha tenido consecuencias. Las décadas de terror consiguieron acallar unas ideas, lograron el sometimiento de la mayoría, crearon una sociedad presta a aceptar los postulados del nacionalismo. Ser nacionalista se convirtió en el grado cero de la posición política común a todos.  Se dice que la violencia de ETA no sirvió para nada pero no es así. Quienes sostenían un discurso distinto al nacionalista fueron directamente eliminados, líderes importantes como Fernando Buesa o Gregorio Ordoñez, un referente de otro pais posible,  desaparecieron y sus ideas se hicieron prácticamente clandestinas; nadie era capaz de defenderlas en público. El miedo logró sus frutos.
La paradoja es que hoy el más beneficiado por la derrota del terrorismo sea el que fue más tibio con él, el PNV, que ha recogido el voto de la moderación, el del posibilismo, el del mal menor, puesto que los partidos españoles fueron desarbolados. Un PNV  que se viste de pragmático, o de guardián de las esencias, según sea la circunstancia.
Seguramente todo esto es injusto, las cosas debían haber sido de otra manera; el fin de ETA debía traer su descredito y el compromiso de no volver nunca a las andadas, la autocrítica y el arrepentimiento de quienes fueron capaces de matar a los demás para imponer sus ideas, la vergüenza de quienes miraron para otro lado. Pero no ha sido así. Casi nunca las cosas son así.
Hoy, pensé en la caseta de la plaza, viendo a la gente que pasaba mirando de reojo los libros de Savater en el mostrador sin pararse, puede que la personificación de todo esto, la imagen que mejor resume la situación actual sea la de Savater sin salir de casa, triste, desesperanzado, casi ajeno ya a los avatares de la política en estos días de elecciones que volverá a ganar el PNV.  Olvidado en su ciudad, cuando debía ser de nuevo aplaudido por las calles, como en aquellos días negros en que se atrevió, sin darse importancia, a plantar cara y hacer lo que nadie hubiera imaginado.

viernes, julio 10, 2020

En la Feria (I)


Llegué a la hora a la Plaza Guipúzcoa, en San Sebastián, pero la caseta todavía no había abierto, así que me puse la mascarilla, entré en un café y mientras me tomaba un cortado me llamó el editor para decirme que estaba en el hotel con la rodilla que parecía un balón de fútbol y que V, su mujer, llegaría enseguida. Yo le dije que se cuidara, me acabé el café y fui despacio hacia la caseta como una oveja al degolladero. La feria era poca cosa, la verdad, tal vez había un boicot y no me había enterado, o puede que las librerías hubieran desaparecido tras el confinamiento o estuvieran exhaustas. La gente no iba allí, pensé, sino que pasaba por allí.  Llegó V y me puse con ella tras el mostrador. Apenas había repartido mis libros generosamente en una fila, cuando apareció un hombre que dijo ser de Pasaia y en cuanto le dije dos palabras compró el libro sin dudarlo. Creo que le pareció mal no hacerlo estando el autor allí. Al poco llegó otra mujer que debió tener el mismo escrúpulo.  A ambos les dediqué el libro, con letra ilegible, dándoles las gracias por el detalle. Pese a ese inicio la cosa no pintaba bien: las pocas casetas era una especie de corredor donde pasaba la gente rauda camino de la playa, sin pararse. Quien lo hacía, además, no estaba claro qué es lo que buscaba. Es difícil que justo tu libro concuerde con el interés de un paseante en la plaza, es como encontrar tu media naranja. Un tipo atlético, por ejemplo, que parecía interesado e incluso tomó el libro en las manos, como si lo pesara, dijo que en realidad solo le interesaban los libros técnicos. “¿De qué tipo?” le pregunté. Entonces él sonrió y dijo que alguno que hablara de “cómo fabricar un árbol”. Le miré sorprendido. “Un árbol de levas de Ferrari” aclaró, tras unos segundos de suspense, satisfecho. También pasaron los que buscan libros sobre plantas medicinales y novela romántica. Recuerdo sobre todo una larga parrafada con un hombre que ya iba con un par de libros bajo el brazo, con el que evoqué los países inventados, la utopía y el viaje a Ítaca, todo ello a cuenta de mi libro, de mi Viaje a Fardelia, que estimó interesantísimo, si bien añadió que lamentablemente no llevaba en ese momento la cartera. Un joven pasó varias veces y se acercó por fin con una libreta para preguntarme si en alguno de mis libros trato la temática LGTBI. Le dije que no lo sabía. Luego recordé que el protagonista de Fardelia, el viejo profesor Ascanio Orabuena, siente una inclinación poderosa hacia el joven Turumbelli, que toca el piano por las tarde en el hotel, aunque piensa que todo es consecuencia del impacto que le ha producido el país, pues en Fardelia las cosas, como podrán descubrir los que lo lean,  son de otra manera.  Le dije esto y el joven apuntó algo en la libreta y me dio las gracias.