sábado, febrero 09, 2019

Mexico


Durante los últimos años, leo en la prensa, han desparecido más de 150 personas en el metro de México DF. El articulista lo compara con el triángulo de las Bermudas, donde un extraño fenómeno hacía desaparecer barcos enteros. Ciudad de México es un lugar inabarcable, donde los taxistas no saben encontrar las calles, pues hay barrios enteros que ayer no estaban y muchas calles repiten el nombre de Juárez o de  Madero, como si quisieran despistar. Hay lugares donde los taxis no se aventuran ni siquiera a la luz del día, que en DF es una luz lechosa, teñida de smog.  Deambular por México es seguir la deriva de Ulises Lima y sus compañeros en los “Detectives salvajes” de Bolaño, las peleas de los real-visceralistas, la búsqueda de Cesárea Tinajero, el rastro de caras y voces que van y vienen, las conversaciones inacabables en la trama infinita de esta ciudad en la que la vista se pierde si se la ve desde el aire, y el hombre es una hormiga sin importancia. Desaparecer en el metro es una metáfora de esta ciudad que, como otras, ha desparecido a base de hacerse tan grande. No es extraño que por los difusos bordes de la urbe la gente se esfume.  Lo del metro puede tratarse de secuestros, ha denunciado una mujer, aunque denunciar sirva de poco, o de muerte, o acaso los que creemos perdidos no hayan salido del metro y sigan por ahí, como en una película futurista, pues en el subsuelo es posible llevar una vida oscura pero digna, con música y comercio, al abrigo de la intemperie. Puede también que el tren se haya confundido entre el dédalo de vías y estaciones, y circule sin parar desde entonces, o mejor, que haya pasado a otra dimensión como en aquel cuento de Borges, no recuerdo el título, en que el convoy entraba en una banda de Moebius trazada por las vías -ese ocho tumbado, el infinito- de la que no es posible escapar, pues un tren no  acabaría nunca de dar  vueltas en ella;  un fenómeno que lleva directamente a otro mundo, como ocurre a veces con aquello que nos alcanza de pronto:  una música, un paisaje, unos ojos, allí donde uno entra y se pierde sin remedio.

miércoles, enero 16, 2019

Fukushima


Junto a Fukushima, donde seguía viviendo, ha muerto Takashi Sasaki, un hombre que se negó a evacuar su casa tras el desastre de aquel tsunami de 2011 que arrastró las barcos tierra adentro y devastó la ciudad y los pueblos costeros, dejando un paisaje de guerra nuclear. Sasaki vivía con su madre y su mujer en un pueblo que fue declarado zona devastada, pese a lo cual se negó a irse, alegando que, como lector de Unamuno, sabía distinguir entre biología y biografía, es decir, que frente a la pura conservación de la vida biológica, importa más la historia que construimos, los vínculos que creamos con las cosas y con los demás,  sin los que  no somos en realidad nada.  Somos un recorrido, una circunstancia, unas huellas reconocibles. No se puede imponer la biología, podemos decir, a costa de la vida.  "La biografía es a la biología", decía Unamuno, "lo que la geografía a la geología". Todo esto debió pensar Sasaki, o es lo que vio en el rostro de su madre anciana y de su mujer enferma, que no querían dejar su casa para ir a un refugio del que ya no podrían volver. Así que resistieron todas las presiones y toda la burocracia bienintencionada para hacerles marchar, y esto es lo que cuenta Sasaki en un diario que escribió titulado “Fukushima, vivir el desastre”, que relata los meses posteriores al tsunami, la vida precaria que se abrió paso tras aquella destrucción. Pese a la buena imagen que tenemos de Japón, Sasaki lo describe en su diario como un país donde lo colectivo se impone al individuo, donde un hombre no es nada frente a la masa, lo que nos hace pensar también en la inmensa y obediente China y en el impenetrable oriente. Sasaki fue un hispanista y un gran amante de Unamuno, al que había estudiado y traducido, pero su principal legado es su sencillo diario, o tal vez el gesto de no dejar su casa, pues a veces un gesto dice más que las palabras. Empeñados en alargar la biología aun a costa de la biografía, Sasaki nos muestra que es la textura y la intensidad de la vida lo importante y que basta con escribir un diario, un empeño oportuno a comienzo de año, para poder soportar incluso un tsunami.

domingo, enero 13, 2019

Tangram


Esta vez el camino de cada  año nuevo estaba muy soleado, y después de pasar Eunate, cuando una corta subida nos dejó en las Nequeas, los campos resplandecían como si alguien hubiera subido la intensidad del color en una pantalla, y en el horizonte lejano se veía el Moncayo con apenas una pelusa de nieve, reverberando en la mañana soleada y luego la silueta de las sierras chatas que siguen hacia la Rioja y, como siempre,  la vista de estos campos era como la de trozos de tela recortados en verde, marrón y amarillo: un patch work de  tonos distintos que esta vez se me antojaron piezas de un enorme tangram, ese juego chino en el que hay que formar figuras con siete piezas: cinco triángulos, un cuadrado y un rombo, con las que  pueden hacerse muchas figuras: pajaritas,  elefantes, conejos, monjes, casas, pagodas, patos, jarrones, o también simples formas geométricas, figuras puramente abstractas, combinaciones que se van sumando: parece que se han hecho ya más de 900 figuras con este juego que la leyenda atribuye a un sirviente de un emperador chino que rompió un valioso mosaico y al no poder  rehacerlo se dio cuenta de que con las piezas rotas podía componer un sinfín de figuras nuevas; un pequeño puzle que tiene, a su vez,  algo de ilimitado; un rompecabezas  capaz de abrir la mente de un niño a las formas, la percepción y el espacio y espolear su  creatividad en la misma medida que la puede quitar una pantalla que se lo da todo hecho, así que mientras contemplaba el tangram de los campos verdes, pardos y amarillos; los triángulos, cuadrados y rombos esparcidos en el paisaje,  pensé  que era sin duda con las piezas gastadas del año que acaba, con los platos rotos y los restos de la batalla,  con aquello que tenemos a nuestro alcance, a base de paciencia e imaginación, con lo que hay que componer el  rompecabezas de los días,  ir  armando el nuevo año, casar las piezas una y otra vez, construir una y otra cosa,  y guardarlas luego como en el tangram en un cuadrado en su caja, donde descansan. 

lunes, diciembre 31, 2018

Homero y fin de año

El escritor Alberto Manguel
Paso por una librería atestada estos días. Casi todo cambia, pero no esto: el mismo deambular de gente abrumada por tanto título, sin saber que elegir. Hay que leer es un mandato, y la cultura una especie de obligación y no leer nos hace culpables. Eso se ve en la cara contrita de los que van a la caza de algo y no saben qué. Ese prestigio va en contra de los libros, pues leer, como todo lo que es verdad,  se juega en el puro deseo.  Elegir un libro es muy difícil. Ningún otro producto requiere tanto.  De Homero a hoy hay de todo. Y lo peor es que quizás Homero esté más vigente que algo recién escrito. Entre todos esos libros se esconde una perla que hay que encontrar, que nos espera.  Recuerdo que en tiempos, en la caseta que poníamos en la Feria del libro, las caseta de aquel Bibliófilo,  ponía un libro en un lugar determinado del mostrador y lo  vendía antes de un cuarto de hora. Así, pero a lo bestia, es este negocio. Se trata de mostrase en los mejores lugares. Ahora veo de refilón mis libros en un estante. En cierto modo he completado un ciclo. He logrado entrar en la mesa, en  la enorme ruleta de títulos que gira y se renueva sin parar.  En un rincón de la tienda hay unos pocos libros de Portugal, esquinados, como el país. Un país de moda. Pessoa, Saramago, Torga. No como España, que es un país casi  impronunciable. Todo lo que ha pasado este año está ya escrito en los libros: las intrigas, las traiciones, la vanidad, la codicia, el poder, la soledad del hombre ante el destino, la censura al otro sin mirarse a uno mismo. Es imposible escribir algo nuevo. Escribir un libro no trae cuenta: demasiado esfuerzo, escasa repercusión, pronto olvido.  Hace falta ser obstinado y algo vanidoso.  Alberto Manguel, el gran crítico argentino,  escribió un libro sobre Homero y su pervivencia, que abre con una cita de Queneau que dice que toda gran obra literaria es o la Iliada o la Odisea y explica que Homero comienza mucho antes que Homero, porque la Iliada y la Odisea se fueron formando gradualmente, más como mitos populares que como creaciones literarias, y esos antiguos poemas fueron, tras muchos avatares, las que acabaron siendo recitadas por un rapsoda ciego al que llamamos Homero. Manguel también dice que todo autor encontrará en algún momento un buen lector o un editor generoso, y eso  es una esperanza tras la que ir cada año.  

lunes, diciembre 17, 2018

En Biriatou

I

Iglesia de Biriatou
En Francia se conmemora por todo lo alto este 2018 el fin de la primera guerra mundial, la gran guerra, como la llaman, que tiene en cada pueblo un monumento conmemorativo con una antorcha, una dama llorosa, un monolito con una lista de nombres de los caídos en aquella carnicería que enfangó Europa y cambió sus fronteras. (Lo que nos recuerda de paso lo peligroso de cambiar las fronteras). El nacionalismo que llevó a aquello vuelve a Europa, ha advertido Macron que, tras la marcha de Merkel, se queda solo con el empeño de una Europa que disuelva fronteras y sea por fin algo más que un avispero de países, un lugar mejor.  Al menos hoy los enemigos de entonces ya no lo son y los soldados de ambos bandos son historia, recuerdo amargo de la crueldad de las guerras. Esa del 14, como la siguiente, fue una guerra que a nosotros no nos tocó pero que tenemos al alcance de la mano, basta en estos días frescos del otoño acercarse a Biriatou, donde el Bidasoa se apresta a confundirse en el mar, al otro lado de las montaña de Bera, para ver en su iglesia la lápida con los nombres de los once hijos del pueblo muertos en la gran guerra. Morts por la patrie, pone, y al píe reza: Orhoit gutaz, osea: acordaos de nosotros, que es el grito que nos lanzan siempre los soldado muertos de cualquier bando, incluso los que perdieron todo aunque su causa venciera, que es lo más trágico, como una doble muerte. Hasta la iglesia de Biriatou paseaba muchos días Unamuno, exiliado en Hendaya, donde pasó cinco años despotricando contra la dictadura de Primo, contemplando melancólico la cercana Fuenterrabía, y escribió un famoso poema sobre esa placa de la Iglesia de Biriatou: Pasásteis como pasan por el roble/ las hojas que arrebatan en primavera/ pedrisco intempestivo.   A Unamuno le imponía ese Orhoit Gutaz, ese acordarse de aquellos que han pasado al archivo de mármol funeral de una iglesuca, los nombres de aquellos muchachos que llevaban vestida el alma de infantil eusquera, que habían muerto tan pronto sin saber por qué. Fuisteis como corderos, en los ojos/ guardando la sonrisa dolorida, se duele Unamuno. En todas las plazas de Francia, como en esta, hay una placa con una lista de nombres que allí el tiempo no ha logrado borrar.


 II

El escritor Jorge Semprún
He vuelto a Biriatou, donde los chalecos amarillos han  colapsado estos día la frontera con su protesta, formando largas filas de camiones,  pero debía tratarse de una tregua porque no había rastro de  piquetes y  en este día luminoso el pueblo parecía más que nunca, aletargado bajo un sol de diciembre, una estampa de otros tiempos con sus caseríos rojos y blancos, su frontón y su iglesia y al ir ascendiendo he visto toda la costa desde Hendaya hasta las Landas, las islas de Bidasoa y la frontera de Irún que ha durado siglos y ha hecho correr tanta sangre y, casi al alcance de la mano, el empinado Larun tras el que se esconde  Bera.  Desde Biriatou Jorge Semprún miraba hacia el otro lado, hacia esa España que parecía salida del nodo, antes de cruzar la frontera como Federico Sánchez y jugarse el tipo como enviado el PCE en el interior; paraba un momento, y desde esta atalaya tomaba aliento sin saber si iba a volver. Aquí, en Biriatu, quiso ser enterrado, entre sus dos patrias y así lo recuerda una estela que le hizo el pintor Eduardo Arroyo. Hoy se trata de los chalecos amarillos que han levantado Francia, un país que cada poco inicia una revolución que se vende muy bien, pero que suele acabar a  las 11 de la noche, que es la hora que cierra el país, hasta el día siguiente, salvo que llegue De Gaulle; una revolución posmoderna que no es de la clase obrera, ni la dirige ningún partido, sino que se propaga en las redes y se nutre de la cólera de transportistas, jubilados, granjeros, subempleados y gentes del mundo rural que están hartos de los impuestos y de quedar siempre al margen de todo y que la han contagiado al resto del país. En esta revolución no se pide lo imposible, ni hay un cielo que descubrir bajo los adoquines, la impulsa el puro deseo de llegar a fin de mes; nadie la dirige ni la entiende, ni siquiera Macron, que anda ocupado con salvar el planeta. Pronto esta revuelta pasará la frontera, a no ser que ya esté entre nosotros y sea el voto que no gusta a los partidos de siempre, la resistencia a pensar lo que se debe, la enojosa abstención y la sorda protesta que espera salir por algún lado, como el vapor contenido. 

viernes, noviembre 23, 2018

Un Freud cervantino



Voy a la charla de Villacañas sobre Freud en el ciclo de Filosofía. Me siento delante, como siempre.  En primera fila. La causa freudiana, en realidad, nunca me ha sido ajena.
 La intervención de Villacañas, en contra de lo que suele ser habitual,  no toma distancia ni se excusa; no comienza poniendo todo tipo de cautelas sobre Freud, aclarando que es de otra época y que ya no está vigente, como se pretende ahora. Al revés, le otorga un valor muy grande para la filosofía, a pesar de no ser precisamente un filósofo, sino más bien -así se presenta él siempre-  un científico,  alguien que desconfía de la importancia que la filosofía da al pensamiento, de esa tendencia neurótica a controlar el mundo con el pensamiento. 
El espacio que abre Freud, viene a decir Villacañas,  es muy fértil.  El programa de Freud, a su juicio, sería trabajar y amar. El suyo es, ante todo, un discurso racional, que opera mediante la lógica.
Siempre se ha puesto a  Freud en la estela que viene  Nietzsche y Shopenhauer, pero Villacañas lo ve más en relación con Husserl, en cuanto Freud hace una fenomenología, una descripción de hechos: los sueños, los lapsus, el humor, de los que extrae consecuencias, sin mediaciones conceptuales.  También con Darwin, en cuanto el mismo Freud habla de las tres revoluciones copernicanas que, según Villacañas, suponen un doble movimiento: de humillación y enseguida también de autoafirmación. Está la propia revolución de Copérnico:  la tierra ya no es el centro del universo, sino una piedra perdida en un espacio casi infinito; no el  espacio privilegiado donde se desarrolla la salvación, sino un planeta más. Está, después,  la revolución propia de Darwin:  el hombre no es una creación divina, sino  la consecuencia de un proceso evolutivo a partir de un animal. En la última revolución, la de Freud, el hombre, que tras las dos humillaciones anteriores al menos tenía su individualidad y su razón, se convierte en alguien que no es dueño de su propia casa, que responde a una lógica que no conoce y le domina. No es transparente a sí mismo, no puede conocerse de forma inmediata. Se trata del  inconsciente, pues.
 El hombre que Villacañas ve en la obra de Freud es el hombre en riesgo, sujeto a pulsiones contradictorias, también  a las más letales; el hombre que  puede malograse, que puede regresar a estadios anteriores: todo es frágil, todo puede derrumbarse. Las conquistas que creemos establecidas: la dignidad humana, el concepto de igualdad, de justicia, en dos generaciones pueden perderse para siempre.
 El ser humano, lee Vilacañas en Freud,  es un ser improbable, el más débil, el que se puso en pie en la sabana a merced de los depredadores y se salvó solo por los recursos culturales, por el lenguaje. Es lo que expresa el mito de Prometeo (el mito recoge una verdad muy antigua, es la prueba de que nada se olvida), que en el reparto de dones por los dioses el hombre llegó tarde y ya solo pudieron darle el lenguaje, bien poca cosa. El hombre,  simplifica  a mi juicio Villacañas, es un ser  sometido a la angustia del nacimiento, al trauma de ahogarse hasta que  rompe a respirar por su cuenta, y que no quiere volver a ella. Por eso todo lo que le ponga a resgurado de esa angustia lo adoptará. Se protegerá en la repetición. Se defenderá con el escudo del símbolo. La característica fundamental del ser humano sería la prematuración, por eso necesita de un útero artificial, social, muy potente. Por eso es tan frágil. La apuesta para Villacañas sería por la palabra frente a la mera pulsión, por la construcción de un superyó operativo, viene a  decir.
Si Freud es científico, si se reclama de la ciencia, le pregunto, cómo es que hoy está en el ostracismo y sea, como él ha dicho, un perro olvidado en la propia universidad. Qué paradoja que, tras la hipótesis fecunda de inconsciente, el sujeto actual de la ciencia viva de espaldas a él, ciego, que la ciencia funcione con un sujeto racional transparente a sí mismo y que no sabe nada de no ser dueño de su pensamiento.
Es así, dice él, y cree además que en la medida que no se reconozca el inconsciente, no cabe esperar nada bueno, se va a la omnipotencia y la falta de límites, al desconocimiento de la palabra. Sólo la modestia de sabernos goberanados por el incosciente  nos podría salvar de la pulsión de muerte.
Habría a su juicio que abogar por un camino cervantino, en cuanto don Quijote, que Freud leyó de joven -incluso creó una academia española con un amigo- es un buen ejemplo: un hombre con un potente superyo, que persigue por tanto grandes ideales, pero capaz de soportar siempre la adversidad y a quien los golpes de la vida no le hacen caer en el cinismo de la desesperanza.




jueves, noviembre 22, 2018

Autorretratos

Elena Goñi. Perfil de tarde.

La pintora Elena Goñi expone en Espacio Marzana de Bilbao sus "Autoretratos". Aquí hay uno, que titula Perfil de tarde. El juego consiste en que, en realidad, esto es lo que la pintora ve cuando se mira a sí  misma (las suaves colinas, los promontorios del cuerpo, la cúspide de un pezón), pues nunca podemos vernos la cara, salvo en el artificio del espejo.