viernes, febrero 03, 2006

2 centavos


En el mes de septiembre solía estar optimista, pero este año no lo veo claro. Antes, el inicio del nuevo curso, con sus libros para forrar y la perspectiva cotidiana del invierno, con su laboriosidad y calefacción central me auguraban una especie de futuro en paz, pero ahora, de pronto, allí donde voy se suscitan conflictos, y los problemas crecen hasta hacerse casi irresolubles. El inminente otoño, el largo invierno, se me aparecen ahora como grandes extensiones donde librar batallas. Puede –me digo- que el mundo entero se haya puesto de acuerdo para fastidiarme, pero también es posible que mi carácter se haya agriado. No me importa reconocerlo. De hecho, siempre he añorado tener peor carácter, o al menos tener una carácter y no mostrarme pusilánime y puede que con la edad lo esté consiguiendo. Tal vez cumplir años consista, además de no entender los anuncios de la tele, en labrarse por fin un carácter. Un carácter es como un estilo: lo que para bien o para mal nos diferencia de los demás. Lograr un carácter colérico o melancólico, incluso apacible, requiere años y dejar atrás toda una peripecia vital: nuestra novela familiar, nuestra hoja de servicios, nuestra pequeña colección de experiencias. De nuestro carácter, como de nuestro rostro, somos extrañamente responsables sin saberlo. De ambos, es imposible huir. Sentado en un banco, pienso todo esto mirando la hoja de un madroño. Ya hay en el aire un presagio del otoño, un cierta palidez que se desprende del sol. En cierta forma podíamos decir que el sol tiene ya otro carácter. Huir del propio carácter. Huir al sol. Recuerdo que ayer me encontré con un amigo desocupado que se iba ahora de vacaciones por dos centavos. Así me dijo, dos centavos. Opera de los dos centavos. Estoy sentado en un banco esperando a otro amigo que no termina de llegar. Esto es muy malo para mi carácter. Menos mal que en bolsillo llevo un pequeño libro de Zhuangzi. Zuangzhi viene a decir que en la descripción detallada de las cosas esta la solución de cualquier dificultad. Pero es preciso –señala- que nos detengamos en ella, que no tratemos de superarla. Eso es lo difícil, dice Z., detenerse. Cierro los ojos, me detengo, y pienso que esta visión de Z. va con mi carácter. Todas mis dificultades, sin duda, se desvanecerán en su descripción. Todo problema contiene, en el fondo, su solución. Llega mi amigo y le canto las cuarenta. Además, ya no quiero comer. Qué carácter, me dice.