jueves, marzo 13, 2014

Seymour

Nada más conocer la noticia de que el gran Philip Seymour-Hoffman, ese actor gordo de piel rosácea, había sido tan aguafiestas como para morirse en el baño de su casa con una jeringuilla clavada en el brazo, pensé en aquella película de Lumet en que trabajó: “Antes de que le diablo sepa que has muerto”, que  a pesar de tener este título imposible era una auténtica tragedia griega donde dos hermanos atracan la joyería de sus padres y las cosas van de mal en peor, y  allí el de Seymour  es un papel oscuro, el de un ejecutivo con deudas que manipula y abusa de su hermano pequeño y  que trata de escapar de la realidad inyectándose heroína, algo que a día de hoy parece una premonición, como si su vida real se hubiera trasladado hace tiempo a la pantalla, que es donde  este actor distinto, hipnótico, ha brillado durante un tiempo demasiado corto. Recuerdo cómo logró empequeñecerse y afilar su voz para parecerse a Capote, o cómo encarnó a ese cura repleto de ambigüedad en “La duda”, donde no sabíamos si se trataba de un abusador o éramos nosotros, como Meryl Streep los que nos pasábamos de listos. Ahora Seymour ha muerto en un retrete por una sobredosis de heroína, como si todas esas cosas en las que ciframos nuestros deseos: la fama, el prestigio, los premios, el dinero,  no sirvieran  nada;   como si justamente  tenerlo todo  fuera el peor de los negocios. Cómo explicar, si no, que Seymour apostara todo lo que tenía contra un goce mortífero más potente que cualquier otra cosa, como si fuera  uno de esos personajes que bordó, llenos de dobleces, atormentado, tan débil detrás de su fachada de autosuficiencia, que sale a la calle de pronto a por una papelina de heroína para abandonarse y olvidar. Creíamos que el caballo era una droga pasada de moda, la de los viejos heroinómanos de los 80,  esos santos mártires yonkis que cantaba Berrio, que murieron de sida o de sobredosis, pero ahora vuelve por sorpresa con este tipo brillante en la cima de todo que sonríe desde la pantalla, su mechón rubio, sus pequeñas manos moteadas,  para siempre.
(Publicado DN)

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