sábado, junio 09, 2018

En la Plaza


Era junio, pero hacía frío cuando entré en la caseta en plena plaza, con el boli en el bolsillo, a tratar de vender alguno de mis libros y, pese a mi timidez, de vez en cuando me dirigía a los escasos transeúntes que miraban las portadas con cara de desconcierto, para decirles que yo era el autor de ese libro con humor, en  el que un viejo profesor viajaba a un país inventado, tras lo cual me miraban un  momento, a veces balbucían algo y luego se iban por donde habían venido, mientras yo trataba de decirles  que ese país inventado puede que fuese nuestro mismo país, y así el tiempo pasaba, de pronto llovía y luego paraba, el sol apuntaba para ocultarse de nuevo, la gente no terminaba de aparecer, todos alargando la siesta, apenas un  goteo, y la cosa estaba muy parada, se decía en voz baja, corría la consigna por las casetas que iba recorriendo un hombre con un palo largo con el que pinchaba en los toldos para desaguarlos, de tal forma que el agua caía de pronto a borbotones, lo que no parecía afectar  el escritor que estaba conmigo, que tenía más labia, y explicaba con soltura a una pareja de chicas la trama de su libro, que en realidad eran cinco novelas reunidas que les fue resumiendo (yo mismo me hice un poco de lío escuchándole), tras lo cual las chicas dijeron que se iban a dar una vuelta, y que si es caso ya volverían. Es difícil vender un libro si está porque no. Es duro que un producto requiera casi quince minutos de exposición por su creador para nada, me dije. La pierna izquierda la tenía ya un poco entumecida y algo me decía que allí no había nada que hacer.  Al rato, el escritor de las novelas reunidas se fue, y vino otro, que había escrito uno de prosa poética con una fotógrafa, que también entró en la caseta, con lo que a ratos éramos más los que estábamos dentro que fuera, lo que producía una sensación extraña, como si apenas quedara gente que no quisiera ser escritor, como si el lector fuera ya una rara avis, y fuéramos los autores los que tuviéramos que pedirle una firma, porque la gente que pasaba, se notaba de lejos, en cuanto veías su cara de póker ante los libros o su falta de reacción  a las explicaciones, no eran exactamente lectores, no iban buscando nada en especial,  una nueva obra de alguien a quien siguieran, no tenían necesidad de leer, sino que se acercaban a los libros como quien se acerca al campo para que le dé el aire. Hay días, sin embargo, recordé, en que la gente de pronto le da por comprar, que basta que le sugieras de qué va la cosa, a grandes rasgos, para que lo compren enseguida, como esos momentos en que a las truchas les da por picar. Nada de esto ocurría esa tarde desapacible en  la ciudad. Al cabo de las dos primeras horas se veía que aquello no iba a cambiar. Incluso un hombre menudo  y simpático a quien conté la novela y parecía muy interesado, alegó, como parecía ya usual, que iba a dar una vuelta por el resto de casetas y que ya volvería, promesa que no cumplió. Ahora, conforme la tarde avanzaba, comprobé que mis vecinos tenían más visitas. Estaban en su ciudad y venían conocidos que les besaban a duras penas sobre el mostrador de libros, y se ponían a hablar entre ellos sin que yo me atreviera a decirles que así estaban ahuyentando mis ventas, cotorreando, aunque en realidad no había mucho que ahuyentar. De pronto, vi un hombre de gafas redondas que compraba el libro de prosa poética con fotografías impreso en papel satinado, un libro del que su autor, que no era de la ciudad pero vivía allí desde hace 16 años (eso me lo sabía yo bien porque se lo había escuchado ya varias veces), había escrito como homenaje al campo de Castilla, como lo habían hecho otros flamantes escritores que también vinieron de otra parte, dijo, nada menos que Unamuno o Machado,  aquel hombre, pues, que parecía sin duda un comprador desenvuelto,  vino luego hacia mí y se puso a hablarme mientras cogía con decisión mi libro sin duda para llevárselo, ante lo cual, presa de excitación, sin saber muy bien qué decir, le invité a que  leyera la contraportada, pero nada más hacerlo vi que torcía la cara y oí como me decía resolutivamente, mientras volvía a dejar el libro en el montón, que el humor más o menos fantástico era un género que no iba con él. No así la lírica castellana, pensé con rabia, atacado de esos celos que sufre un escritor mirando de reojo a otro escritor. ¿Qué hacía yo allí?, me dije, desesperado. ¿Qué hacía allí perdiendo la tarde y la autoestima?  Pero cuando ya lo daba todo por perdido, vi alguien que paró en seco frente a mi libro, lo tomó sin preámbulos, leyó unas páginas y luego se volvió hacia una chica que le acompañaba para enseñarle una frase. Enseguida le oí decir que se lo llevaba.  El corazón me dio un vuelco. Tuve la sensación de alguien que en un pequeño gesto encuentra una enorme justificación. Con mi agradecimiento y afecto, puse en la dedicatoria.  Ojalá esta novela pueda arrancar una sonrisa, añadí. Antes de irse leyeron la dedicatoria y en efecto sonrieron. Es bonito ver alguien que se quiere y quiere los libros. Levanté la vista y descubrí alguien más que venía hacia mí, y otros más detrás. Enseguida, volvió a llover, pero ya no me importaba.

1 comentario:

ayacam dijo...

Un artículo excelente, Pedro, una delicia, aunque su tono sea agridulce.