La fiesta en Byung-Chul Han

Antes del encierro. Pamplona.

En la segunda edición de su libro “La sociedad del cansancio”, publicada este
año 2020, Byung-Chul Han añade un capítulo titulado “El tiempo sublime”, donde
habla de la fiesta. Es como si a lo dicho en ese libro, en el que ha planteado
su tesis sobre el exceso de positividad de nuestra época, regida por el
imperativo del rendimiento, donde el exceso de trabajo y la auto explotación
hace innecesaria la coerción externa, hasta el punto, dice, que el explotador y
el explotado coinciden, víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse, Han
quisiera añadir algo más, algo que lograra expresar el carácter de este tiempo
en que vivimos: un tiempo plano, sin énfasis, un tiempo entre el aburrimiento y
la laboriosidad, sin sentido en realidad, un tiempo sin fiesta.
Así que el
asunto de la fiesta sería el punto de capitón, el corolario que vendría a
completar lo dicho por Han. Lo dicho se resumiría, pues, en la imposibilidad
actual de la fiesta, una auténtica ruptura con uno de los rasgos que nos hacía
humanos: la capacidad de cesar el tiempo ordinario, la facultad de celebrar, de entrar en un nuevo tiempo que lo trastoca todo, que interrumpe
drásticamente el transcurso de los días y el trabajo e introduce al sujeto en un
tiempo distinto, incluso en un no-tiempo, podemos decir, no en vano dice Han que
en la fiesta se ha eliminado casi el tiempo, que el tiempo en ella es
imperecedero.
Todo lo cual me ha llevado de inmediato a recordar la concepción
de la Fiesta como ámbito y lugar de lo sagrado que debemos a Roger Caillois. A
la imposibilidad que vino a explicarnos de entrar ya en un tiempo sagrado, pues
el mundo se ha vuelto profano.
Esta equiparación de la fiesta y lo sagrado la
explicita muy bien Caillois -un escritor que merece la pena, con muchos vínculos
además con Hispanoamérica- en su libro “El hombre y lo sagrado”, texto
espléndido y conciso, con deudas a otros autores.
“Es una gloria para Durkheim”,
escribe Caillois, “haber explicado fiesta frente a los días de trabajo por la
distinción entre lo sagrado y lo profano”. Para Caillois, así, la fiesta es el ámbito
de lo sagrado. Lo profanos es la inercia acomodaticia del día a día. Lo sagrado
es la fiesta, lo profano el día de labor. La fiesta consiste en transgresión y
exceso, desgaste y dispendio. Lo contario del cuidado habitual. La fiesta huye
de la normalidad, rompe el discurrir del tiempo y pone en riesgo la vida. La
atmósfera sacrificial es la de la fiesta, dice. Lo sagrado, explica, es aquello
a lo que uno no puede aproximarse sin morir. La dialéctica de la fiesta duplica y reproduce la del sacrificio.
Con todo ello se refiere sin
duda a la antigua fiesta hoy casi perdida; la fiesta ancestral que ha ido
decayendo hasta casi desaparecer y cuyos restos todavía podemos encontrar, más o
menos reconocibles, en algunas fiestas que subsisten, degradadas, cómo sería el
caso de los sanfermines, por lo que hace unos años dediqué un libro a este
residuo de la fiesta bajo el título:
Fin de fiesta. Crónica de una muerte del encierro, donde hablaba de cómo este rito del encierro en los sanfermines -lleno de
riesgo y gozo de salir vivo-, conserva los rasgos de la vieja fiesta, participa
de ella y puede que exprese mejor que ninguna otra cosa, como un resto de
cerámica que permite recomponer un vaso completo, lo que era la fiesta.
Por eso,
en las fiestas más auténticas que todavía subsisten a duras penas, en las
francachelas y carnavales, en las ceremonias y días grandes del ámbito rural, se
contienen rastros de la antigua fiesta visibles en su forma de dilapidar tiempo
y recursos, desterrar los horarios y obligaciones, poner todo patas arriba,
permitir el exceso en comida y bebida, entregarse a la embriaguez y la
desinhibición, incluso jugarse la propia vida, para volver luego a la vida
ordinaria.
Así, la fiesta auténtica que se vislumbra tras estos restos sería
siempre exceso y sacrificio, paroxismo que purifica y renueva la sociedad, hasta
el punto, dice Caillois, que en sociedades más primitivas, cuando las fiestas
han cesado bajo la influencia de la colonización, la sociedad perdido su lazo de
unión disgregándose.
Esta concepción original de la fiesta contiene la idea de que es el tiempo del
día a día, con sus obligaciones y labores, lo que extenúa, lo que hace
envejecer, lo que encamina inexorable hacia la muerte, lo que desgasta. Frente a
ello, la vieja fiesta tenía la labor terapéutica de agotar lo que hay, lo viejo,
y renovar de nuevo el mundo y el tiempo. Se trta de renacer. Simbólicamente cada año, como en la
naturaleza, había que renovar la vida, inaugurar un nuevo ciclo, volver a
empezar. Para eso estaba la fiesta, como una actividad no productiva ni al
servicio de nada, a veces destructiva e incontrolable, dionisiaca, pero cargada
de sentido.
¿Es posible una festividad hoy en día? se pregunta también Han.
Desde luego hay fiestas, dice, pero no son festividad en sentido propio. Son
meros eventos o espectáculos. No tienen nada que ver con el carácter de
celebración y la temporalidad especial de la fiesta. Ninguna relación con su
antiguo vínculo con la belleza y el arte. Cita a Nietzsche, para quien el arte
original era el arte de las fiestas. Con los griegos, explica, uno se preparaba
y vestía para la fiesta, y allí los hombres mortales querían parecerse a los
dioses. El arte original, señala, es manifestación de la fiesta, testimonio de
aquellos momentos dichosos de una cultura en los que se cancelaba el tiempo
habitual, monumentos de un tiempo sublime. Eran manifestación
de la vida intensa, sobrexcedente, rebosante. Las obras de arte sólo existían
dentro de los actos de culto. Pero en el mundo actual se ha perdido todo lo
divino y festivo, se lamenta Han, nos dice en este último capítulo añadido, como una apostilla.
A veces es la mañana festiva la que me viene mi
memoria, límpida, luminosa, donde soy un niño lleno de asombro y el día parece el primero del
mundo.