jueves, julio 12, 2018

Lanzman

Claude Lanzman. Director de Shoa.
Ha muerto Lanzman, el cineasta de Shoa. En Francia, cada vez que muere una figura importante del pasado, un testigo de otra época,  el país hace grandes aspavientos, se le dedican elogios y reportajes, se recuerda a una generación que, en el fondo, se siente superior a la actual.  Pasó hace poco con Simone Veil. Supongo que esa sensación es común en muchos sitios, pero es cierto que la potencia intelectual Francia tras la guerra  fue enorme en los años siguientes, mientras nosotros estábamos enredados en el franquismo. Eso nos hizo llegar con veinte años de retraso a casi todo.  Lanzman era un francés de origen judío que siempre defendió a Israel. Fue escritor, periodista amigo de Sartre y Beauvoir. Estuvo en la resistencia. Entró en Tiempos modernos de la mano de Sartre y fue su director. Dijo que Shoa, el testimonio más rotundo sobre los campos de exterminio nazis, un film de 9 horas, no es un documental sino una obra de creación. Lanzman recoge testimonios y muestra los lugares tal como están ahora. No hace una reconstrucción, ni carga las tintas, ni dramatiza.  Deja hablar. Muestra las caras. No hay música ni lágrimas, ni actuación. No utiliza nunca grabaciones de aquel momento. No reconstruye nada. Es como si no se pudiera mirar fijamente a lo que ocurrió, como si fuera imposible representarlo. Solo contar con las referencias, de forma indirecta.  Como no pensar en La Rochefoucauld: Le soleil ni la morte ne peuvent se regarder en face. No se puede mirar fijamente ni al sol ni a la muerte.
En Shoa  (apenas he visto un aparte) hay una escena en la que Lanzman entrevista al correo polaco, el enlace entre la resistencia y el gobierno polaco en el exilio, en la que comienza a relatar su encuentro con dos representantes del gueto judío de Varsovia, un barrio que sería totalmente aniquilado, pero nada más empezar a contarlo no puede seguir. La emoción le atenaza. Entonces se levanta de la butaca y se va. La cámara lo muestra a lo lejos, en un salón de su casa. Luego se le oye decir que ya está dispuesto y vuelve. Es un hombre mayor, elegante, con el pelo hacia atrás, con chaqueta y corbata. Él sabía que estaban matando judíos, dice, pero lo sabía por referencias, por datos, no lo había comprobado personalmente, no tenía idea de la crueldad sádica de lo que estaba ocurriendo a pocos metros de su casa y que ahora escucha a los representantes del gueto, ante los que no es capaz de preguntar ni de intervenir, y se queda mudo, escuchando. Los comisionados judíos están más allá de la desesperación y no piden nada, en realidad sí, una única cosa: quieren que la autoridad polaca se entere de que, a pesar de que Hitler va a perder la guerra, a pesar del optimismo reinante que escuchan, antes va a exterminar a toda la población judía de Polonia, va a acabar con los judíos. Esto, de pronto, aparece como lo que es, una monstruosidad (imposible de mirar de fente) pero como algo completamente real. Acabar con un pueblo, no dejar rastro. Aniquilar al hombre. El sueño de una razón desvariada. Evitar que esa aberración se olvide es el afán de Shoa.
Pero Lanzman fue también un intelectual lleno de prejuicios y engreimiento que no supo ver a su vez el horror del estalinismo, un acomodado escritor de la gauche divine, de los que quería ocultar la verdad a Billanacourt -aquello de no desanimar a los obreros con el relato de la verdad-.  J. F. Revel lo retrata bien en El conocimiento inútil, un libro para caerse del guindo, que refleja la ceguera de tantos intelectuales franceses seducidos por el comunismo que no querían ver lo que tenían delante de los ojos. Algo que refleja también Tony Judt en Pasado imperfecto, sobre la deriva de esa generación de intelectuales en Francia después de la liberación (alguno, por cierto, que quería esconder así su colaboracionismo). Lanzman sufrió también, en su día, acusaciones de abusos sexuales, lo que hoy le hubiera llevado a la picota. Escribir una denuncia conmovedora no significa que seamos justos en todo. Escribir bien, podemos decir a la postre (como ser brillante en cualquier cosa), no es suficiente. No existen ángeles. Vamos escribiendo esta historia con las manos manchadas, por traer de nuevo al viejo maestro, el de los ojos estrábicos y el pitillo en la mano. 

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