martes, noviembre 28, 2017

Diario de Hendaya (20)

26 noviembre. En la cantera

 

Camino desde la cantera.

Domingo. Voy a la cantera de Alaiz temprano, donde transcurre el final de RC. (Donde Luis ensaya el arma y dispara con la pistola de alférez). Comienzo a caminar entre los riscos de la escuela de escalada. El día es frío y las nubes tapan la cima del monte. Recuerdo que un día de año nuevo estuve aquí con Esteban camino de un monte con un nombre que nos daba risa. Putrenaiza. No se ve un alma por este pequeño desfiladero. Miro las paredes y la posibles vías  de escalada y siento de nuevo   el antiguo pánico de alguna  escalada en Echauri, sobre todo un día que se enganchó una cuerda y no podíamos bajar. Más adelante me encuentro con tres paseantes, dos mujeres y un hombre que vienen de Unzué. Uno de ellos lleva un transmisor con el  que escucha las conversaciones  de los  cazadores del pueblo, que están al jabalí.  Hace poco, les digo, he oído  algún tiro. Me cuenta, satisfecho, señalando el aparato que lleva en el bolsillo, que la batida  ya se ha cobrado tres piezas. Más deberían matar, dice el otro. Hay mucho jabalí,  se queja,  y fastidian los campos. Lo remueven todo. También hay mucho corzo dice el primero.  Hablamos del sabor de la carne de corzo, muy fuerte para su gusto. El monte está abandonado. Jabalís por todas partes, corzos, también algún ciervo.  Incluso uno dice haber visto ayer mismo  un muflón. Como me extraño me cuenta que los muflones viajaban  en un camión, camino de alguna parte y como el conductor se enteró de  que había un control de la policía los soltó en la Valdorba. Ahora aparecen de vez en cuando, van de aquí para allá. Como son fauna extraña, no se sabe si han podido contagiar algo a otros bichos, puede que a las ovejas. Por eso la policía advirtió a los cazadores para que si los veían los matasen,  y luego les avisaran. No muy lejos en la ciudad, la gente pone abriguitos y lleva al dentista  a sus mascotas, pienso.  Todavía queda gente de verdad. Esto podía ser un tema para un cuento, me digo, esta doble sensibilidad. El pasado que hace chorizos con la carne de jabalí  y el presente, totalmente alejado de la naturaleza y que trata a los animales como personas.  Enseguida pienso en S que ayer mismo me contó que no sabía si regalarle a su mujer unas clases de piano, porque ella tiene la carrera pero hace muchos años que no toca. Le pregunté por qué y me dijo que no quiere hacerlo a pesar de tener un piano en casa -un piano que nadie toca- pues teme haber perdido la habilidad, no tocar como antes, no estar a la altura. Esto también se presta a un buen relato. No querer algo si no es como antes, tener miedo a no estar a la altura. Una lógica cruel que lleva a desperdiciar el talento. La lógica de nuestra mente es implacable.  No atiende a la utilidad o la moral. Así que ella no quiere en realidad tocar el piano ya.  Le digo que en ese caso debería consultarle antes de regalarle las clases de piano, ya que puede tomarse como una especie de reproche.  Él me da la razón y luego me cuenta que una amiga canadiense  que también tenía la carrera de piano  no podía tocar en Pamplona y él le invitó a su casa, pues allí estaba  el piano al que nadie hacía caso y quedaron un día, pero ella no acudió y luego le confesó que le daba pánico tocar delante suya y de su familia y no hacerlo tan bien como antes, pues aunque ellos no supieran como tocaba antes, ella sí lo sabía y no soportaba no hacerlo igual de bien. En realidad yo entendí el caso perfectamente. No es sino la historia del tiempo que nos va sorprendiendo restándonos facultades. El caso es que ella, la canadiense,  no lo podía soportar. Entonces él buscó una solución y le dio una llave para que acudiese a su casa a una hora que ellos no  estaban para tocar el piano a sus anchas, pero no sabe si llegó a  ir, no se lo comentó nunca. 
Después de despedirme de los paseantes tuerzo a la izquierda y subo por una senda muy empinada un buen rato,  hasta toparme con la niebla. Cuando miro atrás veo los campos de la Valdorba como lienzos verdes. De pronto, un poco más arriba, hace más frio, el aire es distinto y allí es donde comienzan las hayas. Es el paso de la influencia  mediterránea a la atlántica, el paso de una frontera de verdad.  Ahora se ve poco, y entre las hayas todo es más ceremonioso y los pies hacen sonar la hojas caídas como si pasaran hojas de un libro.  Más adelante hay una campa de hierbas altas y secas donde corren a refugiarse los pájaros. Cuando vuelvo al bosque, entre la niebla, aparece un animal parado mirándome Por un momento creo que es un muflón, pero cuando se mueve se oye un badajo. Es un gran potro, los ojos tapados por las crines blancas. Sigo por la senda y más arriba encuentro una balsa vacía, porque este otoño apenas ha llovido todavía. Apenas queda un charco en el fondo y barro. Escribir, recuerdo,  es un trabajo cotidiano que se hace y se decide frase tras frase, un trabajo que no puede definirse, un trabajo que impugna los clisés expresivos. Eso es así. Al escribir es tan importante lo que se pone como los que se quita porque no funciona y no suena bien. No hay que cometer errores fatales. La materia de la escritura es muy equívoca. Yo mismo, me digo pisando las hojas con cuidado, como si hubiera  debajo una trampa, en cierto modo con una precaución parecida a la que es preciso tener al escribir,   voy a tientas. No se trata de conceptos ni de historias. Es un trabajo de percepción.  El mar, los caminos del bosque. Una voluntad de explicarse.  De contar lo que es. Porque lo que es, es  asombroso.  Expresar lo que hay es lo más difícil. Es un esfuerzo por levantar una realidad.  La prosa conduce el curso del pensamiento, es la fuente  a través de la cual entender a los demás y a uno  mismo. Es el sustento de nuestra interioridad. Hay que batallar por la consistencia de la prosa. Escribir de forma prosaica, fuera del concepto, más entre las cosas,  en medio del mundo, fuera de la cháchara incesante, con palabras que vuelven a cobrar sentido.
Desde la balsa vi en un segundo cómo se abría la niebla y  la cima allí cerca, rocosa. Quedarían unos 10 minutos, quizás algo más  pero me entró una extraña prisa (que suele atacarme cuando voy solo), y un deseo intenso de no llegar hasta arriba para así tener excusa y poder volver otro día. Algo así como no tocar el piano pudiendo hacerlo. Así  que di la vuelta y volví sobre mis pasos hasta llegar de nuevo de vuelta a la cantera.

lunes, noviembre 20, 2017

Diario de Hendaya (18)

19 noviembre

 


Vamos a Hendaya muy tarde, de noche, tras ver la función del Brujo. La noche es fría, estrellada, sin luna. Cerca de Pagozelai, como ocurre tras algunos días de sol, hay una pizca de niebla que se mueve y  que desaparece enseguida. Al entrar en Francia, a medianoche, el país parece como siempre a esas horas desierto, sin vida, sin nadie en las calles y las casas tienen  las contraventanas (les volets) echadas. La casa está fría y la hierba del jardín empapada de rocío. Por la mañana vuelvo a la Corniche. En la pequeña cala de difícil acceso, a la que nunca he bajado, hay tres pescadores que van hacia la rompiente con sus cañas. Se hablan unos a otros, moviéndose con rapidez. Debe ser un buen lugar para pescar, pero no les veo sacar nada. La marea está bajando y el mar crea un paisaje de rocas y algas que sobresalen del agua y que parecen flotar y moverse sobre ella. Saco una foto y al verla no se sabe si es un charco o un archipiélago. La foto parece un cuadro. Da rabia que sea tan fácil lograr algo así. Encima de unos de los bunker medio en ruinas hay una pareja joven. El hombre consulta unos planos con un aparato junto a él. Un dron. La mujer le mira en silencio. Un poco más adelante hay otro bunker casi volcado sobre la pendiente que cae al mar. Encima, hay una escultura que hace zig-zags sobre el cemento y que parece representar los vientos. Mirando  a la derecha se ve la costa que se recorta hasta  Biarritz. La luz aquí, pienso, siempre está matizada, rosácea. No es una luz que hiere sino que se posa. Tiene las propiedades del tiempo, que pasa. Todo reside en la luz.  Cuando vuelvo escucho el sonido del dron allí arriba pero no lo veo. Pienso en el dron volando con una cámara, un ojo que lo ve todo, como Dios, del que es imposible esconderse.  Una conciencia absoluta.  Por la playa me vienen  historias de la función del Brujo: nada existe, salvo la luz, dijo.  También la luz se fijó en esa única foto del gurú que por sí sola curó a Yogananda de niño. Bastó que mirara la foto con ese propósito. Esa foto costó mucho, es la única,  ya que en otras ocasiones, a pesar de que el fotógrafo estaba seguro de haberla tomado, el yoghi no salía en ella. Hay al parecer  una reunión de yoguis y santones que se hace cada 12 años en la India. Si allí, en occidente, se dijo, que son tan adelantados,  pudieran incluir también esta sabiduría oriental, el mundo podría salvarse. Eso me llama la atención. Como si fuera una salida. Tal vez oriente es lo que pueda evitar que el mundo se precipite. La sabiduría necesaria para privarse de hacer algo, y no estar condenados a perseguirlo. Recuerdo a Billeter y las lecciones sobre Zuang Zhui, a las que tengo que volver. 
Más tarde veo a  J. C.  en la esquina del paseo, parapetado tras el chiringuito cerrado, tomando el sol en su silla de ruedas. Cuando me acerco me pide enseguida que saque un cigarrillo del paquete, algo que no puede hacer él solo, y se lo ponga en el artilugio que usa para fumar con una mano y se lo encienda. Cuando a JC se  le pregunta como va la cosa, siempre dice que bien, con una sonrisa.

lunes, noviembre 13, 2017

Diario de Hendaye (17)

Sobre la verdad y las visiones del final 

 

G.Arcimboldo. Autum.
En la comida de viejos camaradas del colegio, una especie de vista atrás, un viaje a otro tiempo, A. me cuenta que él tuvo que trabajar en casa desde pequeño, y que antes de ir a colegio debía dar  de comer a los cutos o acarrear sacos.  Hoy algo así sería impensable, sería una suerte de maltrato. Sin embargo A reconoce que fue lo que le forjó el carácter y le hizo ser lo que es. Una ética práctica sobre el valor del esfuerzo y el propio valor de las cosas. Había que hacerlo, y ya está. Un  día, con 16 años, fue conduciendo el  camión a por alfalfa hasta un pueblo de la Ribera y a la vuelta le paró la guardia civil y le pidió el carnet. "No tengo", contestó llanamente. Ya hacía tiempo que su padre le había dicho que si le paraban alguna vez, dijera la verdad, que no tratara de ocultarla. El guardia pareció desconcertado "¿Pero cómo? ¿Conduciendo sin carnet? ¡No se da usted cuenta de que está prohibido!" "Lo sé", admitió A. "Había que cargar el camión para dar  de comer a los animales" dijo, "y mi padre no podía". El guarda estuvo un rato en silencio, mirándole, meneó la cabeza y le hizo por fin una señal para que siguiera adelante. "Anda", le dijo, "que no quiero volver  a verte sin carnet". He comprobado que la verdad descoloca siempre, que la otra parte no lo tiene previsto y se desbarata toda su estrategia. Hay que probar a veces a decir la pura verdad y cosechar los resultados.
Otro día, A. acompañó a su padre al médico. Era la primera vez que iba en muchos años. Su padre reconoció ante el médico que bebía un litro de vino al día. A se acuerda perfectamente de cómo su padre  llenaba la bota todos los días y se la bebía en las comidas, nunca entre horas. Beber agua, decía,  le dejaba el estómago triste, que era una dolencia que aquejaba antes a muchos hombres, sobre todo los que trabajaban de sol a sol.  Bien mirado el agua  es una cosa floja, insípida, como se reconoce en su propia definición. El vino -es claro- apaga una sed distinta a la del agua. El médico le dijo que tenía que bajar la ingesta de vino a la mitad. "Desde ahora le digo" –replicó de inmediato el padre- "que eso no lo voy a  hacer". Era raro ver a ese hombre desafiar  así  la autoridad de un médico,  pero le debían haber tocado el punto flaco. Cuando ya era mayor fueron de visita a una bodega y se pararon delante de un gran depósito de vino, de acero inoxidable, brillante,  recién estrenado, una novedad por entonces, donde se albergaban cientos de litros.  Al principio su padre no se creía que pudiera haberse bebido uno de esos en su vida. Luego hicieron  las cuentas y salían dos.  A veces yo he fantaseado con que a la hora de morir se me aparecía, en grandes montones, todo lo que había comido y bebido en la vida. Es una visión terrible, acusatoria, de La grand bouffe, que nos sorprendería a todos ¿Todo esto me he tragado? se pregunta el agonizante, incrédulo.  Damos, en nuestra vida,  con una gran cantidad de todo:   kilos de carne, peces variados, ríos de leche y aceite, montañas de verduras y legumbre, de pan, de sal y de pimientos. Arcimboldo es quein mejor nos ha retratado. Ver todo lo que hemos comido y  bebido (el agua no cuenta), aun cuando esto último no llegue ni de lejos a la cifra del padre de A , debe ser una visión de pesadilla, un susto monumental que no suscita, antes de irse al otro mundo, sino incredulidad y culpa. ¿Cómo es que la  tierra puede alimentar a tantos?, se preguntará uno, in extremis.  ¿Cómo es que he tenido tiempo para tanto?

domingo, noviembre 05, 2017

Diario de Hendaya (16)

29 octubre. Corniche.

 

Deux jumeaux. Hendaye.
A la tarde, la playa está llena de algas rojas que huelen a chucrut. Los niños las recogen y las apilan sobre las tablas y luego las van amontonando sobre la arena. El mar está tranquilo, ligeramente rizado, como una manta con bolos. Anochece pronto. Temprano salgo a la Corniche. Ha cambiado la hora y todavía es más temprano y no hay casi nadie. Paso por la casa del parque donde anuncian una exposición sobre la guerra, con una foto de un soldado alemán junto a uno de los búnkeres que todavía se encuentran por aquí, vigilantes. En cuanto asciendo un poco veo el mar tranquilo. Dos cormoranes pasan uno tras otro, pisándose los talones, con el cuello estirado.  Recuerdo un pequeño poema de Prevert –que leímos en clase de francés- sobre lo necesario para hacer el retrato de un pájaro. (Peindre d`abord une cage/avec une porte ouverte/peindre ensuite/quelque chose de joli/quelque chose de simple). Sigo andando por los caminillos que bordean el acantilado. A lo lejos, mar adentro, se ven pequeños puntos que deben ser barcos de pesca. La visibilidad hoy -según veo en el móvil, en la página  de las mareas- alcanza los 15 km. Asomado al bode se ve la pequeña cala allí abajo que la marea va amenazando. Junto a un sitio así uno piensa en el valor que hace falta para tirarse. Recuerdo que hace poco, yendo al monte, pasamos junto a un mirador cerca de Garralda, y A me dijo que desde allí se tiró E, una mujer que había sido amiga  nuestra en la adolescencia. Dejó una carta y luego se lanzó   al vacío. Debía tener grandes dolores de espalda, pero eso es solo una anécdota. Nunca se sabe por qué  alguien toma una decisión así. Ahora veo en el mar, ahí abajo, un punto naranja. Afino la vista por si es G que está nadando y hoy, aprovechando que hay poco mar,  ha llegado hasta aquí, pero debe ser un buzo. Enseguida llega un kayak que avanza a golpe de palas muy deprisa. El agua de la cala es verdosa, transparente, vista desde arriba parece muy limpia. Se ven las piedras del fondo. Vuelvo al camino y tras una revuelta veo muy cerca las dos gemelas, los dos promontorios que salen del mar y que dan carácter a este paisaje. Desde cerca se distinguen los estratos superpuestos uno sobre otro, como una tarta de muchos pisos. Ahora se escucha el sonido rítmico del agua que viene y va alisando las rocas que sobresalen del fondo y que va ganando la marea. El ritmo del lenguaje. (Une fille nue nage dans la mer/ Un homme barbu marche sur l`eau/ Où est la merveille des merveilles/ Le miracle annoncé plus haut?) Prevert.  Recuerdo que el viernes, de improviso, nos encontramos con una pareja muy excitada y que él, a quien conozco por motivos editoriales, hacía aspaviento y preguntaba si no era evidente que todo seguía igual, que el que  Cataluña hubiese declarado  la independencia no había ocasionado un cataclismo. Al principio no supe  a qué se refería,  qué es lo que esperaba ver. Ahora supongo que se reía de quienes les alarma que acabe España. Es mi caso, pero no le entendí. Le dije algo sobre el corazón y se rió. Se jactaba de que todo siguiera igual, pese a lo agoreros.  Luego  dijo que llegaba una nueva época,  y que íbamos a un periodo  constituyente. En estos casos me reprocho no tener  la rapidez de un polemista agudo para contestarle, pero mi tiempo es más lento. Hablamos algo más, en registros distintos, sin entendernos y luego nos fuimos. El encuentro me dejó mal sabor de boca. Como si fuera imposible que la gente viera lo que tiene delante de sus narices. La fanática potencia destructora del nacionalismo. Hay  quien todavía vive con  la revolución pendiente.  Ahora, a lo lejos, ví que comenzaban  a salir  barcos tras el espigón que resguarda el puerto,  desplegando unos grandes spinaker de colores, juntos, como pequeñas manchas de pintura -pensé en Turner-, en la marina.