domingo, julio 21, 2019

Brönte

El viernes pasado crucé el puente de Santiago en una tarde inusualmente cálida, y conversé con mi editor, Luis Garbayo, en la presentación en Irún de mi “Diario de Hendaya”, en la coqueta librería "Brönte", junto a un puñado de iruneses y visitantes. Las cosas fluyeron bien esa tarde, y fue emocionante recordar a Unamuno allí, en Irún, donde llegó también un día a pie, cruzando el puente de Santiago, después de despedirse con un abrazo del alcalde de Hendaya con el grito de ¡viva la libertad! Antes de ese día Unamuno había pasado en Hendaya casi cinco años, negándose a volver hasta que la dictadura cayera, mirando al otro lado del Bidasoa, escuchando las campanas de Fuenterrabia con el “tenso anhelo de España”. Poco a poco pasamos de la estancia de Unamuno a hablar del porqué de un Diario, que es algo que tiene que ver con esa idea unamuniana de que “contar la vida es vivirla”, de que somos una historia y un argumento, hasta una novela, y que no es sino con las palabras con  lo que contamos para entendernos a nosotros y a los demás. Después, en la firma, escuché varias historias, porque comprar un libro responde a muchas razones,  y recuerdo sobre todo la de un joven que me pidió que le firmara el libro para su abuelo, quien había salido de un Irún en llamas en plena guerra, en 1936, y que vio su propia casa arder. Aquel abuelo se refugió entonces en Hendaya en el hotel Broca, en la misma habitación en que estuvo Unamuno; encontró allí un refugio ante la locura de la guerra, algo que a Unamuno, seguro,  le hubiera parecido una bella metáfora.

domingo, julio 14, 2019

Origami II (Te lo comía todo, menos las zapatillas)

Reptiles de Escher. Origami de Ramón.
La literatura de Ramón tiene algo de surrealista, de absurdo, de dejar a la imaginación que vuele pero, a la vez, sin renunciar a someterla a  mecanismos de relojería y reglas estrictas. Escribir así es como jugar, pero sabiendo que jugar es una cosa muy seria, una actividad terriblemente reglamentada, donde no admitiríamos que nadie se saltase las normas. Es impensable que nos quieran comer una ficha inventándose un movimiento distinto al previsto para el caballo, por ejemplo, o un valor diferente para una carta. Sería más fácil transigir con el Código Penal. En esta forma tan libre de escribir nada es casual, todo tiene un porqué, aunque sea un porqué alejado de la plana causalidad habitual. Es una fantasía, digamos, un tanto kafkiana, donde la realidad reconocible está siempre presente, aunque ligeramente distorsionada, abierta a la sorpresa. Se trata de una literatura pura, podíamos decir, fuera de cualquier propósito, sin causa ni finalidad social alguna -al menos deliberada, porque todo es leído de forma distinta al propósito del autor- una tradición que viene de lejos, una corriente que se aleja del realismo que a veces es experimental y a veces broma. Hoy un buen ejemplo de esta corriente sería Cesar Aira, el prolífico autor argentino. Ramón, a quien yo se lo recomendé hace tiempo, me dijo que no logró entrar. Aira escribe tanto, que hay para todo.
El caso es que Aira me llevó a hablarle de Raymond Roussel, ese extraño escritor francés, contemporáneo de Proust, tal vez amigo, de quien al final de su vida se publicó el libro “Cómo escribí mi obra” en el que da cuenta de su “método” de escritura,  basado en homofonías, (búsqueda de palabras que suenen igual con significados distintos, que deben vincularse en la obra), metonimias (donde vamos derivando la trama guidos por contigüidad de significados), o en extrañas concordancias, en azares, que van marcando la ruta. A estas normas autoimpuestas, por supuesto, hay que atenerse sin excusas. Abrir el diccionario al azar y encontrar palabras que hay que unir en una historia sigue siendo un método infalible. Pero el método de Roussel, más sofisticado, tiene algo muy sugerente: sabe que nosotros mismos no podemos llegar muy lejos; que nuestra imaginación está condicionada por nuestras experiencias y la realidad más cercana, que nuestras circunstancias constriñen la invención,  y que es preciso desprenderse sin falta de todo eso para poder acceder a asociaciones nuevas, a espacios inexplorados, a lugares a los que por nosotros mismos nunca hubiéramos llegado. Eso me hace recordar también al italiano Gianni Rodari, escritor para niños de todas las edades, que en su “Gramática de la fantasía”, proponía también varios métodos para incentivar la imaginación, para armar historias y hacerlas ir por donde uno no tenía previsto. Esto es algo, por cierto, que se consigue también por un mecanismo tan antiguo como la rima, que nos limita y obliga a encontrar palabras que terminen igual, lo que abre el poema de inmediato a nuevos significados. De hecho, Roussel reservaba su método para aquellas obras donde no exista rima, según advierte.  En el fondo, nada mejor para escribir que imponernos limitaciones.
Algo de eso, me dije, algún esqueleto oculto tenía el cuento que me regaló Ramón, y que leí de vuelta a casa en el tren, entre las histriónicas conversaciones de móvil de los pasajeros Era un cuento titulado: Te lo comía todo menos las zapatillas, y relata la temible experiencia de una mujer que tiene una cita con un cocodrilo. Una mujer, dice el cuento, de apariencia inofensiva, caprichosa como una pizza y cruel como un designio.  El cuento pertenece a una obra colectiva titulada “Imposible no comerse en el volcán de los amores canallas”, de editorial Lastura.  

martes, julio 09, 2019

Origami

Origami de rinoceronte plegado.
Volví a ver en Madrid a mi amigo Ramón, después de un tiempo demasiado largo, y enseguida nos pusimos al día  de lo que habíamos escrito y él me habló de sus dos pasiones: los cuentos y el origami, la papiroflexia, el plegado de papel, que no son para él cosas contradictorias, pues Ramón es en realidad  un escritor que pliega o un plegador que escribe, ambas actividades obedecen a un  solo impulso, son caminos divergentes pero que en el  caso de Ramón hace tiempo que se encontraron, pues él hace unas figuras con vocación narrativa, pliega historias, consigue metáforasen en cuatro dimensiones, sus imágenes llevan dentro un cuento, y cuando escribe con letras también sus cuentos tiene algo de la técnica del Origami, va creando una figura quen al principio no sospechamos,  con  limpieza técnica y ejecución solvente.  Como en una figura de papel, en un cuento en Ramón las partes, los materiales, se han trabajado con precisión y economía y de pronto ha logrado, a partir de una hoja en blanco,  poner sobre la mesa un rinoceronte. Uno de sus cuentos, o de sus figuras, que he visto en este viaje, es un mono con la mano en el pecho, en homenaje a El Greco, con camisa floreada, además de una casa submarina. En su blog "Enlasciudades" podéis comprobar lo que todo esto da de sí: cocodrilos, máscaras, flores, animales distintos, hasta unicornios.  Ramón ha colaborado también con otros artistas para hacer dibujorigami o fotorigami, grabadorigami o acuarelorigami. Una de sus últimas exposiciones se titula “Habla el origami”, lo que viene a ser un buen resumen de lo que digo y allí vemos una foto de Ramón con un birrete plegado en papel negro sobre la cabeza y un diploma también de papel, con un enchufe, una foto que lleva por título “el milagro de la masterización”, que dispara sin duda hacia la mentira académica. “No es momento para reflexionar aquí sobre el papel del del arte”, dice Paco Lopez-Braxas en el catálogo, “sino para disfrutar del arte del papel”.
En la comida con Ramón hablamos de esto y aquello; de autores y estilos literarios, de su manera de escribir, de lo que le inspira, de cómo le surgen las historias,  de cómo se encuentra un tema y cómo se arranca (no se puede acometer un relato  en cualquier parte, siempre hay un mínimo ritual) que es algo que a los escritores nos interesa mucho, y me confió algún secreto que sigue así, secreto. Yo le dije que su forma de escribir, su mundo y sus temas, me recordaban al gran -en varios sentidos, pues era un bondadoso grandullón- Javier Tomeo, a quien los dos conocimos.  A Ramón le hubiera gustado ir a su entierro, lamenta, pero nadie le avisó. También recordé su interés por Quenau, o por el Vonnegut, de “Matadero 5”, esa novela sobre el bombardeo de Dresde. Desde luego por los poemas-objeto de Joan Brossa. Él me habló de literatura japonesa, quizás porque el Origami es un arte de ese país, donde Ramón ha plegado con grandes maestros, y me encomió al escritor  Yasutaka Tsutsui, de quien me dijo que me iba a sorprender, aunque todavía no lo he probado. 
(Continuará)

lunes, julio 08, 2019

Tres sombreros de copa

Hacía  un calor terrible en Madrid y, mientras paseaba haciendo tiempo para el teatro, vi como en la terraza del café Gijón  regaban a los clientes con vapor de agua, como si los fumigaran, mientras un pianista tocaba  a Chopin, y un poco más allá, exhausto, entré en el Museo del Romanticismo, que apareció de pronto como un salvavidas, con sus salones sombríos donde Bécquer agoniza en un  retrato y Prim sigue montado en su caballo, y me senté en el coqueto jardín con su gran magnolio, sus hortensias, su palmera china, y en aquel oasis pedí un café  con hielo y ojeé  la prensa desde la que disparaban a Rivera desde todos los frentes acusándole de una cosa y de la  contraria, de ser un peligroso derechista y un antipatriota, como si fuera un mono de feria,  el malo de la película, y recordé otro pequeño cuadro del museo en que se ve a un hombre en la picota, con saya blanca y un gran capirote juzgado por la Inquisición, que eso sí que es algo muy del país y que seguimos practicando,   y al rato, una  vez repuesto, fui a ver el nuevo montaje de Tres sombreros de copa, la obra que Mihura escribió  muy joven, en los años 30, pero que no se estrenó hasta mucho después, en los 50, y que tiene la frescura de un texto en estado de gracia, escrito con una imaginación desbocada y  toques de absurdo, algo con lo que se adelantó a su tiempo, no en vano Ionesco la vio en Paris y se entusiasmó; una obra  que refleja muy bien la oposición entre el día y  la noche: entre el tiempo de lo obligatorio, lo laborioso, lo formal, y el de  la libertad que nace cuando todo eso duerme; los dos mundos por los que transitamos en  la vida: aquel en que  seguimos nuestros deseos, donde no calculamos y nos dejamos llevar, frente al de la fría razón que modera las pasiones, nos hace productivos y obedientes, y con la que tratamos de entender y ordenar el mundo; el tiempo de la fiesta y el de trabajo, el invierno y el verano, lo práctico y lo romántico, lo de fuera y el jardín escondido donde refugiarse. En algún momento tuvimos la felicidad al alcance de la mano, viene a decir Mihura en Tres sombreros de copa, y no nos atrevimos a tomarla.

lunes, julio 01, 2019

Revolución en el jardín (II)


Basta echar un vistazo a su obra para ver que Ibargüengoitia no es un peligroso izquierdista que pueda preocupar a la CIA. En realidad, sí que es un escritor muy peligroso, pero   frente a la estupidez y la solemnidad  y nada mejor para demostrarlo que ese breve libro, al que he vuelto por suerte, titulado “Revolución en el jardín”, en el que  cuenta su viaje en 1.964 a una Cuba en la que acababa de triunfar la revolución, para recoger un premio literario concedido por  Casa de las Américas. Se trata de un texto de apenas 30 páginas, escrito en un momento en que la mayoría -por no decir todos- los escritores e intelectuales de América -y de Europa- están embelesados con Cuba: la isla es gran esperanza del socialismo, el modelo a seguir. Desde la Universidad, el barrio latino y la inteligentsia de medio mundo se le admira. Nadie en su sano juicio, salvo que se trate de un peligroso reaccionario, se atrevería  a deslizar una crítica a los barbudos que están desafiando al imperio.
Pero nuestro hombre está allí dispuesto a contar lo que ve. 
El texto  comienza con Ibargüengoitia dando cuenta de su último día en La Habana; una jornada que pasó en la cama  "bebiendo Bacardí y leyendo a Valle Inclán" (una declaración de principios) y perdiéndose, según dice, “el único acto importante que ocurrió en la ciudad durante su estancia: el desfile de Carnaval”. Su viaje había comenzado 15 días antes, cuando tras varios incidentes burocráticos en el  aeropuerto, donde nadie acudió a recibirle, llega al hotel Habana Libre. Cerca de la recepción, cuenta, “había muchos intelectuales discutiendo el porvenir de la humanidad, tratando de decidir a qué cabaret iban o esperando a una señora que había ido al baño”. Un botones viejo, apunta, llevaba, “una chaqueta llena de alamares luidos”,  algo que el diccionario no logra traducir.
Por la mañana, la mesera le pregunta que quiere desayunar. “Huevos jamón y café con leche”, contesta sin vacilar Ibargüengoitia, que el día anterior no había comido casi nada. Algo inútil, señala, “pues no había huevos, ni café, ni jamón y leche solo para lactantes”. Por sus paseos por La Habana ya comprobará que no hay nada, y que los comercios están siempre vacíos, hasta el punto “que cuesta distinguir entre los abarrotes, las cervecerías y los cafés”.  Pero si hay algo que no está racionado, señala, son las imágenes de santos. “En La Habana puede uno comprar Sagrados corazones de todos los tamaños”.
Pronto conoce  a los tres jurados que  han premiado su libro, entre los que se encuentra el italiano Italo Calvino, junto a varios escritores más  que ya habían convivido un par de semanas entre ello. “Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien”, apunta lúcidamente.  Cuando en  la Casa de las Américas se enteran de la habitación que ocupa,  en  uan de las primeras plantas del hotel, se quedan horrorizados y le cambian de inmediato  a una en  el piso 22: una habitación “a la altura de su talento” (de invitado del gobierno). “Nunca he visto un sistema de castas tan perfectamente organizado como el Habana Libre”, escribe, detallando la ubicación de los distintos colectivos y personajes invitados en el hotel, distribuidos según su importancia.
Ibargüengoitia es un gran retratista. Al hablar del chofer que va a llevarle, a cuenta del gobierno, a recorrer la Isla  junto a un grupo de intelectuales,  lo presenta como alguien “flaco, pelirrojo, narigón, con ojos claros y la piel más arrugada que he visto: cuando se reía parecía que iban a caérsele las orejas”. En cuanto al coche, se trata de un modelo que “era tan largo que nunca llegué  la punta para averiguar la marca”.
La visita a una fábrica de refrigeradores, que se muestra como un hito de los progresos de la revolución,  es desternillante. No sabría bien qué destacar, como no sea la conclusión a la que llega un compañero de viaje que le señala en privado: “no está mal la fábrica. Lo malo es que los que compran refrigeradores ya no están en Cuba sino en Florida comprando refrigeradores americanos.”
Un día, después de la visita a Playa Girón, Ibargüengoitia comete la torpeza de decir que sería interesante escribir un libro sobre la  reforma agraria, comparando la de Cuba y Méjico. Al día siguiente, “cuando estaba comiendo cangrejos de moro me dieron la noticia: acaba pronto porque a las tres tiene cita con el viceministro de salud pública. La comida, dice, "se echó a perder".  Recibido por el viceministro, éste le invita a preguntarle lo que quiera. Ibargüengoitia no recuerda  la pregunta, pero sí la respuesta del vice: "¿nomas eso quiere saber?"  "Luego habló durante dos horas, me mostró diapositivas me explicó con claridad lo que no me interesaba y se despidió".
¿Cómo alguien puede pensar que la CIA tuviera interés en matar a este tipo y no en difundir sus escritos?, se pregunta uno al terminar de leer esta joya, más brillante todavía en el desierto. Lástima que aquel avión terminara chocando contra el suelo. Y es que la estupidez, contra lo que mucha gente incauta piensa todavía, está muy repartida. 

jueves, junio 27, 2019

Revolución en el jardín

El escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia
Quedo con P y charlamos de todo un poco: de política, de sus clases, de la universidad, de amigos comunes. En un momento dado me dice que quiere escribir un Diario, que es el género que hay que cultivar a cierta edad, y donde cabe todo, pienso.  Luego me cuenta de un autor a quien ha tratado al que  han concedido el premio Amado Alonso, Marco Perilli, por un trabajo sobre Dante. Recuerdo haber visto el anuncio de una charla suya en la en la Biblioteca, pero estaba agotado y me dio pereza ir. Ahora me fastidia. Cuenta una cosa curiosa, y es que cuando Dante habla en el célebre comienzo de la Comedia, aquello “In mezzo del cammin di nostra vita”, parece que no se refiere tan solo a la mitad de su vida personal, sino a su idea de que la humanidad se halla a mitad de su recorrido, por precisos cálculos de algún tipo. (Me pregunto desde cuando procede hacer la cuenta: si es desde el nacimiento de Cristo, todavía quedan más de 700 años para el fin de mundo, lo que tal vez, visto lo visto, sea un plazo muy largo).
Perilli es un escritor italiano que vive en México y escribe también en español. Me recuerda a Tabuchi, que se convirtió en un portugués a base de seguir a su admirado Pessoa. Mientras hablamos de México, del inmenso DF, de las colonias donde viven los artistas, recuerdo de pronto a  Ibargüengoitia, ese escritor de apellido inacabable, como de chiste vasco,  un autor, sin embargo, profundamente mexicano. (Mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento, escribió).
Recuerdo su humor tan fino, literario, demoledor a veces, sus parodias de México revolucionario -y del PRI luego-  sus retratos irónicos, inmisericordes, sus artículos ligeros y humorísticos. Fue periodista del Excelsior y de la revista Vuelta.  En 1983,  un avión de Avianca que le  trasladaba a Bogotá, a un congreso cultural,  junto a varios escritores hispanoamericanos como el peruano Scorza, o Ángel Rama, o pintores como Jairo Tellez, cayó cuando iba a aterrizar  en el aeropuerto de Barajas. Todos murieron. Quizás estaba un poco más allá  del mezzo del cammin de la vida -tenía 55 años-  pero todavía no era tiempo de morir. Poco antes había escrito: cada año que pasa tengo más libros que escribir, y cada año escribo más lentamente.
El año pasado Ibar –le reduciré el apellido-  hubiera cumplido 90 años. El caso es que nos quedamos sin esos libros lentos, lo que es una pena pues estamos faltos de humor inteligente. Y es que no es fácil escribir humor. Enseguida uno puede despeñarse por lo fácil, por lo coyuntural, por lo histriónico. El humor es una forma desplazada de decir cosas serias. De no ir de frente, de jugar al sobreentendido, de hacer metáfora. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio es muy cándido, y quien creyó que todo fue una broma, un imbécil, escribió Ibar. Quizás a su humor le cuadre decir que se atrevió a quitar la solemnidad a las cosas, algo muy higiénico. La solemnidad, la impostación, la gravedad, sobre todo en el ámbito de la política, en la universidad (donde se renueva cada día) nos asedia.
Ahora  me viene a la cabeza algo que ocurrió tras la triste muerte de Ibar y compañía. Una de las cosas que se dijeron fue que el avión había caído por una bomba que había puesto la CIA, al viajar en él  unos peligrosos escritores izquierdistas latinoamericanos. Algo muy halagador para la escritura, sin duda, pues la hace tan importante como para urdir una conspiración internacional dirigida a cargarse a un humorista y dos novelistas no muy leídos camino de un evento cultural (y de sus cócteles). Esto, que da desde luego para una buena novela de humor,  lo dijo, entre otros, el chileno Jordorowsky, un escritor, o algo así, chileno y francés (bastante solemne, creo)  que todavía anda por ahí.  Enseguida me he puesto a mirar, porque el asunto me ha hecho gracia y he recordado la Revolución en el jardín. Prometo seguir.

viernes, mayo 10, 2019

Presentación

Ayer, en la presentación de Diario de Hendaya en la Biblioteca conté la historia de Takashi Sasaki, un hombre que se negó a evacuar su casa tras el desastre nuclear Fukushima de 2011. Sasaki vivía con su madre y su mujer enferma en un pueblo que fue declarado zona devastada, pero alegó que, como lector de Unamuno, sabía distinguir entre biología y biografía, es decir, que más allá de la pura conservación de la vida importa más la historia que construimos. Somos un recorrido, una circunstancia, unas huellas reconocibles. No se puede imponer la biología, podemos decir, a costa de la vida.  “La biografía es a la biología”, decía Unamuno, “lo que la geografía a la geología”. Todas las presiones que tuvieron que soportar y cómo vivieron en aquel lugar del que todo el mundo había huido es lo que cuenta Sasaki en un diario que escribió titulado “Fukushima, vivir el desastre”. Sasaki, que murió no hace mucho, fue un hispanista y un gran amante de Unamuno, sobre el que había escrito, pero su principal legado es su sencillo diario, o tal vez el gesto de no dejar su casa, pues a veces un gesto dice más que las palabras. Empeñados en alargar la biología aun a costa de la biografía, Sasaki nos muestra que es la textura y la intensidad de la vida lo importante y que basta con escribir un diario para poder soportar incluso un tsunami.

jueves, abril 25, 2019

Kandinsky

Luis me manda esta foto de Kandinsky en la playa de Hendaya. Tras él, inconfundible, se recorta el cabo de Higuer. Parece el nadador del que hablo en mi Diario de Hendaya, con camiseta de tirantes y slip, el que nadaba dede el espigón hasta las dos gemelas.  La arquitecta López de Guereñu ha investigado el  viaje de Kandinsky junto a Paul Klee, en 1929, a Pamplona y su paso por Biarritz. Quedan postales y rastros de  aquel viaje, en que Kandinsky estaba de vacaciones y Klee  no dejó de pintar  un  solo día. Esa debe ser una gran diferencia. El delicado Klee, con su cientos de cuadros, el que pintó  ese Ángel de la Historia que huye despavorido, como si el tiempo no  nos llevara a ningun buen sitio.  Ese año 1929, me dice Luis, ambos K debieron coincidir en Hendaya con Unamuno. Puede que se miraran al cruzarse.  Las magníficas  fotos de aquellos años que me voy encontrando casi por casualidad: la del Pen Club de Paris, en que Unamuno aparece en un banquete multitudinario, de etiqueta, con Joyce (con ese ojo tapado de pirata), la de Churchill saludando al bajar  a la playa,  y ésta tomada por Paul Klee, a la que podría  darse la vuelta,como a un cuadro de Kandinsky y sería otra. Podría escibirse una novela con todo ello, si no estuvierámos ya hartos de novelas. Por esos años Djuna Barness  entrevistó a Joyce en Paris. Dice que lo encontró flaco y muy cansado. Era el cansancio de un hombre, según ella,  que voluntariamente se ha sometido a la creación desmedida.  También Rosa Chacel era muy joyceana. Durante mucho tiempo he llevado un cuento suyo muy breve, Balaam, como reserva, en el bolsillo de la mochila cuando bajaba  a la playa, hasta que al final lo he leido y me ha encantado. Pasar página.

martes, abril 23, 2019

Historia mínima


Lo vi en un rincón sentado en su banqueta: un tipo acostumbrado a la calle que ya no era joven, cargado de hombros, un zurdo  enredado en su guitarra,  la atención y la cejilla puestas y me puse a escucharle pues tocaba muy bien, se lanzaba a un aire rápido con algo de andino  que le volvía  la mirada triste, y le ponía en la boca un gesto de añoranza o de faltarle los dientes y su cabeza torcida miraba hacia arriba, hacia los dedos que subían y bajaban por los trastes, mientras la música parecía no acabar. El sol se había ocultado ya tras el edificio Aurora,  de pretensiones neoyorkinas,  llegaba el fresco y la gente pasaba junto al guitarrista  sin detenerse, ajena a la música premiosa, repetitiva, casi húmeda, como si el músico estuviera escurriendo la guitarra y el sonido chorrease -llorar sería decir demasiado-,  hasta que de pronto, cuando menos lo esperaba,  terminó, y entonces yo aproveché para preguntarle que estaba tocando, si era argentino, o chileno, o de dónde. Él negó con la cabeza y comenzó a reír como si le hiciera gracia mi pregunta de despistado: “es un pasillo, un pasillo colombiano”, dijo y comenzó a tocar de nuevo una música que tenía algo de vals y de milonga, y yo me acordé entonces de una película argentina, “Historias mínimas”, que transcurre en la Pampa, donde un viejo va en busca de un perro que se le ha escapado que se llama “Malacara”. La película explica que el perro tenía sus razones para irse, como el viejo temía. Eso le hace seguir tras él. Buscando a “Malacara” el viejo llega a un galpón en medio de la nada donde pasan la noche un grupo de trabajadores y allí los muchachos, todo hombres, matan el tiempo rasgueando la guitarra junto a la hoguera; toman, ríen, matean y cantan; se dejan llevar por los tristes aires de la tierra, evocan viejos amores, lamentan largas ausencias; así pasan el rato y se acompañan en la larga noche austral. Pero allí no está el perro. Así que el viejo tras dormir un poco sigue su camino. Todos vamos tras algo que no encontramos o que perdimos. Como este hombre tocando su pasillo entre la gente que pasa sin mirarlo.

miércoles, abril 17, 2019

jueves, marzo 21, 2019

Diario de Hendaya, ya en librerías

Pedro Charro. "Diario de Hendaya." Editorial Ken



DIARIO DE HENDAYA
Tras los pasos de Unamuno

En los largos días que Unamuno pasa en el exilio de Hendaya piensa en un libro que se titule “Los días de Hendaya”, que sería un ensayo de muchas cosas: “nada de política, sino poesía, descripciones, filosofía, religión y hasta mística” dice Unamuno, quien no escribirá el libro, aunque en Hendaya no pare de escribir. En la estela de este libro no escrito, el autor de estos otros días de Hendaya sigue los pasos de Unamuno y escribe un Diario que tiene algo de todo eso: modesta poesía, descripción, y hasta un poco de mística, además de autobiografía y hasta novela, no en vano para don Miguel eran lo mismo: palabras lanzadas a todos los vientos. Durante el ciclo de un año, entre dos Pascuas, el autor de este Diario  ve los mismos paisajes de aquel exiliado, recorre los mismos caminos, mira al otro lado del Bidasoa, pisa la tierra y contempla el mar y a veces ve pasar una sombra y siente que el mundo se va a acabar, hasta que al final de estos días de Hendaya  le alcanza  una revelación.

Caídos


Todas las propuestas que se han hecho sobre los Caídos en realidad no saben muy bien  qué hacer con este monumento, un petoste demasiado grande, quicio de un ensanche que se desparrama hacia el sur y lo rodean, lo amputan en sus arquerías por asearlo un  poco, recelan de sus simetrías excesivas, añoran algo más impar, oblicuo, japonés,  una pagoda y  un cerezo;  alguna propuesta incluso lo dilata, otras lo pierden en la extensión de un gran jardín, lo miran desde atrás, huyen de sus proporciones y su afán ostentoso, quieren abrirlo, airearlo, pero no se les ocurre qué meter:  un museo, una oficina más, un memorial;  todas están bien y mal al mismo tiempo, todas tienen algo de estación de tren de Canfranc y de San Francisco el Grande, en Madrid, lleno de polvo de siglos,  todas chocan, en fin, con  la molesta presencia de  este recordatorio del pasado que pide  a gritos una enmienda a la totalidad sin ser derribado, desde luego, pues la ciudad debe mantener sus capas sucesivas, las huellas del pasado, la textura de la historia, sino algo en la línea de lo que el historiador Santos Juliá dijo cuando estuvo por aquí, al rechazar que el Valle de los Caídos pudiera ser  el memorial definitivo que la guerra civil necesita, pues no es posible que un símbolo de reconciliación entre españoles sea algo con tanta significación de parte, de tanta católica exaltación, y debiera consistir tan solo en un muro con los nombres, uno a uno, de todos los muertos de uno y otro bando, igualados por fin, como igualados están frente a la muerte,  no vencedores ni vencidos;  algo así puede que falte en este juego de soluciones: un muro de nombres sin sigla alguna, sin bando, pues ya hace años que el país superó todo esto, es pura historia que remolonean los chicos en los textos escolares; tan solo un muro de nombres sobre el que pasar el dedo al  pronunciarlos:  nombres sonoros y elocuentes de vidas que acabaron antes de tiempo, y tal vez las palabras que pronunció  Azaña en su último discurso -las que recordó Juliá- como epitafio: paz, piedad y perdón.

domingo, marzo 03, 2019

El Ejido


Fui hasta El Ejido, en Almería, porque es difícil ir a un sitio más lejos, y allí encontré un resumen del mundo en miniatura, donde basta cruzar una calle para que todo cambie y  se vaya del todo a nada, de  Europa a África, del zoco a Mango,  del blanco al negro,  y si el mundo futuro dicen que va ser una mezcla de razas, un lugar mestizo, de culturas superpuestas, un lugar  desigual  y prodigioso al mismo tiempo, aquí es como si ya hubiera empezado. El Ejido es un laboratorio donde hay por lo menos noventa nacionalidades y trabajo para todo el mundo, pues esto es un milagro que empezó hace tiempo, cuando campesinos pobres bajaron de las Alpujarras y comenzaron a cubrir las viñas y los campos para  crear pequeños vergeles gracias al agua subterránea de Sierra Nevada, hasta hoy, que dicen que desde el aire, a vista de un satélite, lo primero que destaca en la península Ibérica es una gran mancha blanca brillando al sur, junto al mar; esa mancha que cubre el poniente almeriense y que son los plásticos bajo los que se cultivan  pepinos, tomates, pimientos, berenjenas y demás primicias que llegarán a todos los rincones de Europa. Hoy en estos campos apenas trabajan españoles, y dentro de estos invernaderos que parecen el jardín del edén,  donde un pepino da el estirón en cuando te das la vuelta, hay muchachos  que van tras un sueño imposible con el que han cruzado el mar, pero de momento tienen que doblar el lomo antes de seguir hacia arriba, hacia tierras más frías, donde piensan que todo es distinto; muchachos de Marruecos, de Mali, de Guinea, de cualquier parte, venidos con el empeño y el dinero de  la familia  a quien no pueden defraudar, gastando lo mínimo para mandar algo a casa, en busca de papeles para esquivar una ley que les condena al limbo, haciendo el trabajo que no quiere nadie, tampoco los hijos de aquellos de la Alpujarra que salieron poco a poco  p´alante, tampoco fue  un camino de rosas,  y que ahora se miran en el espejo de los recién llegados con una  mezcla de temor y de nostalgia.

sábado, febrero 09, 2019

Mexico


Durante los últimos años, leo en la prensa, han desparecido más de 150 personas en el metro de México DF. El articulista lo compara con el triángulo de las Bermudas, donde un extraño fenómeno hacía desaparecer barcos enteros. Ciudad de México es un lugar inabarcable, donde los taxistas no saben encontrar las calles, pues hay barrios enteros que ayer no estaban y muchas calles repiten el nombre de Juárez o de  Madero, como si quisieran despistar. Hay lugares donde los taxis no se aventuran ni siquiera a la luz del día, que en DF es una luz lechosa, teñida de smog.  Deambular por México es seguir la deriva de Ulises Lima y sus compañeros en los “Detectives salvajes” de Bolaño, las peleas de los real-visceralistas, la búsqueda de Cesárea Tinajero, el rastro de caras y voces que van y vienen, las conversaciones inacabables en la trama infinita de esta ciudad en la que la vista se pierde si se la ve desde el aire, y el hombre es una hormiga sin importancia. Desaparecer en el metro es una metáfora de esta ciudad que, como otras, ha desparecido a base de hacerse tan grande. No es extraño que por los difusos bordes de la urbe la gente se esfume.  Lo del metro puede tratarse de secuestros, ha denunciado una mujer, aunque denunciar sirva de poco, o de muerte, o acaso los que creemos perdidos no hayan salido del metro y sigan por ahí, como en una película futurista, pues en el subsuelo es posible llevar una vida oscura pero digna, con música y comercio, al abrigo de la intemperie. Puede también que el tren se haya confundido entre el dédalo de vías y estaciones, y circule sin parar desde entonces, o mejor, que haya pasado a otra dimensión como en aquel cuento de Borges, no recuerdo el título, en que el convoy entraba en una banda de Moebius trazada por las vías -ese ocho tumbado, el infinito- de la que no es posible escapar, pues un tren no  acabaría nunca de dar  vueltas en ella;  un fenómeno que lleva directamente a otro mundo, como ocurre a veces con aquello que nos alcanza de pronto:  una música, un paisaje, unos ojos, allí donde uno entra y se pierde sin remedio.

miércoles, enero 16, 2019

Fukushima


Junto a Fukushima, donde seguía viviendo, ha muerto Takashi Sasaki, un hombre que se negó a evacuar su casa tras el desastre de aquel tsunami de 2011 que arrastró las barcos tierra adentro y devastó la ciudad y los pueblos costeros, dejando un paisaje de guerra nuclear. Sasaki vivía con su madre y su mujer en un pueblo que fue declarado zona devastada, pese a lo cual se negó a irse, alegando que, como lector de Unamuno, sabía distinguir entre biología y biografía, es decir, que frente a la pura conservación de la vida biológica, importa más la historia que construimos, los vínculos que creamos con las cosas y con los demás,  sin los que  no somos en realidad nada.  Somos un recorrido, una circunstancia, unas huellas reconocibles. No se puede imponer la biología, podemos decir, a costa de la vida.  "La biografía es a la biología", decía Unamuno, "lo que la geografía a la geología". Todo esto debió pensar Sasaki, o es lo que vio en el rostro de su madre anciana y de su mujer enferma, que no querían dejar su casa para ir a un refugio del que ya no podrían volver. Así que resistieron todas las presiones y toda la burocracia bienintencionada para hacerles marchar, y esto es lo que cuenta Sasaki en un diario que escribió titulado “Fukushima, vivir el desastre”, que relata los meses posteriores al tsunami, la vida precaria que se abrió paso tras aquella destrucción. Pese a la buena imagen que tenemos de Japón, Sasaki lo describe en su diario como un país donde lo colectivo se impone al individuo, donde un hombre no es nada frente a la masa, lo que nos hace pensar también en la inmensa y obediente China y en el impenetrable oriente. Sasaki fue un hispanista y un gran amante de Unamuno, al que había estudiado y traducido, pero su principal legado es su sencillo diario, o tal vez el gesto de no dejar su casa, pues a veces un gesto dice más que las palabras. Empeñados en alargar la biología aun a costa de la biografía, Sasaki nos muestra que es la textura y la intensidad de la vida lo importante y que basta con escribir un diario, un empeño oportuno a comienzo de año, para poder soportar incluso un tsunami.

domingo, enero 13, 2019

Tangram


Esta vez el camino de cada  año nuevo estaba muy soleado, y después de pasar Eunate, cuando una corta subida nos dejó en las Nequeas, los campos resplandecían como si alguien hubiera subido la intensidad del color en una pantalla, y en el horizonte lejano se veía el Moncayo con apenas una pelusa de nieve, reverberando en la mañana soleada y luego la silueta de las sierras chatas que siguen hacia la Rioja y, como siempre,  la vista de estos campos era como la de trozos de tela recortados en verde, marrón y amarillo: un patch work de  tonos distintos que esta vez se me antojaron piezas de un enorme tangram, ese juego chino en el que hay que formar figuras con siete piezas: cinco triángulos, un cuadrado y un rombo, con las que  pueden hacerse muchas figuras: pajaritas,  elefantes, conejos, monjes, casas, pagodas, patos, jarrones, o también simples formas geométricas, figuras puramente abstractas, combinaciones que se van sumando: parece que se han hecho ya más de 900 figuras con este juego que la leyenda atribuye a un sirviente de un emperador chino que rompió un valioso mosaico y al no poder  rehacerlo se dio cuenta de que con las piezas rotas podía componer un sinfín de figuras nuevas; un pequeño puzle que tiene, a su vez,  algo de ilimitado; un rompecabezas  capaz de abrir la mente de un niño a las formas, la percepción y el espacio y espolear su  creatividad en la misma medida que la puede quitar una pantalla que se lo da todo hecho, así que mientras contemplaba el tangram de los campos verdes, pardos y amarillos; los triángulos, cuadrados y rombos esparcidos en el paisaje,  pensé  que era sin duda con las piezas gastadas del año que acaba, con los platos rotos y los restos de la batalla,  con aquello que tenemos a nuestro alcance, a base de paciencia e imaginación, con lo que hay que componer el  rompecabezas de los días,  ir  armando el nuevo año, casar las piezas una y otra vez, construir una y otra cosa,  y guardarlas luego como en el tangram en un cuadrado en su caja, donde descansan. 

lunes, diciembre 31, 2018

Homero y fin de año

El escritor Alberto Manguel
Paso por una librería atestada estos días. Casi todo cambia, pero no esto: el mismo deambular de gente abrumada por tanto título, sin saber que elegir. Hay que leer es un mandato, y la cultura una especie de obligación y no leer nos hace culpables. Eso se ve en la cara contrita de los que van a la caza de algo y no saben qué. Ese prestigio va en contra de los libros, pues leer, como todo lo que es verdad,  se juega en el puro deseo.  Elegir un libro es muy difícil. Ningún otro producto requiere tanto.  De Homero a hoy hay de todo. Y lo peor es que quizás Homero esté más vigente que algo recién escrito. Entre todos esos libros se esconde una perla que hay que encontrar, que nos espera.  Recuerdo que en tiempos, en la caseta que poníamos en la Feria del libro, las caseta de aquel Bibliófilo,  ponía un libro en un lugar determinado del mostrador y lo  vendía antes de un cuarto de hora. Así, pero a lo bestia, es este negocio. Se trata de mostrase en los mejores lugares. Ahora veo de refilón mis libros en un estante. En cierto modo he completado un ciclo. He logrado entrar en la mesa, en  la enorme ruleta de títulos que gira y se renueva sin parar.  En un rincón de la tienda hay unos pocos libros de Portugal, esquinados, como el país. Un país de moda. Pessoa, Saramago, Torga. No como España, que es un país casi  impronunciable. Todo lo que ha pasado este año está ya escrito en los libros: las intrigas, las traiciones, la vanidad, la codicia, el poder, la soledad del hombre ante el destino, la censura al otro sin mirarse a uno mismo. Es imposible escribir algo nuevo. Escribir un libro no trae cuenta: demasiado esfuerzo, escasa repercusión, pronto olvido.  Hace falta ser obstinado y algo vanidoso.  Alberto Manguel, el gran crítico argentino,  escribió un libro sobre Homero y su pervivencia, que abre con una cita de Queneau que dice que toda gran obra literaria es o la Iliada o la Odisea y explica que Homero comienza mucho antes que Homero, porque la Iliada y la Odisea se fueron formando gradualmente, más como mitos populares que como creaciones literarias, y esos antiguos poemas fueron, tras muchos avatares, las que acabaron siendo recitadas por un rapsoda ciego al que llamamos Homero. Manguel también dice que todo autor encontrará en algún momento un buen lector o un editor generoso, y eso  es una esperanza tras la que ir cada año.  

lunes, diciembre 17, 2018

En Biriatou

I

Iglesia de Biriatou
En Francia se conmemora por todo lo alto este 2018 el fin de la primera guerra mundial, la gran guerra, como la llaman, que tiene en cada pueblo un monumento conmemorativo con una antorcha, una dama llorosa, un monolito con una lista de nombres de los caídos en aquella carnicería que enfangó Europa y cambió sus fronteras. (Lo que nos recuerda de paso lo peligroso de cambiar las fronteras). El nacionalismo que llevó a aquello vuelve a Europa, ha advertido Macron que, tras la marcha de Merkel, se queda solo con el empeño de una Europa que disuelva fronteras y sea por fin algo más que un avispero de países, un lugar mejor.  Al menos hoy los enemigos de entonces ya no lo son y los soldados de ambos bandos son historia, recuerdo amargo de la crueldad de las guerras. Esa del 14, como la siguiente, fue una guerra que a nosotros no nos tocó pero que tenemos al alcance de la mano, basta en estos días frescos del otoño acercarse a Biriatou, donde el Bidasoa se apresta a confundirse en el mar, al otro lado de las montaña de Bera, para ver en su iglesia la lápida con los nombres de los once hijos del pueblo muertos en la gran guerra. Morts por la patrie, pone, y al píe reza: Orhoit gutaz, osea: acordaos de nosotros, que es el grito que nos lanzan siempre los soldado muertos de cualquier bando, incluso los que perdieron todo aunque su causa venciera, que es lo más trágico, como una doble muerte. Hasta la iglesia de Biriatou paseaba muchos días Unamuno, exiliado en Hendaya, donde pasó cinco años despotricando contra la dictadura de Primo, contemplando melancólico la cercana Fuenterrabía, y escribió un famoso poema sobre esa placa de la Iglesia de Biriatou: Pasásteis como pasan por el roble/ las hojas que arrebatan en primavera/ pedrisco intempestivo.   A Unamuno le imponía ese Orhoit Gutaz, ese acordarse de aquellos que han pasado al archivo de mármol funeral de una iglesuca, los nombres de aquellos muchachos que llevaban vestida el alma de infantil eusquera, que habían muerto tan pronto sin saber por qué. Fuisteis como corderos, en los ojos/ guardando la sonrisa dolorida, se duele Unamuno. En todas las plazas de Francia, como en esta, hay una placa con una lista de nombres que allí el tiempo no ha logrado borrar.


 II

El escritor Jorge Semprún
He vuelto a Biriatou, donde los chalecos amarillos han  colapsado estos día la frontera con su protesta, formando largas filas de camiones,  pero debía tratarse de una tregua porque no había rastro de  piquetes y  en este día luminoso el pueblo parecía más que nunca, aletargado bajo un sol de diciembre, una estampa de otros tiempos con sus caseríos rojos y blancos, su frontón y su iglesia y al ir ascendiendo he visto toda la costa desde Hendaya hasta las Landas, las islas de Bidasoa y la frontera de Irún que ha durado siglos y ha hecho correr tanta sangre y, casi al alcance de la mano, el empinado Larun tras el que se esconde  Bera.  Desde Biriatou Jorge Semprún miraba hacia el otro lado, hacia esa España que parecía salida del nodo, antes de cruzar la frontera como Federico Sánchez y jugarse el tipo como enviado el PCE en el interior; paraba un momento, y desde esta atalaya tomaba aliento sin saber si iba a volver. Aquí, en Biriatu, quiso ser enterrado, entre sus dos patrias y así lo recuerda una estela que le hizo el pintor Eduardo Arroyo. Hoy se trata de los chalecos amarillos que han levantado Francia, un país que cada poco inicia una revolución que se vende muy bien, pero que suele acabar a  las 11 de la noche, que es la hora que cierra el país, hasta el día siguiente, salvo que llegue De Gaulle; una revolución posmoderna que no es de la clase obrera, ni la dirige ningún partido, sino que se propaga en las redes y se nutre de la cólera de transportistas, jubilados, granjeros, subempleados y gentes del mundo rural que están hartos de los impuestos y de quedar siempre al margen de todo y que la han contagiado al resto del país. En esta revolución no se pide lo imposible, ni hay un cielo que descubrir bajo los adoquines, la impulsa el puro deseo de llegar a fin de mes; nadie la dirige ni la entiende, ni siquiera Macron, que anda ocupado con salvar el planeta. Pronto esta revuelta pasará la frontera, a no ser que ya esté entre nosotros y sea el voto que no gusta a los partidos de siempre, la resistencia a pensar lo que se debe, la enojosa abstención y la sorda protesta que espera salir por algún lado, como el vapor contenido.