Todo es distinto desde que tengo mi podómetro, esa app que he bajado al móvil, de tal manera que cada vez que entro y salgo de casa, voy y vuelvo del trabajo o paseo mirando al cielo, algo cuenta mis pasos, los suma y convierte en km recorridos, en calorías consumidas, en horas gastadas, así que mi día es ya un día distinto y ya no voy al buen tun tun, sino que ahora mis pasos trazan un recorrido productivo, son un esfuerzo que redunda en mi salud, un logro. Ahora persigo un objetivo, lo marco en el aparato, observo mi progresión y cuando lo logro el sistema me felicita y yo subo mi autoestima, y sé que mi gesta, aun humilde, se graba para siempre en algún sitio. Todo eso he pensado mientras iba caminando a buen paso, animado, hasta que todo se ha torcido de repente. Ha sido justo en el momento en que escuchaba a Wagner en la radio del móvil y, puede que espantado por los gritos de Brunildo, el aparato ha emitido un leve estertor y se ha apagado, como un gorrión que se nos muere entre las manos. Puede que anoche no cargara la batería, o tal vez lo haya sometido a un exceso de descargas, o el calor del verano le ha afectado, me he reprochado, sintiendo ya esa punzada de angustia que produce la falta del móvil -el lector me entiende muy bien-, algo parecido en estos tiempos a pasear desnudo por la calle. Todavía estoy lejos de casa y ahora el podómetro no va a contabilizar mis pasos, he pensado con grima; este recorrido va a ser en vano, mi esfuerzo no se va a sumar donde debe y así, he caído en cuenta con un escalofrío, voy a desbaratar la media y hundir mi promedio. Todo se irá al traste, he comprendido. En el camino de vuelta he pensado en soluciones: cargar en casa la batería y volver a hacer el mismo recorrido de nuevo, si bien faltarían estos pasos que voy dando; agitar el móvil para que piense que son pasos, trampeando. Pero poco a poco, el paseo solitario ha sido productivo y al eliminar el maldito podómetro y verlo esfumarse en la pantalla, me he sentido otra vez libre.
(Publicado DN 24 agosto)
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