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Jose Luis Garci |
miércoles, febrero 26, 2020
Parásitos
viernes, febrero 14, 2020
Fuerte
Subí a visitar el Fuerte de San Cristóbal -gracias a una amable invitación- pues uno puede llevar toda la vida viviendo en Pamplona y no haber entrado nunca en Los Caídos ni cruzado el umbral del famoso fuerte recortado siempre sobre el monte, los edificios enormes, cerrados siempre a cal y canto, rodeados de orines y misterio, herencias mastodónticas con las que no se sabe qué hacer, a expensas siempre de alguna idea que los devuelva a la vida, y en verdad que merecía la pena recorrer este enorme edificio militar que se asienta sobre la propia orografía del terreno, de muros a prueba de bomba, grandes espacios y suelo adoquinado, ver sus casamatas para la artillería, sus pabellones para la tropa, el gran polvorín, la iglesia, su patio de película bélica, su red de túneles, sus enormes aljibes para resistir seis meses de asedio, un gran dispendio defensivo que se inició tras la tercera guerra carlista, a petición de la ciudad, para defenderla desde las alturas, una construcción que duró cuarenta años, en los que de madrugada subían de la cuenca las cuadrillas de canteros, albañiles y peones para la obra, aunque todo aquel esfuerzo apenas sirvió para nada -como no es raro que suceda con nuestros más costosos empeños-, nunca el fuerte fue asediado por nadie, no hubo un enemigo a la vista, desde aquella guerra Pamplona, que siempre fue una ciudad amurallada, siguió siéndolo, pero tal vez solo para seguir encerrada en sí misma, los nuevos armamentos y la aviación hicieron al fuerte obsoleto, y ya en la república fue prisión para los anarquistas de Asturias y luego, en la guerra civil, oscura cárcel de presos políticos, de lo que casi 800 se fugaron, cazados muchos de ellos después en las propias faldas del monte, hasta que en los años cuarenta, al encontrarse en las alturas, sirvió de sanatorio de presos tuberculosos, una suerte de montaña mágica con frío y sabañones; hoy este monte y este fuerte, testigo de las luces y sombras del pasado, en cuyas galerías tirita el viento de la historia, merecen convertirse en el gran parque de Pamplona, con sus domingueros y sus ciclistas, donde los niños pregunten y alguien responda.
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