miércoles, julio 04, 2018

Nevera

De nuevo fuimos este año, como si ya fuera una costumbre, hasta la nevera en la falda del monte, junto a Gainza, en las Malloas,  y ya de lejos, mientras subíamos la pendiente entre helechos y matorrales vimos la gran placa de nieve parduzca cubierta de tierra y barro, que se mostró luego como lo que era, un gran resto de nieve del invierno encajonado en una garganta, un lugar que tradicionalmente ha servido a los pueblos como nevera natural, con una boca de la que salía vapor de agua, de tal modo que en la tarde cálida y nublada, que nos había hecho sudar en la subida, se notaba el frescor que venía de la nieve, el humo de vapor que escapaba del gran témpano refrescándolo todo a varios metros de distancia. Al acercarse a aquella mole, encajada en el angosto corredor del monte, permanentemente sombrío, se veía que las paredes eran de varios metros y su consistencia, al golpear la nieve con el bastón,  compacta y durísima. Cuando caminamos sobre ella vimos que,  de  vez en cuando, se abría  algún agujero que dejaba ver, como una sonda natural, la profundidad de aquello. Desde arriba, la rimaya era de unos ocho o diez metros de altura. Allí dentro, detrás de la boca  que emitía humo como la entrada de un modesto infierno, podían caber las provisiones para años. Después de estar allí un rato, seguimos ascendiendo por un caminillo empinado que serpenteaba por el bosque, sobre grandes pendientes. Todo, después de meses de lluvia, tenía un color verde muy intenso,  como una explosión, como un cuadro en el que al pintor se le ha ido la mano, parecido al que se ve en las fotos de la jungla. En una terraza superior, donde hacía un año nos habíamos tumbando a mirar el paisaje, como en un balcón, sobre las altas hierbas que lo acolchaban, todo estaba igual y los mosquitos revoloteaban molestos alrededor. Recuerdo que al tumbarnos allí hace 12 meses y contemplar, con esa sensación de tener el mundo a los pies que da el estar alto y ver los pequeños pueblos con sus prados y caseríos, pensamos que sería bueno plantar tres tiendas, como en el pasaje evangélico y quedarse allí para siempre, lejos del mundo. Esta vez aún seguimos un poco más, hasta el siguiente barranco por el que apena bajaba un hilo de agua donde  A, como sospechaba,  encontró también restos de nieve, mucho más modestos, pero que no dejaban de ser un descubrimiento. Al bajar, el gran nevero seguía lanzando humo, deshaciéndose poco a poco, como si fuera el agua goteando en una clepsidra midiendo el tiempo que nos  resta.


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