martes, julio 24, 2018

Sobre D'Ors

La máxima ambición del hombre –y la más secreta-  es la espiritual, por encima del dinero y del poder, incluso, y eso se notó el otro día, cuando el gran salón de actos jesuítico de Bergamín, donde siempre parece que va a proyectarse una de romanos,  se llenó pese al calor  de la tarde  y el mundial  para escuchar a Pablo D’Ors, notable escritor, sacerdote que predica el  silencio y el entusiasmo, y fue una delicia oírle contar un cuento zen, cantar y explicar por qué el silencio es tan fecundo y abre el camino del conocimiento y la transformación, y qué encuentra uno al meditar.  La meditación es una práctica en auge  y en el fondo es una oración sin Dios, que hace tiempo abandonó la escena de la modernidad y se hizo imposible, arrinconado por la ciencia y todo su carrusel de objetos irresistibles.  Si es por promesas, la ciencia ya nos  ofrece la eternidad o en caso contrario la eutanasia, así que lo tiene todo. D’Ors es de los que quieren un cristianismo  más espiritual, que es uno de los polos que aparecen periódicamente en él, frente a una religión volcada  en las obras y el compromiso. Tanto  el creyente conservador como el progre,  son en gran parte ideológicos, moralistas,  llenos  de voluntad y convicciones  y se justificación en la acción y eso es una trampa, porque esconde a menudo cierto grado de superioridad y de suficiencia y los convierte en jueces de los demás.  Un cristiano anticuado y uno moderno piensan diferente, pero de la misma forma. La nueva espiritualidad, religiosa o no,  pasa por la experiencia individual, por la comprobación de sus efectos en la vida, sin tanto aparato de creencias,  atenta a los acontecimientos del cuerpo  y  conecta así mejor con nuestra época, descreída y ansiosa, asqueada de tanta falsedad, que busca no sabe bien qué, aunque, como todo, también puede convertirse en un autoengaño. Antes de huir a cualquier parte, volvámonos hacia nosotros, sería la propuesta de D’Ors. Ya dice el Zhuangzi que  la forma perfecta del viaje es encontrarlo todo en uno mismo. Dejar atrás el zumbido incesante de imágenes y palabrería que nos asedia, respirar y sentirse  por fin en casa.

jueves, julio 12, 2018

Lanzman

Claude Lanzman. Director de Shoa.
Ha muerto Lanzman, el cineasta de Shoa. En Francia, cada vez que muere una figura importante del pasado, un testigo de otra época,  el país hace grandes aspavientos, se le dedican elogios y reportajes, se recuerda a una generación que, en el fondo, se siente superior a la actual.  Pasó hace poco con Simone Veil. Supongo que esa sensación es común en muchos sitios, pero es cierto que la potencia intelectual Francia tras la guerra  fue enorme en los años siguientes, mientras nosotros estábamos enredados en el franquismo. Eso nos hizo llegar con veinte años de retraso a casi todo.  Lanzman era un francés de origen judío que siempre defendió a Israel. Fue escritor, periodista amigo de Sartre y Beauvoir. Estuvo en la resistencia. Entró en Tiempos modernos de la mano de Sartre y fue su director. Dijo que Shoa, el testimonio más rotundo sobre los campos de exterminio nazis, un film de 9 horas, no es un documental sino una obra de creación. Lanzman recoge testimonios y muestra los lugares tal como están ahora. No hace una reconstrucción, ni carga las tintas, ni dramatiza.  Deja hablar. Muestra las caras. No hay música ni lágrimas, ni actuación. No utiliza nunca grabaciones de aquel momento. No reconstruye nada. Es como si no se pudiera mirar fijamente a lo que ocurrió, como si fuera imposible representarlo. Solo contar con las referencias, de forma indirecta.  Como no pensar en La Rochefoucauld: Le soleil ni la morte ne peuvent se regarder en face. No se puede mirar fijamente ni al sol ni a la muerte.
En Shoa  (apenas he visto un aparte) hay una escena en la que Lanzman entrevista al correo polaco, el enlace entre la resistencia y el gobierno polaco en el exilio, en la que comienza a relatar su encuentro con dos representantes del gueto judío de Varsovia, un barrio que sería totalmente aniquilado, pero nada más empezar a contarlo no puede seguir. La emoción le atenaza. Entonces se levanta de la butaca y se va. La cámara lo muestra a lo lejos, en un salón de su casa. Luego se le oye decir que ya está dispuesto y vuelve. Es un hombre mayor, elegante, con el pelo hacia atrás, con chaqueta y corbata. Él sabía que estaban matando judíos, dice, pero lo sabía por referencias, por datos, no lo había comprobado personalmente, no tenía idea de la crueldad sádica de lo que estaba ocurriendo a pocos metros de su casa y que ahora escucha a los representantes del gueto, ante los que no es capaz de preguntar ni de intervenir, y se queda mudo, escuchando. Los comisionados judíos están más allá de la desesperación y no piden nada, en realidad sí, una única cosa: quieren que la autoridad polaca se entere de que, a pesar de que Hitler va a perder la guerra, a pesar del optimismo reinante que escuchan, antes va a exterminar a toda la población judía de Polonia, va a acabar con los judíos. Esto, de pronto, aparece como lo que es, una monstruosidad (imposible de mirar de fente) pero como algo completamente real. Acabar con un pueblo, no dejar rastro. Aniquilar al hombre. El sueño de una razón desvariada. Evitar que esa aberración se olvide es el afán de Shoa.
Pero Lanzman fue también un intelectual lleno de prejuicios y engreimiento que no supo ver a su vez el horror del estalinismo, un acomodado escritor de la gauche divine, de los que quería ocultar la verdad a Billanacourt -aquello de no desanimar a los obreros con el relato de la verdad-.  J. F. Revel lo retrata bien en El conocimiento inútil, un libro para caerse del guindo, que refleja la ceguera de tantos intelectuales franceses seducidos por el comunismo que no querían ver lo que tenían delante de los ojos. Algo que refleja también Tony Judt en Pasado imperfecto, sobre la deriva de esa generación de intelectuales en Francia después de la liberación (alguno, por cierto, que quería esconder así su colaboracionismo). Lanzman sufrió también, en su día, acusaciones de abusos sexuales, lo que hoy le hubiera llevado a la picota. Escribir una denuncia conmovedora no significa que seamos justos en todo. Escribir bien, podemos decir a la postre (como ser brillante en cualquier cosa), no es suficiente. No existen ángeles. Vamos escribiendo esta historia con las manos manchadas, por traer de nuevo al viejo maestro, el de los ojos estrábicos y el pitillo en la mano. 

miércoles, julio 04, 2018

Nevera

De nuevo fuimos este año, como si ya fuera una costumbre, hasta la nevera en la falda del monte, junto a Gainza, en las Malloas,  y ya de lejos, mientras subíamos la pendiente entre helechos y matorrales vimos la gran placa de nieve parduzca cubierta de tierra y barro, que se mostró luego como lo que era, un gran resto de nieve del invierno encajonado en una garganta, un lugar que tradicionalmente ha servido a los pueblos como nevera natural, con una boca de la que salía vapor de agua, de tal modo que en la tarde cálida y nublada, que nos había hecho sudar en la subida, se notaba el frescor que venía de la nieve, el humo de vapor que escapaba del gran témpano refrescándolo todo a varios metros de distancia. Al acercarse a aquella mole, encajada en el angosto corredor del monte, permanentemente sombrío, se veía que las paredes eran de varios metros y su consistencia, al golpear la nieve con el bastón,  compacta y durísima. Cuando caminamos sobre ella vimos que,  de  vez en cuando, se abría  algún agujero que dejaba ver, como una sonda natural, la profundidad de aquello. Desde arriba, la rimaya era de unos ocho o diez metros de altura. Allí dentro, detrás de la boca  que emitía humo como la entrada de un modesto infierno, podían caber las provisiones para años. Después de estar allí un rato, seguimos ascendiendo por un caminillo empinado que serpenteaba por el bosque, sobre grandes pendientes. Todo, después de meses de lluvia, tenía un color verde muy intenso,  como una explosión, como un cuadro en el que al pintor se le ha ido la mano, parecido al que se ve en las fotos de la jungla. En una terraza superior, donde hacía un año nos habíamos tumbando a mirar el paisaje, como en un balcón, sobre las altas hierbas que lo acolchaban, todo estaba igual y los mosquitos revoloteaban molestos alrededor. Recuerdo que al tumbarnos allí hace 12 meses y contemplar, con esa sensación de tener el mundo a los pies que da el estar alto y ver los pequeños pueblos con sus prados y caseríos, pensamos que sería bueno plantar tres tiendas, como en el pasaje evangélico y quedarse allí para siempre, lejos del mundo. Esta vez aún seguimos un poco más, hasta el siguiente barranco por el que apena bajaba un hilo de agua donde  A, como sospechaba,  encontró también restos de nieve, mucho más modestos, pero que no dejaban de ser un descubrimiento. Al bajar, el gran nevero seguía lanzando humo, deshaciéndose poco a poco, como si fuera el agua goteando en una clepsidra midiendo el tiempo que nos  resta.