He bajado en Dame Street, en Dublín, y he andado despacio hasta Castle sorteando gente -la ciudad está atestada estos días- y he entrado en la
Chester Beatty library solo, dispuesto a demorarme en estas salas donde reposa el mundo, pues todo está en los libros y he visto las figuras en perfil del
Libro de los muertos, las historiadas letras de
De natura rerum, las inconfundibles ilustracione Durero; he seguido la trama de la caligrafía islámica, esa rama de la mística, pues no en vano al copiar las palabras del Corán se están copiando las exactas palabras de Dios y en un párarfo perfecto, estaba escrito en un solo trazo que
la pureza de la escritura procede de la pureza del corazón.
En el segundo piso, el de las religiones, se exponían fragmentos del evangelio en griego y copto, rollos etípopes de plegarias con
Los secretos nombres de Dios, las ilustraciones multicolores del famoso cuento de
Oeyama, en Japón, en el que el guerreo Kaiku vence al demonio Roji y rescata a su amante secuestrada. Después de todo esto, he pensado que ya era suficiente y he bajado al café como quien vuelve de un viaje en que se han dejado muchas cosas sin ver. Puede que el libro, tal como hemos conocido, he pensado, ya no exista. Pero nos quedan bibliotecas como esta del magnate Chester Beatty, quien, en el momento preciso, compró por todo el mundo durante 60 años estos libros preciosos,
iluminados: los que comienzan con una inicial historiada y hecha en oro, los que se demoran en ilustraciones que replican al texto, haciendo de la palabra escrita, donde reside todo el poder -el de las ideas, las creencias y los saberes- algo bello.
Pienso en esta biblioteca dentro de muchos años, vagando en un planeta que brilla en la oscuridad, como un mensaje que espera respuesta.