Como tenía los ojos cansados y el cuello dolorido de mirar tanto al mar (mantener la mirada sobre el mar es un ejercicio de rara intensidad) me he hecho dar un masaje por una china que venía recorriendo la playa buscando un cliente con contracturas varias. Estando boca a bajo, con los ojos cerrados, he notado que cada nudo que la china me soltaba en la espalda mediante un golpecito de karate, parecido a un aplauso, era un pequeño conflicto que se iba deshaciendo, una hora de angustia que se evaporaba, una frustración superada. Al final de la sesión me he incorporado y la mujer me ha friccionado el entrecejo con un bálsamo creo que de tigre, de tal forma que cuando he abierto los ojos he visto un mundo distinto, amarillento, un tanto anticuado, y he descubierto que justo al lado, el vecino de toldo estaba leyendo, curiosamente, una voluminosa biografía de Mao. Después del masaje he sentido en un extraño equilibrio, y he podido repasar mis últimos meses de vida con una serenidad cercana a la clarividencia y tras este examen de conciencia me he sentido como alguien que sale renovado de un largo ayuno, dispuesto a ingerir poco a poco alimentos, y he comprendido que ya estaba de nuevo en condiciones de afrontar todos los retos, tareas, emboscadas, errores, obsesiones, miedos, y conflictos del próximo invierno y de registrarlos penosamente en una espalda totalmente renovada. Luego, sin poder evitarlo, me he dormido, y he tenido varios sueños breves, tumultuosos, ligeramente eróticos, llenos de espadas, dragones, kimonos y flores de loto. Cuando he despertado el mar se había agitado y apenas quedaba nadie en la playa. El sol estaba ya muy alto y sobre la arena, a contraluz, he visto pasar de nuevo a la masajista china con su gorra visera y su bolsita de plástico. Le he saludado, y ella ha hecho un gesto de despedida, como si me esperase para dentro de un año, en verano. Ni siquiera estoy seguro de que fuese la misma.
(Publicado en DN el 7-VIII-06)
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