1 enero 2017. HELADO

El mundo estaba helado cuando salí a dar mi paseo el primer día del
año, el paisaje envuelto en nieblas y blanco de cencellada, con el
muérdago colgando de los árboles, y mientras andábamos deprisa tras el
propio vaho que salía de la boca, vimos a lo lejos la capilla de
Eunate, difuminada entre los árboles, cerrada a cal y canto, más
extraña que nunca, como si fuera un templo de tiempos de Zoroastro y
después de reponer allí fuerzas, subimos hacia las Nequeas, esos campos
que parecen piezas de patchwork, hechos de lienzos de cereal recién
brotado entre ribazos marrones, retazos de tela atravesados por pistas
como cintas blancas. Allí mismo debían estar los pueblos, pero no se
veía nada a causa del puré de niebla que lo cubría todo y que había
embarrado la senda que sube hacia Arnotegui. Allí, según me contó F.,
vivía hace años un ermitaño que no tenía agua, ni luz, ni trabajo; era,
el sí, un auténtico antisistema, alguien que se ha salido de la rueda,
que ha vencido por fin al consumo y el dinero, que no vive de
apariencias y embelecos, sino de lo esencial, algo a la vez valiente y
deseable, un signo en este tiempo de locos, pero mientras ascendía con
el corazón en un puño y la niebla seguía calándome los huesos, no pude
dejar de preguntarme si ese desprendimiento no sería también una
trampa, más vicio que virtud, pues desentenderse del mundo, ¿no es
sobre todo una forma de escapismo? ¿No se trata de algo muy egoísta?
¿Qué pasaría si todo el mundo desertara, si nadie tirara del carro y
cargara con las cosas? Sí, me dije, todo es contradictorio, todo es
doble, todo parece siempre oculto por una densa niebla: involucrarse o
no, abstenerse o mancharse las manos, esa es siempre la cuestión, y ya
en lo alto recordé de pronto la máxima de que
hay que estar en el mundo pero sin el mundo,
es decir, que hay que emplearse a fondo y perseguir las cosas, sí,
pero sin esperar nada a cambio, hacer simplemente lo que uno debe, y
confiar. Eso es todo. Así que descendí bien ligero hacia el pueblo, a
paso vivo, sin quedarme en lo helado, sino yendo mejor al calor de los
otros.
1 enero 2018 COMIENZO

No había nadie en las Nequeas cuando
pasamos de nuevo el día primero del año, y esta vez el sol lucía a ratos
–no como el año pasado, en que había caído la cencellada y la niebla
hacía todo indistinguible- de tal forma que los colores del campo, ese
patchwork de verdes y marrones, esos violetas repentinos, el amarillo de
las grandes pajeras, el marrón de los campos, el azul de las pequeñas
flores estaban por doquier, pero de una forma muy tímida, como si no se
atreviesen a brillar y parecían más bien recién pintados con los
pequeños toques de un pincel finísimo, y viendo aquellas extensiones que
se ondulaban hacia lo lejos: el pueblo de Mendigorría, el perfil de
lejanas sierras, la líneas apenas intuidas del Moncayo, todo bañado en
un luz matizada, como si la luz del amanecer quisiera alargarse hasta
el mediodía, hacían que el paisaje pareciese recién estrenado, como el
propio año nuevo en el que las desgracias todavía no habían ocurrido y
todo era posible todavía, como sucede con aquello que deseamos pero no
hemos emprendido, antes de que nos muestre sus dificultades e
imperfecciones, y mirando aquel paisaje recién hecho, sentí a la vez el
orgullo de vivir en un sitio así, de pasearlo de arriba abajo, buscar
sus secretos y escuchar su voces y a la vez de poder sentirme también
ajeno a él, aligerado de todo su peso, casi como un extraño, pues ya
dijo alguien que pertenece a la moral, es decir, que es un bien que hay
que buscar, "no sentirse en casa al estar en casa", sino sentirse
siempre de otra parte, no ser dueños celosos del lugar que habitamos
sino inquilinos que están un tiempo de prestado, de paso, al cuidado de
las cosas, pues todos vinimos de algún otro sitio hambrientos o huyendo
y al poco tiempo, como suele ocurrir, nos pusimos a levantar murallas
que nos protegen y nos encierran a la vez, y peor que despojar a
alguien de su origen, es impedir que se desarraigue y eche a volar, sea
él mismo, cuando toque, me dije, mirando los verdes y amarillos, los
pequeños caminos, ribazos y sementeras, las piedras y los pájaros que
parecían hablarse entre ellos, siempre de aquí para allá, sin
equipaje.