martes, noviembre 06, 2018

Robles

Simonides. Roble de Lizarraga.
Voy a Lizarraga a ver los grandes robles de los que me hablaron el otro día.   El otoño parece no haber llegado todavía. El camino, al principio, está sucio y embarrado. Hará frío porque el camino, me advierte J, es por un paco. Después de ir por el linde de unos campos se entra en el robledal y allí están los grandes garabatos de estos arboles macizos, extraordinarios. Todo está desierto y solo se escucha el sonido del viento en las ramas y los pájaros que van en vuelos cortos de aquí para allá.  A lo lejos se divisa el campo apagado, con tonos pardos y un chopo solitario que se yergue ya totalmente amarillo, como un estandarte. Me paro ante el gran roble enorme, lleno de protuberancias y nudos y pongo mi mano sobre él, como si esperase un latido. Parece un gran animal que durmiera, un cetáceo varado en la playa que no se sabe si sigue vivo, una ballena con su espesa piel salpicada de cicatrices. La corteza tiene grietas profundas en las que casi se puede meter la mano, sin que se queje. Harían falta muchas personas para rodearlo. Después J., en el pueblo, me cuenta que en tiempos cada gran roble tenía tallada una inicial que correspondía a cada casa, que así podían hacerse con las ramas de ese árbol para leña. Esas iniciales se han perdido, el árbol se  las ha tragado.  Me siento de espaldas a él, sobre las altas hierbas y trato de escuchar. Todo parece estar en su sitio, como si aquí no hubiera afanes y el tiempo no corriera. Enfrente la sierra de Aranguren, con el castillo de Irulegui en la cima del monte. Desde aquí es posible ir hasta él, pasando por el poche, como lo llama J.  Vuelvo al pueblo y paso entre las casas cerradas.  Del madroño de un jardín como uno de sus frutos rojizos.  Mientras hablo con J pasan unos bandos de grullas. Se oyen sus gritos estridentes.  El primero, con la V ya dibujada, yendo hacia el sur. Luego viene un grupo grande sin orden, con los pájaros que dan vueltas como si no se decidieran, chillando, hasta que poco a poco se agrupan en una formación. Son como los humanos, digo a J, tienden a lograr un orden y seguir al que va delante. Bajo las barbas, sonríe. Las grullas siempre me ponen de buen humor, es como el paso de un buen augurio, la prueba de que el mundo sigue girando, las estaciones se suceden y que la voluntad de vivir se abre camino. En el coche pienso en las dos palabras que he encontrado, como pequeños trofeos: poche, que es el collado que facilita el paso y paco, esa zona sombría a la que apenas llega el sol y donde uno puede resbalar. Palabras de caminante, pienso.

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