Ultimamente, lo olvido todo. Recuerdo, eso sí, que el jueves estuve en la Valdorba, solo, viendo el mundo desde la peña de Unzué. Un punto de vista modesto. Al bajar, fui hasta la Iglesia. Dentro se oían unas voces de mujeres atareadas, limpiando, poniendo flores, preparando el templo para los oficios. No entré. Me bastaron esas voces como prueba de la existencia de Dios. Todo era, desde luego, de otro tiempo. La vista de la peña, con los quejigos y las flores amarillas era una delicia. Contra mis principios, saqué una foto. Pregunté a una mujer con pañoleta por el Cristo de Catalain. ¡Hasta allí va ir usted andando!, se escandalizó. Le aseguré que cogería el coche. Por carreterillas, llegué hasta la ermita. Un erudito explicaba las imágenes románicas a un grupo de turistas. Como serán todos ustedes guipuzcoanos, le oí decir en un momento dado. No se muy bien a qué venía, pero me pareció que se hizo un extraño silencio. En el grupo hubo un murmullo. El erudito les señaló un gran álamo roto que hay junto a la ermita y les dijo que era una especie de arbol de Guernica (Gernikako arbola), donde se reunía la gente para tomar decisones. Allí, según dijo, habían salido varios cientos de hombres armados para la primera guerra carlista, junto con los curas de las parroquias. De otras guerras no dijo nada. (Es mejor). Explicó que allí también se pagaban los tributos, y que al ser en especie, ahora era posible saber qué se cultivaba en otros tiempos. Un hombre del grupo de turistas, muy gordo, comentó que es posible que los aldeanos hicieran ya en ese tiempo trampa con los impuestos. El comentario me sorprendió, porque era una especie de confesión del gordo, cuando nadie le había acusado de nada. Esa disculpa por adelatado, como uno comprueba, es algo muy normal y permite cazar enseguida a la gente si uno sabe escuchar.
Luego seguí al grupo hasta la ermita de Echano y volví a ver esa extraordinaria arquivolta que retrata a un grupo de hombres comiendo, alguno con la pata de palo y otros tocando la flauta. La imagen, la recóndita ermita, el riachuelo, el aroma de las flores, el vientecillo, la paliza de la mañana, la peña, la mujer de la pañoleta, el guía, mis extraños pensamientos, el gordo evasor, la primavera, enfin, me habían dado bastante hambre así es que sin despedirme tomé el coche y me volví a casa y mientras conducía me recordé de muy pequeño, en la procesión de Pamplonaa, mirando el paso de la flagelación, con la mano tendida, esperando que algún mozorro me diera un caramelo. Una infancia católica, de sangre y golosinas. Una espléndida mañana de abril.
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